Casas muertas (13 page)

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Authors: Miguel Otero Silva

Tags: #Narrativa Latinoamericana

BOOK: Casas muertas
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El rucio atravesaba una breve y escuálida selva de árboles ariscos y Sebastián aminoró el paso de la cabalgadura para disfrutar algunos minutos de desflecada sombra. El sudor de la franela se había secado lentamente. El hombre se despojó del sombrero para recibir un aliento de brisa cálida que apenas movía las hojas de los cujíes.

Más allá, después del talud arenoso, después del rimero de pascuas moradas, después del araguaney florecido, estaba Ortiz, estaba Carmen Rosa esperándolo.

Pero Sebastián ya no era el mismo que echó pierna al rucio en Parapara. Le dolía en punzada la cintura, como después de haber realizado un esfuerzo físico superior a su resistencia. Violentos escalofríos le sacudían las vértebras.

Descendió en el caserón de Cartaya, metiendo el caballo por el zaguán hasta el patio, quitándose el sombrero para no tropezar con las vigas del corredor, y contrajo el gesto en una mueca dolorosa al caer en tierra. Sentía una daga de afilada piedra clavada en los riñones.

—Vengo con calentura —dijo a Cartaya—. Avísele a Carmen Rosa y déme quinina.

Advertía el subir de la fiebre en sus venas, el desbocarse del pulso, el secarse de los labios. Los huesos del cráneo le pesaban como lingotes.

—Métete en el chinchorro y arrópate bien que el frío que se te viene encima no es para gente— le aconsejó el viejo Cartaya.

Se tendió en el chinchorro y se dispuso estoicamente a recibir la acometida del acceso palúdico. Pero la quinina, lejos de mejorarlo como en anteriores ocasiones, agravó sus males. Se le descuadernaba la quijada en el castañeteo de los dientes. El dolor de la cabeza remontaba en una escala enloquecedora. Sebastián se arqueó al borde del chinchorro y se volcó en un vómito amargo y turbio. Tenía el rostro amarillo como el corazón del huevo, como las flores silvestres de la sabana.

El señor Cartaya acudió de nuevo a su lado.

—Pásate al catre, muchacho— dijo.

Y, mientras lo ayudaba penosamente a trasladarse, el viejo estaba pálido de espanto.

33

Cuando llegó Carmen Rosa, ya no sólo Cartaya sino también el propio Sebastián sabían cabalmente de qué se trataba. No les quedó a ninguno de los dos la menor duda cuando el enfermo virtió en el peltre blanco de la bacinilla un líquido rosado, color de la pulpa del cundeamor, color de la carne del novillo. Sebastián se quedó mirando fijamente la orina rosa y exclamó con atónito, atormentado acento:

—¡Hematuria!

Luego el rosado de las aguas se fue volviendo cereza, el cereza encarnado, el encarnado lacre, el lacre escarlata, la escarlata carmesí, el carmesí bermellón, el bermellón ladrillo, el ladrillo granate, el granate púrpura.

Carmen Rosa surgió en el boquete de la puerta y corrió desolada hasta la orilla del catre.

—¿Qué te pasa, mi amor?

—Es la hematuria —respondió Sebastián calmosamente—. O se aclara la orina o se tranca la orina. Y si se tranca la orina, te quedaste sin novio.

Aquello fue la primera tarde. Sebastián habló largo rato, con una mano de Carmen Rosa entre las suyas, y le dijo que después de meditarlo mucho en su casa solitaria de Parapara había resuelto casarse para la Navidad, que le traía esa sorpresa. Pero ahora estaba ahí, tendido con la hematuria, y se hacía más oscura la orina, más insufrible el malestar, más estallante la cabeza.

—Nos íbamos a casar en diciembre y te iba a vestir de reina como en los cuentos, a llevarte cargada en mis brazos como una ternerita y a meterte las manos en la blusa como aquella noche que tú no quisiste, al pie del cotoperí.

