Camino de El Sombrero, en automóviles de alquiler o en camiones de carga, pasaban con frecuencia mujeres que venían desde Valencia, desde Caracas, desde más lejos. Entre Ortiz y El Sombrero se extendía una sabana que la señorita Berenice designaba con un nombre bíblico: El valle de las lágrimas. Así le decía porque esas mujeres que la cruzaban, madres, hermanas, esposas o queridas de los presos, iban llorando con una tenue lucecita de esperanza en el cristal de las lágrimas y volvían llorando lágrimas opacas y oscuro desaliento.
Carmen Rosa las veta desfilar desde la puerta de la escuela de la señorita Berenice. Casi siempre eran mujeres de pueblo —¡cuántos sacrificios, cuánta hambre, cuántos portazos despectivos para lograr reunir el dinero que costaba aquel largo viaje!—, envueltas en pañolones de tela burda, secándose las lágrimas con humildes pañuelos de algodón. Emprendían la dura jornada «a ver si lograban verlo», «a preguntar si todavía estaba vivo». Y volvían sin haberlo visto y sin haber obtenido respuesta a sus preguntas.
Raras veces se detenían en aquel pueblo desierto y doloroso. Pero aquella vez lo hizo un automóvil canijo, un viejo Ford destartalado manejado por un hombre rubio de ojos azules y agudo perfil. Lo acompañaban dos mujeres, madre e hija, casi tan blancas como la señorita Berenice.
El vehículo apareció en la calle real de Ortiz humeando por la tapa del radiador, acezante como un perro enfermo, tambaleante como una mula despeada. Y se detuvo a saltitos, entre ruidos de cacharros rotos, frente a la puerta de la escuela, la única puerta abierta en aquella hora del sol, y frente a Carmen Rosa, el único habitante visible en aquella soledad.
—¿Me puede hacer el favor de regalarme una lata de agua? —dijo el conductor.
—Con mucho gusto —respondió Carmen Rosa.
Entró a buscar el agua. El joven la siguió hasta el interior de la escuela con el propósito de echarse al hombro la lata. Cuando regresaron, las dos mujeres habían descendido del automóvil y se hallaban paradas en mitad de la calle, contemplando en silencio las casas derruidas.
—Si quieren descansar un rato, pueden entrar a la casa —dijo la señorita Berenice que se había reunido al grupo.
Entraron. La madre era una mujer de pelo entrecano y hablar pausado, de rasgos que denunciaban hondos sufrimientos, de mirada serenada por una quieta resignación. La hija era una espiga luminosa, una altanera venadita rubia, una hermosa muchacha con algo de lucero. Nunca vieron antes belleza igual la señorita Berenice ni Carmen Rosa. Al mirar, se llenaba de azul el patio. Al sonreír, se desvanecían los trazos aristocráticos del perfil, borrados por una dulce sencillez de maíz tierno.
—¿Van para El Sombrero? —preguntó la señorita Berenice.
—Vamos hasta donde podamos —respondió la madre—. Mi hijo es estudiante y está preso en Palenque, en la China. Vamos a ver si logramos verlo, a preguntar si todavía está vivo.
«A ver si logramos verlos», «a preguntar si todavía está vivo», las mismas palabras que estremecían la voz de todas las mujeres que por ahí pasaban rumbo al Llano. Ahora no las decía una viejecita color tabaco, de pañolón negro, sino esta señora de airosos modales tristes. Pero eran las mismas palabras.
Después habló la joven. Tal vez elevaba demasiado el tono pero era tan de plata el metal, tan de cristal las inflexiones, que nadie podía escapar del hechizo de aquella voz. No se lamentaba de la amarga suerte de su hermano engrillado en Palenque, ni de la ausencia de su novio preso en el Castillo, sino mencionaba sus nombres con orgullosa ternura:
—Mi hermano dejó un canario en la casa y hay que ver con qué rabiosa alegría canta todas las mañanas. Parece que él también se siente satisfecho de que su dueño saliera a dar la cara por Venezuela.
