—Buenas tardes, Carmen Rosa.
—Buenas tardes, Celestino.
Y callaba mirándola a hurtadillas para no parecerle impertinente, sobrecogido por el angustioso temor de que llegaran a serle incómodas sus visitas. El paludismo le había agudizado más los pómulos, entristecido más la mirada.
—¿Qué hay de nuevo? —decía ella por romper un largo silencio.
—Nada. Se le murió la burra negra a la señora Socorro, de una gusanera...
Y se mordía los labios al comprender que estaba diciendo una torpeza, una vulgaridad inadecuada.
—Anoche se cayó la pared más alta de la casa de los Vargas en la calle real —decía, cambiando de tema—. ¿Te acuerdas?
Se acordaba Carmen Rosa. Celestino la llevó una vez a las ruinas de esa casa que conservaba intactas la puerta principal y una ventana por la cual asomaban a la calle las ramas desesperadas de un árbol. Al trasponer la puerta, el interior derrumbado explicaba la fuga del árbol, su atormentado afán de escapar de aquella desolación. Quedaba una pared muy alta, al fondo, cubierta de grietas y costras amarillas, arañada por enredaderas salvajes. De la pared emergía una viga rota, como un brazo partido, como un oscuro muñón implorante. Celestino se perdió entre los escombros y volvió al rato con un pichón de paloma poncha que había cazado para ella.
Ahora también le traía regalos: doradas naranjas de San Sebastián, un peine que le compró al turco Samuel, gonzalitos en castaño y amarillo, paraulatas en sepia y gris.
—Gracias, Celestino —decía Carmen Rosa, muy seria.
Pero no sonreía cuando él le hablaba, ni cuando la paraulata rompía a cantar sobre el mostrador, y Celestino comprendía una vez más que era mejor no decirle nada porque, al responderle ella que no lo quería, tendría que renunciar a todo, inclusive a la esperanza.
P
ARAPARA DE
O
RTIZ
U
N DÍA
de Santa Rosa apareció Sebastián. No porque las casas se estuvieran cayendo, ni porque la gente hubiera huido o muerto, dejaba de celebrarse en Ortiz el día de Santa Rosa. Cura había, iglesia había, campanas había y también tocadores de cuatro y maracas. Epifanio, el de la bodega, pulsaba aceptablemente el arpa y Pericote cantaba galerones. Se jugaba a los gallos, no en gallera pública sino en el corral de la casa del jefe civil, cuando no en la trastienda enladrillada de la bodega de Epifanio. Y por la tarde salía Santa Rosa en procesión, con treinta mujeres, quince niños y diez hombres, casi todos enfermos, pero salía.
Panchito y Celestino, de liquiliquis almidonados, entraron a la casa de las Villena cuando reverberaba el sol del mediodía. Venían de los gallos, hablando de Sebastián.
—Es un muchacho de Parapara —explicó Panchito a las mujeres— que trajo un zambo muy bonito para pelearlo aquí.
Le soltaron el mejor gallo del lugar, el marañón del coronel Cubillos, con cinco peleas ganadas y de nombre Cunaguaro. Al jefe civil se lo había enviado, como regalo de cumpleaños, desde San Juan de los Morros o desde el propio Maracay, un compadre y paisano suyo. Y había ganado ya, todas por muerte, esas cinco peleas a los gallos más bravos de Ortiz y San Sebastián.
El muchacho de Parapara extrajo su gallo calmosamente de la busaca blanca y dijo sopesándolo:
—¿No habrá en Ortiz un gallo fino para este pollo ordinario?
—¿Con cuánto quiere jugarlo? —retrucó el coronel Cubillos socarronamente.
—Traje diez pesos de Parapara —dijo Sebastián.
—Diez pesos son cuatro lochas.
—Yo también traje cinco pesos —intervino un primo de Sebastián que había venido acompañándolo.
—Bueno —accedió el jefe civil—. Van los quince pesos.
Y dirigiéndose a uno de los dos palúdicos agentes de policía del pueblo:
—Juan de Dios, vaya a buscar a Cunaguaro.
Mientras llegaba Cunaguaro, Sebastián soltó el zambo en el patio. Era un hermoso gallo de pelea. Alta la cabeza desafiante, de duro acero las afiladas espuelas, haz de plumas relucientes la cola altanera. El sol llanero arrancaba destellos de esmalte a los ardientes colores del plumaje.
Trajeron a Cunaguaro, el marañón de asesinos ojos vidriosos. Era un gallo de cría, de genuina raza española, altas las patas y largas las plumas de la cola. Juan de Dios lo cargaba con grandes miramientos, cual si le profesase al gallo tanto respeto y tanto miedo como al jefe civil.
Más que soltarlo, se le salió de las manos a Juan de Dios para hacerle frente al zambo de Sebastián que lo esperaba a pie firme. Se miraron un rato con ojos de candela, engrifadas las gorgueras del cuello, acechando la brecha para la herida. Y fue el zambo el primero en arrojarse al ataque, saltando con embestida de tigre al pecho del marañón, esgrimiendo como lanzas las espuelas en el ventarrón del asalto.
