—Buenas tardes, niña Carmen Rosa. La acompaño en su sentimiento.
Sonaron las campanas del atardecer y madre e hija recitaron la oración del ángelus. Bajaban bandadas de sombra a posarse sobre la armazón rota de la casa vecina. Doña Carmelita volvió a la tienda en busca de una lámpara. Olegario permanecía parado junto al pretil, borrándose lentamente en el flujo de penumbra, con el sombrero de cogollo entre las manos.
—Este pueblo se nos va a caer encima, Olegario —dijo Carmen Rosa tras el largo silencio.
—Sí, niña —respondió Olegario—. Se nos va a caer encima.
—Aunque ya no queda gente a quien caerle encima, Olegario. Si se murió Sebastián que era el más fuerte, ¿qué nos espera a nosotros, a ti, a mí, a los cuatro fantasmas que andan todavía por la calle?
—Sí, niña. Nos vamos a morir todos.
—Y cuando se acaba un pueblo, Olegario, ¿no nace otro distinto, en otra parte? Así pasa con la gente, con los animales, con las matas.
—Y también con los pueblos, niña. He oído decir a los camioneros que, mientras Ortiz se acaba, mientras Parapara se acaba, en otros sitios están fundando pueblos.
—¿En dónde?
—Yo no sé, niña. Pero he visto pasar gente en camiones. Dicen que hay petróleo en Oriente, que al lado del petróleo nacen caseríos.
—¿Y a ti nunca se te ha ocurrido irte con ellos, salir huyendo de estas ruinas, ayudar a fundar un pueblo?
—¿Para qué, niña? Ya yo estoy viejo. Además, no me puedo separar de ustedes. Don Casimiro, que en paz descanse, no me dijo nada antes de morirse porque se había quedado sin luz en la cabeza. Pero si hubiera podido decirme algo, me habría dicho eso, yo estoy seguro, niña, que no las dejara solas...
—¿Y cómo se funda un pueblo, Olegario?
—Yo qué sé, niña. .
—Debe ser maravilloso, Olegario. Ir levantando la casa con las propias manos en medio de una sabana donde solamente hay tres casas más, que mañana serán cinco, pasado mañana diez y después un pueblo entero. Mucho más maravilloso que sembrar las matas de un jardín.
—Sí, niña, así debe ser.
—No como esto, Olegario, de ver caerse todo. Cada día una casa menos, un techo más en el suelo. ¿Queda muy lejos el petróleo, Olegario?
—Yo no sé, niña. Es más allá de Valle de la Pascua, más allá de Tucupido, más allá de Zaraza. En Anzoátegui, en Monagas, qué sé yo...
—¿Y cómo es la gente que pasa en los camiones?
—De todas clases, niña. Van conuqueros que se quedaron sin conuco y hombres con grasa de mecánicos. Pero pasan también otros con caras de bandoleros y a veces mujeres...
—¿Mujeres?
—Sí, niña, pero mujeres malas, pintadas como disfraces, diciendo malas palabras y cantando canciones sucias.
—Todas las mujeres que pasan son mujeres malas?
—¡Qué sé yo, niña! Al menos las que yo he visto.
—A mí me gustaría ir a fundar un pueblo de esos.
—¿Usted, niña? ¡Ave María Purísima!
—¿Y por qué no, Olegario? ¿Te parece mejor quedarnos aquí, a esperar que el techo nos caiga encima, que nos nazca una llaga horrible en una pierna, que nos lleve la perniciosa?
—Pero es que usted no sabe lo que está diciendo, niña. Aquello es para hombres bragados y mujeres malas.
—Mentira, Olegario. Aquello es también para la gente que no se quiere morir. ¿Tú te irías con nosotras?
—Tranquilícese, niña. Usted no sabe lo que está diciendo. Lleva una semana sin dormir, una semana llorando, no sabe lo que está diciendo...
—Tú te irías con nosotras, Olegario?