—Nos vamos a casar en diciembre —replicó Carmen Rosa subrayando las palabras—. Tú te levantarás muy pronto de ese catre y yo me dejaré meter la mano en la blusa cuando tú quieras.

Pero Sebastián repetía con despiadada convicción:

—Si se aclara la orina me levanto. Pero si se tranca la orina, te quedas sin novio.

Después subió la fiebre y Sebastián se adormeció, semicerrados los pesados párpados sobre las córneas enrojecidas. Carmen Rosa sacudió en rebeldía la cabeza, a punto de ser vencida en su lucha porfiada contra el llanto. Había sentido en la mejilla el hilillo caliente de una lágrima, la sal de otra lágrima en la boca.

Al anochecer entró el padre Pernía, portador de una lámpara de largo tubo y abombado vientre cristalino que Carmen Rosa había visto encendida muchas veces en el altar de la Virgen del Carmen. El cura la colocó sobre la mesa, alargó la mecha hasta convertir en lengua de luz la pequeña gota amarilla que traía y vino a sentarse, silencioso y hosco, junto a la mujer en pena.

La fiebre seguía subiendo, aflorando en lampos colorados sobre la frente y sobre los pómulos de Sebastián. La lengua densa comenzó a modular incoherencias entre los labios resecos:

—Pásame mi escopeta que lo voy a matar. Ése es el tigre de la pinta menudita que se come los perros y espanta a los cazadores. Dénme mi escopeta.

Sebastián andaba por una selva de árboles torcidos, abriéndose paso entre bejucos espinosos que se movían como culebras, chapoteando en aguas verdes de malignos reflejos violáceos. Olfateaba el olor, escuchaba el rugido, vislumbraba en la espesura la silueta del tigre de la pinta menudita.

—Dénme la escopeta ligero que lo tengo muy cerca, que se viene acercando más que se está agachando para saltar.

Pero no era solamente el tigre de la pinta menudita. Bajo sus pies, estremeciendo las aguas verdosas, eran caimanes los que creyó troncos de árboles y tenían ojos y lenguas de culebra los bejucos que se movían como culebras. Los árboles todos se tambaleaban amenazantes como descomunales bestias verdes y apenas el brillo de un lucero, parpadeando en un cielo infinitamente lejano, lo protegía de tan espantables enemigos. Era la mano de Carmen Rosa, el beso de Carmen Rosa sobre su frente calcinada.

Retornó del delirio y permaneció largo rato jadeante por el esfuerzo, sudoroso por la fatiga. Mas la fiebre seguía quemándole la sangre y de nuevo se oyó su voz extraviada:

—No toques el arpa, Epifanio, que me duele la cabeza. Cuéntame cómo es aquello, Epifanio, pero sin levantar la voz.

Ahora andaba por el mundo de los muertos y conversaba con Epifanio, el de la bodega. El mundo de los muertos era una sabana gris, un horizonte yermo, un espacio sin luz ni sombra, por donde caminaba Epifanio con el arpa a cuestas como un espacio sin luz ni sombra, por donde caminaba Epifanio con el arpa a cuestas como un Nazareno.

—Mejor es que toques el arpa. Epifanio, para que no te pese tanto. Y cuéntame por qué te han dejado solo.

Pero no estaba solo Epifanio. De la corteza gris de la llanura surgían, como el cogollo del maíz, cabezas pálidas, cuerpos enclenques, manos de esperma, piernas llagadas, pies hinchados de niguas. Los que había matado la perniciosa en Ortiz y en Parapara, los soldados asesinados en el presidio, don Casimiro Villena e infinidad de muertos desconocidos transformaban el peladero en tupido morichal y gritaban palabras que Sebastián no lograba entender.

—Hablen más fuerte que no oigo, que no sé lo que dicen, que necesito saber lo que dicen, que me voy a morir como ustedes si no comprendo lo que dicen.

