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Authors: José Saramago

Tags: #Cuento,Relato

Casi un objeto (5 page)

BOOK: Casi un objeto
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Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.

Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podría suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban al día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía le seguía de lejos, cada vez más lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.

Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse. Y deliraba un poco: humillado, himollado. Iba declinando sucesivamente, alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que le defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento le sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que le dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado, donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir. Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de la lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrados el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima del cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.

La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y le sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.

REFLUJO

En un principio, pues todo necesita tener un principio, incluso siendo ese principio aquel punto final que no se puede separar de él, y decir«no puede» no es decir «no quiere» o «no debe», es el extremo no poder, porque si tal separación se pudiese, es sabido que todo el universo se desmoronaría, puesto que el universo es una construcción frágil que no aguantaría soluciones de continuidad, en un principio se abrieron cuatro caminos. Cuatro carreteras largas acuartelaron el país, arrancando cada una de ellas de su punto cardinal, en línea recta o apenas curva por obediencia a la curvatura terrestre, y para eso tan rigurosamente cuanto es posible perforando las montañas, apartando las planicies y venciendo, equilibradas sobre pilares, los ríos y los valles que algunas veces tienen ríos también. A cinco kilómetros del sitio donde se cruzarían si ése hubiese sido el deseo de los constructores, o mejor dicho, si ésa hubiese sido la orden que de la persona real en el momento propicio hubieran recibido, las carreteras se plurifurcaron en una red de vías todavía principales y después secundarias, como gruesas arterias que para seguir adelante tuvieran que metamorfosearse en venas y en capilares, y dicha red se encontró inscrita en un cuadrado perfecto, obviamente con diez kilómetros de lado. Este cuadrado, que también en principio —guardada por idénticas razones la observación universal que abre el relato, había empezado por ser cuatro hileras de marcas de agrimensura dispuestas en el suelo, vino a convertirse más tarde, cuando las máquinas que abrían, alisaban y empedraban las cuatro carreteras apuntaron en el horizonte, venidas, como ha sido dicho, de los cuatro puntos cardinales— en un muro alto, cuatro lienzos de muro que, se vio en seguida y ya antes en las planchetas de dibujo, se sabía que delimitaban cien kilómetros cuadrados de terreno liso, o alisado, porque algunas operaciones de excavación hubo que hacer. Terreno cuya elección respondía a la primordial necesidad de equidistancia de aquel lugar con las fronteras, justicia relativa que después vino a ser afortunadamente confirmada por un elevado tenor de cal que ni los más optimistas osaban prever en sus planos cuando les fue pedida su opinión: todo esto vino a resultar a mayor gloria de la persona real, como desde la primera hora debería haber sido previsto si se hubiese prestado más atención a la historia de la dinastía: todos los reyes de la misma habían tenido siempre razón, y los otros mucho menos, conforme se mandóescribir y quedó escrito. Una obra así no podría ser hecha sin una fuerte voluntad y sin el dinero que permite tener voluntad y esperanza de satisfacerla, razón por la cual los cofres del país pagaban a toca teja las cuentas de la gigantesca empresa, para la cual, naturalmente, en su momento había sido ordenada una derrama general que alcanzó a toda la población, no según el nivel de las ganancias de cada ciudadano sino en función, en orden inverso, de la esperanza de vida, como se explicóser de justicia y fue comprendido por todo el mundo: cuanto más avanzada la edad, más alto el impuesto.

Muchos fueron los hechos notables en obra de tal envergadura, muchas las dificultades, no pocas las víctimas mandadas por delante después de soterradas, caídas de alturas y gritando inútilmente en el aire, o segadas de súbito por la insolación, o de repente congeladas quedándose de pie, linfa, orina y sangre de piedra fría. Todas mandadas por delante. Pero la expresión del genio, la inmortalidad provisional, quitando la que, por inherencia, estaba por más tiempo asegurada al rey, cayó en suerte y merecimiento al discreto funcionario que fue del parecer de que eran dispensables los portones que, de acuerdo con el proyecto original, deberían cerrar los muros. Tenía razón. Habría sido absurdo construir y colocar portones que deberían estar siempre abiertos, a todas las horas del día y de la noche. Gracias al atento funcionario algunos dineros llegaron a ahorrarse, los que hubieran correspondido a veinte portones, cuatro principales y dieciséis secundarios, distribuidos igualmente por los cuatro lados del cuadrado y según una disposición lógica en cada uno: el principal en el medio y dos en cada parte del muro lateral. No había por lo tanto puertas, sino aberturas donde terminaban las carreteras. Los muros no necesitaban de los portones para mantenerse de pie: eran sólidos, gruesos en la base hasta la altura de tres metros, y después adelgazando en escalera hasta la cima, a nueve metros del suelo. Excusado sería añadir que las entradas laterales eran servidas por ramales que derivaban de la carretera principal a distancia conveniente. Excusado sería igualmente añadir que este esquema, geométricamente tan simple, estaba ligado, por medio de enlaces apropiados, a la red de ferrocarril general del país. Si todo va a dar a todas partes, todo iría a dar allí.