—Yo me iría con ustedes aunque ustedes no me quisieran llevar. Pero eso no pasará, niña. Entre la gente de los camiones van también ladrones y criminales. ¡Figúrese usted!
Regresó doña Carmelita, añadida a la luz triste de la lámpara. Carmen Rosa había hablado demasiado después de tantas horas de llanto silencioso. Olegario se movió en la sombra, preocupado. Dejó caer con fuerza la mano abierta sobre el anca del burro. El animal sorprendido dio un salto hacia lo más oscuro del patio.
—¡Arre, burro! —gritó Olegario.
Y ya esfumados, hombre y jumento, tras de las ramas de los árboles, entre los pliegues de la noche recién nacida, se oyó de nuevo la voz:
—Buenas noches, doña Carmelita.
—Buenas noches, niña Carmen Rosa.
Las dos mujeres no respondieron. Desde las ramas del tamarindo chilló un murciélago y doña Carmelita se hizo en la frente la señal de la cruz.
Carmen Rosa se asomó muchas veces a la puerta de la escuela para verlos pasar. Iban en automóviles andrajosos, inverosímiles, de capotas cruzadas por costurones mal zurcidos o en camiones enclenques, despatarrados, con una rueda a punto de salirse del eje, una rueda que bailoteaba grotescamente al andar. Atravesaban aquel pueblo derrumbado, hablando a gritos, cantando retazos de canciones tabernarias, escupiendo salivazos oscuros de nicotina. Eran hombres de todas las vetas venezolanas, mulatos y negros, indios y blancos, en franela o con el tórax desnudo, defendiéndose del sol con sombreros de cogollo o con pañuelos de colorines anudados en las cuatro puntas. No saludaban nunca a aquella linda muchacha enlutada que los veía pasar desde la puerta de una escuela sin niños y cuyo dolor, cuando la miraban, imponía más respeto que las mismas casas muertas de aquella ciudad desintegrada.
Venían de las más diversas regiones, de las aldeas andinas, de las haciendas de Carabobo y Aragua, de los arrabales de Caracas, de los pueblos pesqueros del litoral. Los había campesinos y obreros, vagos y tahúres, comerciantes en baratijas, jugadores de dados, oficinistas hartos del escritorio, muchachos tímidos, rostros con cicatrices, un negro tocando una guitarra. También chinos cocineros, norteamericanos enrojecidos por el sol y la cerveza, cubanos de bigotitos meticulosamente diseñados, colombianos de inquietante mirada melancólica. Todos iban en busca del petróleo que había aparecido en Oriente, sangre pujante y negra que manaba de las sabanas, mucho más allá de aquellos pueblos en escombros que ahora cruzaban, de aquel ganado flaco, de aquellas siembras miserables. El petróleo era estridencia de máquinas, comida de potes, dinero, aguardiente, otra cosa. A unos los movía la esperanza, a otros la codicia, a los más la necesidad.
Carmen Rosa no estaba dispuesta a derrumbarse con las últimas casas de Ortiz. Tras meditarlo largamente, se lo dijo a doña Carmelita una mañana:
—Nos vamos a Oriente, mamá.
La madre la miró con dilatados ojos de asombro. Doña Carmelita era incapaz de decidir nada por sí misma. Había entregado el timón de su voluntad, junto con el timón de la casa y de la tienda, a Carmen Rosa. Aquel «Nos vamos a Oriente», ya reflexionado, ya acordado por su hija, la llenó de sorpresa, de desasosiego, de intenso miedo. Se atrevió a musitar suplicantes palabras de protesta:
—¿Qué vamos a hacer nosotros en Oriente, hija? Aquí nacimos y aquí moriremos como tu padre, como Sebastián, como todos. Somos dos pobres mujeres infelices, solas, resignadas...
—Resignadas no, mamá. Yo todavía no estoy resignada.