Y así un día y otro día, una noche y otra noche. Sebastián se contorsionaba en amargos vómitos cetrinos, contemplaba con aterrado fatalismo la mancha cada vez más sombría sobre el peltre de la bacinilla, sonreía cuando Carmen Rosa estaba presente para que ella no le adivinara el frío que le entumía el alma, caía en la atmósfera algodonosa del sopor, crepitaba en la fogata de la fiebre, se escapaba a la región alucinada del delirio.

—¡Adentro, muchachos! ¡Viva la libertad! ¡Viva Sebastián Acosta, el León de Parapara!

A su lado peleaban hombres de todos los rincones del Llano, montados en caballos de todas las pintas, empuñando todas las armas de la tierra. Su compadre Feliciano mandaba un escuadrón de lanceros que embestía contra las trincheras del gobierno y reculaba un instante, con las lanzas floreadas de sangre enemiga, para volver a embestir en ventarrón de polvo, sudor y gritos.

—¡Abajo Gómez, muchachos! ¡Viva la revolución! ¡Que toque la cometa! ¡Que toque paso de vencedores! ¡Que Sebastián Acosta está entrando en La Villa!

En las calles de La Villa era preciso hacer saltar los caballos para no pisar los cadáveres uniformados. Aquel de bruces sobre la acera, con un tiro feo en la nuca y un caño de sangre oscura que borboteaba como un manantial, era el coronel Cubillos.

El púrpura de la orina se fue tornando en vino, el vino en castaño, el castaño en pardo, el pardo en marrón, el marrón en café tinto, el café tinto en málaga, el málaga en negro.

34

Al cuarto día se negó la orina. La mirada anhelante buscaba vanamente en el peltre blanco un rastro de cualquier color. Los ojos acerados del padre Pernía, las pupilas cansadas del señor Cartaya, también se aferraban al círculo blanco donde estaba escrita una sentencia inapelable. Sebastián lo comprendía perfectamente. Así se había extinguido su compadre Eleuterio, en Parapara, seis meses antes.

Después que se secaba el manadero negro, sólo restaba acostarse de espaldas y esperar la muerte mirando las vigas del techo.

Cartaya y Pernía enmudecían impotentes. Darle quinina era agravarlo, ya lo sabían. La señorita Berenice trajo una jarra de cocimiento de guamacho. El curandero recetó riñón de cochino disuelto en agua caliente. Pero la orina no volvió. Las pupilas envenenadas de Sebastián se habían reducido a un punto negro, diminuto y fijo, como los ojos de los canarios.

Se estaba muriendo, sí, pasó dos días con sus noches muriéndose, pero no perdía la conciencia del trance, no dejaba de ser Sebastián Acosta sino cuando escapaba hacia la bruma enloquecida del delirio. Por el contrario, calculaba los pasos de la muerte con una precisión despiadada. Ya estaba en las calles de Ortiz esperándolo. Vino en su busca desde los túmulos abandonados del viejo cementerio. Estaría sentada ahora en los bancos de la plaza, soportando por culpa suya el arañazo del sol en los huesos desnudos. Del campanario de la iglesia volaría espantada una lechuza de cara chata. El próximo domingo, quizá el lunes, sería su entierro. Carmen Rosa lo lloraría mucho tiempo y cortaría cayenas y flores de capacho para su tumba.

—Yo no me quiero morir a los veinticinco años ¡carajo!

Estaba solo con el padre Pernía y dirigía a él las palabras destempladas, desafiantes, como si el cura tuviese la culpa de cuanto estaba sucediendo. Pero el padre Pernía respondió humildemente, con los ojos aguados:

—Tienes razón, hijo, tienes razón.

El moribundo cerraba los ojos y veía mosquitos brillantes titilando sobre un diminuto cielo oscuro. Y no vio nada más. Se desplomó en una larga postración insondable, obnubilado, casi ciego. Apenas las manos se movían, esbozaban gestos, se abrían en una diástole temblorosa.