No tenían miedo la madre ni la hija. Decían en alta voz las cosas que nadie osaba decir en alta voz en Ortiz, ni en ningún otro sitio poblado del país. Ejercían abiertamente su derecho a acusar que les otorgaba su condición de madre de preso, de hermana de preso.
Permanecieron varios minutos en el corredor donde funcionaba la escuela. La señorita Berenice les preparó café con leche, porque no se atrevió a ofrecerles el agua barrosa que en Ortiz se tomaba. No eran gente rica las dos visitantes, se advertía claramente en el Ford desvencijado y en la tela barata de los trajes, pero sí emanaba de ellas una cautivadora resonancia de tiempos ya remotos.
La joven habló de Caracas, de las sabanas calientes del Llano, de Ortiz derrumbado, de los motines estudiantiles. Todos callaron para oírla. El plata, aluminio, cristal, agua corriente de su voz, iba de un tema a otro espolvoreándolos de poesía y de gracia.
—¡Nos vamos! —gritó desde la calle el conductor.
Se despidieron y subieron al automóvil. El agua terrosa había calmado la sed del viejo Ford y aún le corrían por la caparazón hilillos de pantano. Carmen Rosa lo vio perderse en el confín de la calle, entre nimbos de polvo y rebrillos de sol.
Al día siguiente, y también al otro, Carmen Rosa se asomó muchas veces a la calle real, hizo de centinela a la puerta de la escuela. Quería volver a ver a las dos mujeres, saber noticias de los estudiantes presos. Pero no logró su propósito. Tal vez regresaron de noche, esquivando el castigo del sol.
En las dos mujeres Pensaba el domingo en la tarde, al pie del cotoperí, cuando Sebastián le hizo la pregunta:
—¿En qué piensas?
Y ella dijo por vez primera unas palabras que Sebastián estaba esperando desde hacía varias semanas:
—Tengo miedo de que te vayas, estaré muy triste cuando te hayas ido, pero la verdad, Sebastián, es que me siento orgullosa de ti.
A la puerta de la casa de Sebastián en Parapara sonaron tres duros golpes impacientes. Golpes de madera sobre madera que bien pudieran haber sido producidos por el garrote de un visitante o por la culata de un fusil. Eran las doce de la noche y jamás nadie llamó antes a aquella puerta a tal hora y en tal forma.
Sebastián se enderezó lentamente sobre la red del chinchorro. Pensó en el viejo revólver que le había regalado la señorita Berenice y que estaba ahí, en un baúl sin cerradura, al alcance de su mano. ¿Con qué objeto? Si venían a buscarlo, de nada valdría el revólver, sino para que lo dejaran muerto como un perro junto a la acera y nadie se atreviera a acercarse a su cadáver durante largo tiempo.
Los golpes a la puerta volvieron a sonar mientras caminaba hacia ella. Oyó una voz familiar que se filtraba por las rendijas:
—¡Abra, compadre!
Era Feliciano, su compadre de El Sombrero. Sebastián saltó hacia la puerta sin encender luces, descorrió lentamente el cerrojo y escuchó las noticias en el angosto zaguán oscuro:
—Compadre, se descubrió todo. Alguno delató la cosa y se descubrió todo.
Caminaron sin cruzar palabra hasta el fondo de la casa y se sentaron en una laja del patio terroso y sin matas. En el cielo fosco parpadeaba una sola estrella.
—Al soldado Pedro García, que nos traía la correspondencia del presidio, lo tumbaron de un tiro sobre la carretera. A los estudiantes los están torturando para hacerlos cantar. Pero no han dicho nada.
Sebastián escuchaba con huraña ansiedad, fijos los ojos en la epidermis seca del patio.
—A los soldados y caporales del presidio que estaban comprometidos en el golpe les han caído a latigazos, a planazos, a bayonetazos. Ya han matado a dos.