Doña Carmelita comprendía la ineficacia de su disconformidad. Si Carmen Rosa había resuelto que se irían a Oriente, así habría de suceder. Sin embargo, intentó hacer resistencia, no por sí misma, sino buscando aliados. Los encontró m el padre Pernía y en la señorita Berenice. El cura estaba en desacuerdo, no con el viaje en sí, no con la huida, sino con el azaroso rumbo que Carmen Rosa habla elegido.
—Está bien que te vayas, muchacha, antes de ver morir a los cuatro gatos que aquí quedamos. Pero, ¿por qué vas a escoger misión de aventurera? Vete a La Villa, a Cagua, a Caracas, donde viven familias decentes como la tuya, señoritas honradas y creyentes como tú.
—Es que yo no tengo un centavo, padre, sino los cuatro peroles de la tienda. ¿Quiere que me coloque de sirvienta en una casa de familia decente? ¿Que sirva a la mesa, que lave los pisos, que tienda las camas?
No era eso. El padre Pernía y ella misma sabían que estaban empleando argumentos postizos. Ambos comprendían que justamente la aventura, el riesgo, el bullir de las oscuras burbujas de petróleo, el chirrido de las cabrias, los gritos de los albañiles, atraían a una mujer hastiada de regar matas y de cuidar enfermos que inevitablemente se morían.
—Yo no entiendo esa locura tuya —decía al borde del llanto la señorita Berenice—. Una muchacha inteligente como tú, bonita como tú, buena como tú, ¿qué va a buscar en ese laberinto de hombres medio desnudos gritando malas palabras, de mujeres perdidas bebiendo aguardiente? Quédate conmigo en la escuela dando clases...
—¿Dándole clases a quién, señorita Berenice? ¿Quiere que le cuente con los dedos los niños de este pueblo? Cuatro muchachos barrigones, cuatro muchachos con llagas, cuatro muchachos descalzos, cuatro muchachos enfermos. Es todo lo que nos queda...
El señor Cartaya no participaba en el coro de las reconvenciones. Por el contrario, cuando se hallaba a solas con Carmen Rosa, le daba la razón:
—Vete, hija, a los campos petroleros, a la selva, a la Sierra Nevada de Mérida, a la séptima paila del infierno, pero no te quedes aquí de sepulturera que ese no es oficio para ti. No importa que en ese lugar donde tú quieres irte los hombres digan malas palabras, que delante de ti no las dirán. Ni que haya mujeres perdidas, que dejarán de serlo cuando tú las estés mirando.
Carmen Rosa sonrió. No había vuelto a sonreír desde aquella tarde desventurada, cuando supo que Sebastián iba a morir. Y ahora, al escuchar las palabras de Cartaya, Sebastián había muerto, ¡quién lo creyera!, hacía ocho semanas, diez semanas tal vez.
Olegario bajaba trastos y víveres de los estantes, los extendía sobre el mostrador o sobre los ladrillos del piso. El señor Cartaya examinaba las cosas, las señalaba con el índice al contarlas en voz alta y luego dictaba el resultado a Carmen Rosa que escribía en un viejo cuaderno. Era un cuaderno de cuando ella asistía a la escuela, aparecido inesperadamente en un baúl, en cuyas páginas se leían frases animadas por una candorosa fragancia de evocaciones: «Paseábase un día una zorra a lo largo de un camino cuando halló en el suelo una careta de hombre». Y en otro sitio: «El conjunto de huesos que forma la armadura de nuestro cuerpo se llama esqueleto». Carmen Rosa no se atrevió a arrancar aquellas hojas sino que las dobló cuidadosamente y comenzó a escribir, con la letra garbosa heredada de la señorita Berenice, en la página donde los oxidados ganchos de metal señalaban el nacimiento de la segunda mitad del cuaderno.
Estaban realizando un inventario de «La Espuela de Plata» y el señor Cartaya llevaba la voz cantante en el pobre recuento:
—Dos piezas de zaraza floreada —dictaba.
—Diez panelas de jabón amarillo.