—¡Vamos, mi zambo! —gritó Sebastián.
Cual si lo impulsara el grito familiar, el gallo de Parapara cargó con mayor saña. Esta vez el pico fiero se prendió del buche de Cunaguaro y la espuela del zambo abrió una honda puñalada en el cuello de su adversario. Una sangre oscura y bombollante se extendió sobre el grana vivo del pescuezo.
—¡Vamos, mi zambo, que está mal herido! —volvió a gritar Sebastián.
Era un valiente el marañón del coronel Cubillos. Por el boquete de la herida fluía la sangre como el agua de un caño, y peleaba, sin embargo, con renovada furia, batiendo una y otra vez su pecho contra el pecho del zambo, saltando una y otra vez con las espuelas en ristre. El jefe civil, que lo veía perder sangre y presentía su debilitamiento, miraba el combate silencioso y ceñudo.
Súbitamente el marañón inició una extraña maniobra. Dio la espalda al contrario y comenzó a correr en círculos, simulando que huía. Sebastián comprendió la treta y temió por su gallo que, ya confiado en la victoria, perseguía impetuosamente a Cunaguaro para rematarlo.
—¡Vamos, mi zambo, que está huido! —gritó sin mucha convicción.
Pero sabía muy bien que no estaba huido un gallo tan bizarro como aquel. Aliviado del ahogo detuvo en seco su fuga, dio frente al zambo que lo acosaba desprevenido y le clavó un tajante espolazo en el ojo derecho, vaciándole la cuenca. El gallo de Sebastián se tambaleó con el equilibrio perdido y fue a estrellarse contra la pared del patio.
Un griterío estremeció la gallera improvisada. Los partidarios de Cunaguaro, que ya habían considerado perdida su causa, reaccionaron clamorosamente ante el giro inesperado que tomaba la pelea. Sebastián, pálido y cruzado de brazos, apretaba los dientes con mantenida rigidez.
—Lo mató, coronel —chilló Juan de Dios servilmente.
El jefe civil tardó unos instantes en recuperar el grito, en estallar en actitud agresiva y despiadada:
—¡Vamos, Cunaguaro, que ese pataruco no es pelea pa ti! ¡Acaba con esa mierda, Cunaguaro!
Y volviéndose hacia Sebastián y su primo:
—¡De a catorce doy al marañón! ¡De a catorce doy a mi gallo!
Y, al recordar que Sebastián no tenía sino los diez pesos que ya había apostado, insistió implacable:
—¡Fuertes a bolívar doy! ¡Y si tiene miedo no los apueste!
Sebastián se limitó a mirarlo fijamente. En los ojos de ambos espejeaba, no ya pasión de jugadores, sino odio, el mismo odio que fulguraba en los ojos de los gallos y los obligaba a herirse y a matarse sobre la tierra del patio.
Pero la pelea no había concluido. El zambo de Sebastián, tuerto y sangriento, volvía en busca de Cunaguaro. Y éste lo esperaba en el centro del corro de hombres, ya consciente de su ventaja, dispuesto a asestar el segundo golpe mortal.
—¡Vamos, mi zambo! —gritó fieramente Sebastián, pero ya no mirando a los gallos sino al coronel Cubillos.
—¡De a catorce doy a mi gallo! —insistía el jefe civil.
El zambo, apoyándose en el muro, juntando en un solo impulso todas sus restantes energías desesperadas, se había lanzado cual relámpago de sangre y plumas al pecho del marañón. La cuchillada de la espuela, centuplicada por la velocidad del envión y por el peso del gallo zambo, se hundió en el oído de Cunaguaro, dando con él en tierra, la cola abierta como un abanico roto, el cuello torcido y tembloroso. Después se tendió agarrotado, rígido, muerto.
El clamoreo cesó bruscamente. Sobre el patio, antes sacudido por las voces desenfrenadas, se explayó un silencio macizo. El coronel Cubillos, sudado y descompuesto, dio dos pasos hasta el centro del grupo, recogió el cuerpo muerto de Cunaguaro y, sin pronunciar una palabra, caminó hacia el interior de la casa.
—Recuerde que nos debe quince pesos —dijo Sebastián en voz alta.
El coronel volvió el rostro airado y sombrío, sin responder.
—Que nos debe quince pesos, coronel —repitió Sebastián, sin subir ni bajar el tono.
El jefe civil siguió andando, mudo y hosco. Algunos minutos más tarde, cuando Sebastián restañaba cuidadosamente las heridas del zambo, se le aproximó Juan de Dios con los quince pesos.
—Aquí le manda el coronel Cubillos —dijo.
Pero en la cara inamistosa de Juan de Dios y en la inflexión amenazante de su voz, adivinó exactamente la frase que Cubillos había dicho al entregarle el dinero de la apuesta:
—¡Llévele sus reales a ese carajo!