La voz del compadre Feliciano se hizo más cautelosa:
—En El Sombrero agarraron al bachiller Montilla y a tres más. El próximo preso iba a ser yo.
Por ese motivo había decidido escapar esa misma, noche. En el tinglado de un camión de carga logró obtener un sitio sin decir su nombre. Se bajó en la carretera, más acá de Ortiz, a una legua de Parapara. Y aquí estaba.
—¿Y qué piensa hacer ahora, compadre?
—Pues yo tengo un amigo con un hato por aquí cerca, rumbeando al norte, usted sabe. Para allá pienso irme, a vestirme de peón y a trabajar en el hato y a esperar lo que pase. Si me buscan o no me buscan, si se olvidan de mí.
Tenía razón el compadre Feliciano. De haberse quedado en El Sombrero tal vez estaría ya acurrucado en el cepo de campaña, con el espinazo doblado por el peso de los fusiles, con los guarales rompiéndole los dedos de las manos, con el rostro sangrante bajo los cuerazos.
—Llévese mi caballo —dijo Sebastián. Y caminó lentamente a ensillar el alazano.
El compadre Feliciano siguió su camino, en el caballo de Sebastián esa misma noche. Aún parpadeaba una sola estrella y apenas ladró un perro cuando jinete y cabalgadura cruzaron las últimas casas del pueblo. Sebastián esperó la luz de la mañana, sentado en el chinchorro, sin vestirse. Desfilaban por su mente los soldados muertos, los estudiantes bajo el cepo, las guerrillas de Arévalo Cedeño cruzando a nado un río crecido, el revólver inútil que le regaló la señorita Berenice.
Lo sobresaltó el canto del primer gallo. Era un canto desgarrado, angustioso, como de corneta desafinada. Le respondió otro, timbrado y desafiante. Y otro de pollo que estrenaba su canto. Y de nuevo la corneta desgarrada. Y luego un largo silencio sin gallos. Un amanecer lechoso entrelucía sobre la noche que se apagaba.
El compadre Feliciano y su caballo alazano estarían ya lejos, monte adentro. Entre los alambres del presidio amanecería otro soldado muerto y otro herido gritando «Ay, mi madre!». Y él tendría que seguir rumiando su resignación entre hombres llagados y casas en escombros.
—Me iré a buscar a Arévalo de todos modos —dijo de repente para sus adentros. Y añadió en alta voz, mirando hacia el corral vacío: —Tendré que conseguir otro caballo.
P
ETRA
S
OCORRO
E
L CORONEL
C
UBILLOS
, jefe civil de Ortiz, estaba en Ortiz cumpliendo un castigo, o condena si se quiere. No de otra manera podía interpretarse que quien había sido en otro tiempo primera autoridad de una, floreciente población de los Andes, luego ayudante personal —entre amigo y espaldero de confianza— de uno de los hijos más mentados del general Gómez, viniera a parar a este pueblo en desintegración, expuesto a la picada ponzoñosa de los mosquitos que por igual embestían a gobernantes y a gobernados.
Hermelinda, la de la casa parroquial, lo averiguó todo, nadie supo cómo. Era cierto lo de la jefatura civil de los Andes, era cierto lo de la cercanía al hijo del general Gómez, también era cierto que su nombre sonaba ya como candidato a una presidencia de Estado, cuando Cubillos se cayó a tiros con otro tipo no menos coronel y no menos allegado a la cepa gomecista. Sobre los motivos y la ocasión de esos balazos, Hermelinda exponía dos versiones. Cubillos, según la una, pretendió cobrarle al otro una parada de dados que éste no reconocía, y la discusión violenta degeneró en revólveres desenfundados y en los disparos del cuento. No existieron tal parada de dados ni tal duelo a tiros, según la versión posterior, sino simplemente una brusca, arrebatada y generosa inclinación erótica de la querida de Cubillos hacia el otro sujeto.