De esas manos no separó Carmen Rosa la mirada en las últimas horas. En ellas se había refugiado la vida de Sebastián como en un reducto postrero, como en un empeño desesperado por no apagarse. ¿Y si esa pequeña vida triunfaba en batalla desigual y heroica, reconquistaba el cuerpo vencido, echaba a andar de nuevo el recio corazón y devolvía la luz a los valientes ojos negros?

—Ya está agarrando las sábanas —dijo desconsoladamente a su espalda la señorita Berenice.

Las manos de Sebastián, cual las de un ciego, tanteaban temblequeantes los bordes de la sábana, tamborileaban con dos dedos sobre la costura blanca. Después de aquello, bien lo sabía la señorita Berenice, se escucharía el áspero estertor de la muerte.

El padre Pernía bendijo el cadáver y le cubrió la faz amarilla. Carmen Rosa rompió a llorar sin trabas, refugiada la frente entre las manos, curvada sobre la mesa donde la lámpara de la Virgen del Carmen consumía sus últimas gotas de querosén. Así se mantuvo horas enteras, estremecida por los sollozos, sin mirar a la gente que entraba y salía del aposento, a merced de la fluencia de las lágrimas tanto tiempo cautivas.

Sólo levantó el rostro cuando en la torre de la iglesia comenzaron a doblar las campanas.

Capítulo XII

C
ASAS MUERTAS

35

P
OR LA FRENTE
de Carmen Rosa, como por el caudal del Paya cuando los aguaceros lo transformaban en torrentoso rugido de linfa y pantano, surcaban gabarras fugitivas: rostros y palabras, sonidos y aromas, tiernas ramas tronchadas, el perfil indeleble de Sebastián. Ortiz había sido la capital del Guárico, la rosa de los Llanos, con hermosas casas enteras de dos pisos y fuegos artificiales que se desgajaban en estrellas verdes y rojas sobre la procesión de Santa Rosa. Su padre, don Casimiro Villena, la llevaba de la mano a ver bailar a Maruka, una osa triste que saltaba torpemente al son de la pandereta de un italiano vagabundo. Estaba sentada en un banco de la escuela de la señorita Berenice y oía cantar a un arrendajo entre las hojas del guayabo y a la maestra, pálida flor de tiza, decir: «Bolívar se casó, antes de cumplir 18 años, con María Teresa Rodríguez del Toro». Cuatro hombres zafios, de pantalones arremangados hasta la rodilla, hediondos a aguardiente, arrancaban las puertas de una desvalida casa sin dueño y dejaban apenas un boquete por donde se miraban desde la calle los verdes del patio abandonado. A la sombra de los airosos túmulos blancos del viejo cementerio lloraba Martica cuando le mostraron una calavera. El arcángel de la espada llameante se escapaba del Purgatorio para besarla en la boca mientras dormía. No, no era el arcángel, era Sebastián quien la besaba al pie del cotoperí, quien la apretaba contra su pecho, quien le ponía a latir el corazón locamente, como el corazón de los conejos. Por las calles desoladas de Ortiz pasaban, en un autobús amarillento, dieciséis estudiantes presos. Sebastián estaba ahí, con el mechón sobre la frente, ofreciendo a un estudiante negro su sombrero pelo de guama y diciendo: «Hay que hacer algo». Llovía de día y de noche sobre las ruinas, sobre los techos carcomidos y se desplomaban las paredes en el fango. Sebastián estaba de nuevo ahí, tendido en la cama del señor Cartaya, esculpido en la piedra más fría, dibujado en amarillo y silencio, en amarillo y muerte...

De vuelta del entierro de Sebastián, refugiada en el corredor de ladrillos, Carmen Rosa miraba entre lágrimas hacia las matas del patio, escuchaba trajinar a doña Carmelita en la tienda, advertía imprecisamente la presencia de Olegario que venía desde el río con el burro y murmuraba con el sombrero entre las manos:

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