En la tarde salió la procesión de Santa Rosa. Su recorrido se había reducido con el tiempo al contorno de la plaza. El cortejo desembocaba a la calle por el portal de la iglesia, torcía hacia la derecha, pasaba frente a la casa parroquial, realizaba en la esquina la primera lenta conversión hacia la izquierda y repetía la maniobra en los tres ángulos restantes de la plaza, hasta volver a entrar a la iglesia despertando nubes de incienso, campanillazos de los monaguillos y coros de cándidas canciones.
Las Teresitas del Niño Jesús abrían la marcha, orondas y sonreídas, a tono con su diminuta importancia. Luego iba la imagen de Santa Rosa sobre la blanca tarima enmantelada que cargaban cuatro hombres. Después el padre Pernía y los tres monaguillos, al frente de las Hijas de María. Y a la retaguardia las señoras de la Sociedad del Corazón de Jesús, de andaluzas negras; seis o siete hombres venidos del campo y un tropel de muchachos descalzos y barrigones. De tiempo en tiempo, en la calzada de la iglesia, estallaba un cohete. Un pobre cohete rudimentario, con varilla de rama de mastranto y mecha de cabuya, que a eso habían quedado menoscabados los famosos fuegos artificiales del antiguo Ortiz.
Carmen Rosa y Martica reconocieron a Sebastián a la primera mirada. No podía ser otro sino aquel que estaba en una de las esquinas del trayecto, recostado a la baranda de la plaza, en compañía de Celestino, Panchito y otro personaje, seguramente el primo que vino con él desde Parapara. Al pasar frente a ellos la imagen de Santa Rosa, ése, que no podía ser sino Sebastián, se descubrió para saludar a la patrona de Ortiz. Era un mocetón no muy alto, pero de sólidos hombros fornidos. Al quitarse el ancho sombrero de pelo de guama, un mechón rebelde y negro le ensombreció la frente. Vestía de blanco, como sus tres acompañantes, pero una mancha roja resaltaba en la manga derecha del saco. «Sangre del gallo zambo», pensó Carmen Rosa.
Las Hijas de María, con las hermanas Villena a la vanguardia, cantaban cuando pasaron frente a ellos. El padre Pernía, sordo para la música y mudo para el canto, se había visto obligado a requerir la ayuda de la señorita Berenice. La maestra de escuela organizó en cinco ensayos aquel humilde coro pueblerino. En cuanto al señor Cartaya, más ateo mientras más viejo, se negó de plano a colaborar en tales «supercherías».
¡Gloria a Cristo Jesús!
¡Cielos y tierra
Bendecid al Señor!
La procesión cruzó su último trecho bajo la sombra que los samanes de la plaza volcaban sobre la calle. Los cuatro jóvenes se habían situado ahora junto al portal de la iglesia. Esta vez Carmen Rosa pasó muy cerca de Sebastián, casi rozando su rebozo blanco con la mancha roja de la manga. Cantaban de nuevo:
¡Honor y gloria a Ti,
Dios de la Gloria!
¡Amor por siempre a Ti,
Dios del amor!
Regresaba Santa Rosa a su altar. Estallaron entonces, con breves intervalos, los tres postreros cohetes rudimentarios; rompieron a tocar las campanas; la señorita Berenice hizo vibrar la voz gangosa del viejo órgano. El padre Pernía, de sobrepelliz remendada, impartió desde el altar mayor la bendición a su grey entre los campanillazos frenéticos del primer monaguillo, los amenes apresurados del segundo y la polvareda de incienso del tercero.
Finalmente salieron las hermanas de la iglesia. La tarde comenzaba a oscurecer y los faroles de carburo habían sido encendidos prematuramente en honor a Santa Rosa. De la bodega de Epifanio llegaba el rasgueo del cuatro, el agua clara del arpa y la voz sabanera de Pericote:
Crespo salió a perseguirlo
con muchísima ambición.
Pensando que era melao
se le volvió papelón.
Se le volvió papelón,
y en el pueblo de Acarigua
ahí fue el primer encontrón,
ahí fue donde el Mocho dijo:
—
Come arepa y chicharrón.Come arepa y chicharrón
y salieron pa Cojedes
gobierno y revolución...
Al pie del farol de la esquina estaba el grupo esperándolas. Panchito se adelantó a hacer las presentaciones.
—Quiero que conozcan a estos dos amigos de Parapara —dijo.
Las muchachas y los forasteros pronunciaron sus nombres en forma poco inteligible al estrecharse las manos. Pero Carmen Rosa y Sebastián chocaron inmediatamente.
—¿Usted es de Parapara de Ortiz? —preguntó ella.
—No hay Parapara de Ortiz —respondió él secamente—. Hay Parapara de Parapara.
Era una reminiscencia de la antigua rivalidad entre ambos pueblos, un decir jactancioso de cuando Ortiz tendía su manto protector sobre las poblaciones vecinas.
Panchito, con ánimo de apagar la escaramuza, habló nuevamente de la riña de gallos, del hazañoso triunfo del zambo, del berrinche del coronel Cubillos.
—Odio las peleas de gallo —dijo Carmen Rosa y volvió a chocar con Sebastián.
—¿Por qué? —preguntó éste.
—Porque son una salvajada, un crimen contra esos pobres animales.