La construcción, cuatro muros servidos por cuatro carreteras, era un cementerio. Y este cementerio iba a ser el único del país. Así había sido decidido por la persona real. Cuando la suprema grandeza y la suprema sensibilidad se reúnen en un rey, es posible un cementerio único. Grandes son todos los reyes, por definición y nacimiento: incluso si alguno no lo quisiese ser, en vano lo querría (hasta las excepciones de otras dinastías las son entre iguales). Pero sensibles lo serán o no, y aquí no se habla de aquella común, plebeya sensibilidad que se expresa con una lágrima en un rincón de los ojos o con un temblor irreprimible de los labios, sino de otra sensibilidad que sólo esta vez, y en este grado, aconteció en la historia del país y no se ha averiguado aún si del mundo: la sensibilidad por incapacidad de soportar la muerte o la simple vista de sus aparatos, accesorios y manifestaciones, sea el dolor de los parientes o las señales mercantiles del luto. Así era este rey. Como todos los reyes, y también los presidentes, tenía que viajar, visitar sus dominios, acariciar a las criaturas que el protocolo previamente escogía para el efecto, recibir las flores que la policía secreta antes había investigado en busca de veneno o bomba, cortar algunas cintas de colores firmes y no tóxicos. Todo esto y aún más hacía el rey de buen grado. Pero en cada viaje sufría mil sufrimientos: muerte, por todas partes muerte, señales de muerte, la punta aguda de un ciprés, el faldón negro de una viuda y, no pocas veces, dolor insoportable, el inesperado cortejo fúnebre que el protocolo imperdonablemente había ignorado o que por retraso o adelanto surgía en la hora más que todas respetable en la que el rey estaba o iba pasando. Cada vez el rey, vuelto a su palacio con ansias, creía morir él mismo. Y fue por tanto padecer los dolores ajenos y por su propia aflicción, por lo que un día que estaba reposando en la terraza más alta del palacio y vio a lo lejos (porque ese día la atmósfera estaba limpia como nunca lo había estado en toda la historia no de aquella dinastía sino de toda aquella civilización) el resplandor de cuatro inconfundibles paredes blancas, tuvo la sencilla idea que vino a ser el cementerio único, central y obligatorio.

Para un pueblo que se había habituado, durante milenios, a enterrar a sus muertos prácticamente a la vista de los ojos y de las ventanas, fue una revolución terrible. Pero quien temía a las revoluciones pasó a temer el caos cuando la idea del rey, con aquel paso firme y largo que tienen las ideas, mayormente cuando son reales, llegó más lejos, llegóa lo que los maldicientes designaron como delirio: todos los cementerios del país deberían ser desescombrados de huesos y de restos, fuese cual fuese su grado de descomposición, y todo eso metido en orden en ataúdes nuevos que serían transportados y enterrados en el nuevo cementerio. A esta orden no escapaban siquiera las regias cenizas de los antepasados del soberano: un nuevo panteón sería construido, en estilo quizá inspirado en las antiguas pirámides egipcias, y allí, en su momento, cuando la vida del país volviese al antiguo y aprovechable sosiego, con todos los honores, por la carretera principal del norte siguiendo entre hileras respetuosas de habitantes, irían a dar, por fin última morada, los venerables huesos de todo cuanto había llevado corona encima de la cabeza desde aquel primero que había sabido decir y convencer a los demás de eso con la palabra y la violencia: «Quiero una corona para mi cabeza, hacedla.» Hay quien afirma que esta igualitaria decisión fue lo que más contribuyó a aquietar los ánimos de cuantos se veían despojados de su parte de muertos. Naturalmente también habrá tenido su peso aquella satisfacción tácita de todos los que, por el contrario, consideraban que son un deber aburrido las reglas y tradiciones que hacen de los muertos, por la servidumbre que exigen, seres de transición entre una ya no vida y una todavía no verdadera muerte. De repente, todo el mundo empezó a pensar que la idea del rey era la mejor que jamás había nacido de cabeza humana, que ningún pueblo podía jactarse de tener un rey así, que habiendo determinado el destino que tal rey naciese y reinase allí, al pueblo le tocaba obedecerle, con feliz corazón, y también para comodidad de los muertos, no menos merecedores. La historia de los pueblos tiene momentos de puro júbilo: este momento lo fue, este pueblo lo tuvo.

Concluido, finalmente, el cementerio, empezó la gran operación de desenterramiento. En los primeros tiempos fue fácil: los millares de cementerios existentes, entre grandes, medianos y pequeños, estaban también ellos delimitados por muros y, por así decir, en el interior de su perímetro, bastaba cavar hasta la profundidad estipulada de tres metros para mayor seguridad, y sacar todo, metros cúbicos y metros cúbicos de huesos, tablas podridas, cuerpos sueltos desmembrados por las sacudidas de las excavadoras, y después meter los despojos en ataúdes de diferentes tamaños, desde el recién nacido al adulto más corpulento, y en cada uno de ellos colocar una cantidad de huesos o carne, incluso diferentes, incluso dos cráneos y cuatro manos, incluso una minucia de costillas, incluso un seno aún firme y un vientre marchito, incluso, en fin, una simple esquirla o el diente de Buda o el omóplato del santo, o lo que de la sangre de san Genaro faltó en la ampolla milagrosa. Se estableció el principio de que cada parte de un muerto sería un muerto entero, y a esto se adhirieron los participantes en el infinito funeral que de todos los rincones del país se dirigía, minuciosamente, desde las aldeas, pueblos y ciudades, por caminos que se iban haciendo cada vez más anchos, hasta la red general de calzadas y desde allí, por las uniones a propósito construidas, a las carreteras que pasaron a ser llamadas de los muertos.

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