El suceso, de esto sí no abrigaba Hermelinda la menor duda, fue que el otro apareció muerto en un arrabal de Maracay, con tres balazos en el cuerpo, disparados por el mismo revólver e igualmente mortales, dos en el abdomen y uno que le entró por la espalda y le perforó un pulmón. Fue un crimen misterioso que no reseñaron los periódicos ni dio quehacer a ningún juzgado. No obstante, todos comprendieron que el general Gómez había obtenido un fidedigno relato de los acontecimientos, porque a los pocos días Cubillos fue detenido, sin que le valieran su coronelato ni sus amistades poderosas, y enviado con grillos y sin consideración alguna a un castillo junto al mar. Se necesitaron la intervención acuciosa del hijo de Gómez y las gestiones repetidas de otras personas influyentes para que el viejo dictador, al cabo de varios meses, se ablandara.
—Bueno —dijo a los amigos de Cubillos—. No solamente lo voy a sacar de la cárcel sino que también lo voy a nombrar jefe civil.
Y, en efecto, lo designó jefe civil de Ortiz. Jefe civil de cuatro casas derrumbadas, de una ciénaga verdosa y de un puñado de hombres medio fantasmas. Lo cual no era obstáculo para que, cuantas veces oía mencionar el nombre de Gómez, el coronel Cubillos interviniese con un entusiasmo y una convicción irrefrenables:
—¿El general Gómez? Ese es el hombre más bueno del mundo.
Pero, a pesar de esas efusiones y de los cohetes que hacía estallar el 19 de diciembre, se percibía a simple vista que el coronel Cubillos no permanecía muy a gusto en aquel pueblo, y que un sordo rencor le corroía las entrañas. Miraba a todos torcidamente, como si anduviera buscando a alguien en quien vengarse del menguado destino que lo condujo a aquel moridero.
Era harto difícil encontrar en Ortiz un ser humano apropiado para descargar sobre sus espaldas aquel encono soterrado. ¿Ladrones? No había ladrones en tan desamparada soledad; nadie disponía de ánimos para cuidar la propiedad, ni tampoco para robarla. Se cerraban la tienda, la bodega y algunas casas al anochecer, era la costumbre, pero bien podrían haberse dejado abiertas que ningún llagado, ningún estremecido de escalofríos, se habría levantado del chinchorro para tomar lo que no le pertenecía. ¿Reyertas? Tampoco había reyertas en Ortiz, ni estaban jamás en trance de irse a los puños aquellos hombres a quienes los anquilostomos habían desgastado la voluntad y el vigor. Se recordaba apenas la ocasión en que Pascual, el carpintero, le hizo una herida diminuta y honda con el punzón a un forastero borracho que se metió en su casa gritando palabras soeces delante de las mujeres. Pero ni la herida fue grave, ni había llegado todavía al pueblo el coronel Cubillos. ¿Política? Eso, muchísimo menos. Las conversaciones inconformes de Cartaya, la señorita Berenice, Carmen Rosa y Sebastián no trascendían un metro más allá de los helechos de la casa villenera. En cuanto al resto de la población, ni siquiera sabía qué cosa era la política.
Al coronel Cubillos no le quedaba otro recurso sino el de acallar su encrespado resentimiento y estarse hora entera, a la puerta de la Jefatura, sentado a horcajadas en una silla de cuero, con el foete entre las piernas y la faja con revólver asomando por el liquiliqui entreabierto, viendo pasar de cuando en cuando a un hombre macilento que arrastraba los pies, a una mujer harapienta con una lata de agua sobre los hombros, a un niño desnudo y terroso, como recién moldeado en barro. Así seguiría, meses, años enteros, hasta que por cualquier circunstancia imprevista lo llamaran de Maracay, cosa muy poco probable porque el general Gómez tenía una maravillosa memoria para olvidarse de la gente; o hasta que lo picara un mosquito envenenado y ¡adiós, coronel Cubillos!