—Tres pares de alpargatas negras número cinco. Cuatro pares número cuatro. Un par número seis... Y sobra una alpargata sola, como para vendérsela a un mocho.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete sombreros de cogollo.
—Una docena de franelas y tres franelas más.
—Dos chinchorros.
—Aquí hay una caja de velas por la mitad. Quedan todavía, déjame ver, ocho, nueve paquetes.
—¿Y eso qué es? ¡Ah, sí, cinta! Apunta: dos rollos de cinta, uno rosado y otro verde.
Llegaron al tramo más bajo del estante, donde estaban las bebidas al alcance de la mano del dependiente, al nivel de la frente de los bebedores. El señor Cartaya contaba y enumeraba: «Cuatro botellas de ron, seis de anisado, tres de cocuy». Y los frascos bocones multicolores: «Un frasco de torco, otro de yerbabuena por la mitad, otro de malojillo, otro de ponsigué».
Todo quedó asentado en el cuaderno de Carmen Rosa: las gaseosas de metra atravesada en el cuello de la botella, las ristras de ajo que enguirnaldaban las vigas del techo, las palanganas de diversos tamaños, el querosén y el carburo. No era la misma «Espuela de Plata», floreciente y surtida que fundó don Casimiro, pero algo restaba entre las escorias de la antigua bonanza. Inclusive artículos ya sin demanda: un corset de mujer, tres frascos de un desacreditado depurativo para la sangre, estampitas del olvidado Cristo de Limpias.
El inventario fue interrumpido por la llegada de un hombre con un envoltorio en la mano. Era Pascual, el carpintero, a quien Carmen Rosa no veía desde el día del entierro de Sebastián. Había envejecido ostensiblemente en tan corto tiempo.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
Pero Pascual no venía a comprar nada, sino a vender seis huevos de gallina que traía envueltos en un pañuelo blanco.
—Le dejo los seis por un real, niña Carmen Rosa —dijo con voz lastimera.
Carmen Rosa no los necesitaba. Por el contrario, en la tienda había huevos, puestos por las gallinas de la casa, y nadie acudía a comprarlos. No obstante, trascendía tal imploración de la voz y los ademanes del hombre, que respondió:
—Está bien, déjalos.
Recibió los huevos y pagó lo que Pascual le pedía.
Pero éste no se marchó. Tomó la moneda entre las manos, la miró unos segundos fijamente y luego dijo:
—Ahora déme un real de quinina, niña...
Olegario hizo un viaje a San Juan de los Morros, con el propósito de vender el burro, las gallinas y la casa, y de contratar un camión que los transportara a Oriente con los cachivaches de la tienda. Vendió el burro y las gallinas, sí, pero por la casa nadie ofreció un centavo. «La mejor casa de Ortiz —decía— en todo el centro del pueblo, con cuartos grandes, un patio lleno de flores, se le vende por lo que usted diga.» Pero ninguno dijo nada. Apenas: «¿Comprar una casa en Ortiz? ¿Usted cree que yo estoy loco?» Los altos techos, los espaciosos corredores de ladrillo, las arrogantes ventanas, con torneados barrotes de madera, las habitaciones resonantes y profundas, el jardín apretado de verdes y salpicado de flores, el anchuroso zaguán de lajas pulidas donde huesitos de ganado dibujaban las iniciales del constructor, todo aquello no valía un centavo si estaba plantado en Ortiz porque estar en Ortiz significaba sentencia de derrumbamiento. Carmen Rosa escuchó sin inmutarse el acongojado relato de Olegario y se limitó a decir a la señorita Berenice:
—Quédese usted con la casa. Así tendrá más espacio para la escuela.
Y luego, comprendiendo que ya la escuela deshabitada no necesitaba espacio:
—La casa no vale nada, señorita Berenice. Pero me causa dolor abandonar las matas del patio para que se las trague el monte, para que las tumbe el viento. Solamente usted me las puede salvar.