Al principio, como acaba de explicarse, no hubo dificultades. Pero después alguien discurrió, si el mérito de la idea no volvió a ser del precioso monarca del país, que antes de la enérgica disciplina de los cementerios los muertos habían sido enterrados por todas partes, en los montes y en los valles, en los atrios de las iglesias, a la sombra de los árboles, bajo el pavimento de las propias casas donde habían vivido, en cualquier sitio posible, apenas un poco más hondo de lo que discurre, por ejemplo, la punta del arado. Y esto sin hablar de las guerras, de las grandes fosas para millares de cadáveres, en el mundo entero de Asia y Europa y demás continentes, aunque conteniendo quizá menos, pues guerras también había habido, naturalmente, en el reino de este rey y por lo tanto cuerpos enterrados a voleo. Fue, hay que confesarlo, un gran momento de perplejidad. El mismo monarca, si había sido de él la nueva idea, no la calló, porque sencillamente eso le habría sido imposible. Nuevas órdenes se expidieron y, dado que el país no podía ser revuelto de punta a punta, como habían sido revueltos los cementerios, los sabios fueron llamados ante el rey para oír de la real boca la prescripción: inventar rápidamente aparatos capaces de detectar la presencia de cuerpos o restos enterrados, tal como se habían inventado aparatos para encontrar agua o metales. La cuestión era importante, reconocieron los sabios inmediatamente reunidos en seminario. Tres días pasaron discutiendo, y después cada cual se encerró en su laboratorio. Se abrieron otra vez los cofres del Estado, y fue lanzada nueva derrama general. El problema acabó por ser resuelto, pero, como siempre en estos casos, no de una sola vez. A modo de ejemplo, baste citar el caso de aquel sabio que inventó un aparato que daba señales luminosas y sonoras cuando encontraba cuerpos, pero que tenía el defecto capital de no distinguir entre cuerpos vivos y cuerpos muertos. El resultado fue que tal aparato, lógicamente manejado por gente viva, se comportaba como un poseso, gritando y agitando punteros furiosos, dividido por todas las solicitaciones vivas y muertas que lo rodeaban y, finalmente, incapaz de dar una información segura. El país entero se rió del desastrado hombre de ciencia, pero lo honró con loor y premio cuando, meses después, encontró la solución, introduciendo en el aparato una especie de memoria o idea fija: aplicando el oído se conseguía percibir en el interior del mecanismo una voz que repetía sin pausa: «sólo debo encontrar cuerpos muertos o restos, sólo debo encontrar cuerpos muertos, o restos, cuerpos muertos, o restos, o restos…»
Afortunadamente, como se verá, aún hubo aquí una equivocación. Apenas el aparato entró en funcionamiento, en seguida se verificó que, esta vez, no distinguía entre los cuerpos humanos y los otros no humanos, pero este nuevo defecto, razón por la que antes fue dicho que afortunadamente, mostró ser un bien: cuando el rey comprendió el peligro del que había escapado, sintió un escalofrío: de hecho toda muerte es muerte, incluso la no humana; de nada servirá quitar de delante de los ojos a los hombres muertos, si continúan por ahí los perros, los caballos y las aves. Y los demás, con excepción quizá de los insectos, que sólo son medio orgánicos (como era convicción muy firme de la ciencia del país y de la época). Entonces fue ordenada la gran investigación, el ciclópeo trabajo que duró años. No quedó ni un palmo de tierra por sondear, hasta en sitios de los que había memoria que habían estado deshabitados por el hombre desde siempre: no escaparon las más altas montañas; no escapó el fondo de los ríos, donde bajo el lodo fueron encontrados millares de ahogados; no escapó el secreto de las raíces, algunas veces enredadas en lo que quedaba de quien, por encima de símismo, había querido o había tenido la misma necesidad de savia que el árbol tiene. Tampoco escaparon las carreteras, que fue preciso levantar en muchos sitios y volver a construir. Finalmente, el reino se vio liberado de la muerte. El día que el rey, oficialmente, con su propia boca y voz, declaró que el país se encontraba limpio de muerte (palabras suyas), se decretó que fuese festivo y fiesta nacional. En días como ésos es costumbre que mueran siempre unas cuantas personas más de lo que es norma, por desastres, agresiones, etc., pero el servicio nacional de vida (así había sido denominado) utilizaba medios modernos y rápidos: verificado el óbito, el cuerpo iba inmediatamente por el camino más corto a la gran carretera de los muertos, la cual, necesariamente, había pasado a ser considerada, a todos los efectos, tierra de nadie. Libre de los muertos, el rey entraba en la felicidad. En cuanto al pueblo, tendría que habituarse.
La primera costumbre a recuperar vendría a ser la del sosiego, aquel sosiego de la mortalidad natural que permite a las familias estar a salvo de lutos durante años consecutivos, y a veces muchos, a no ser las llamadas familias numerosas. Se puede decir, sin hipérbole, que el tiempo de los traslados fue un tiempo de luto nacional, en el sentido más riguroso de la expresión, una especie de luto que venía de debajo de la tierra. Sonreír, en aquellos dolorosos años, habría sido, para quien osase, una degradación moral: no es propio sonreír cuando un pariente, incluso alejado, incluso primo de primo, está siendo desenterrado de la tumba, entero o en pedazos, o cae desde lo alto, desde la pala de la ex cavadora, dentro del ataúd nuevo, tanto por cada ataúd, como quien rellena moldes de dulces o de ladrillos. Después de aquel larguísimo período durante el cual la expresión fisonómica de las personas había sido corrientemente la de un noble y sereno dolor, volvía la sonrisa, la risa, e incluso la carcajada, o la burla, o el escarnio, y antes la ironía y el humor, volvía todo esto a retomar lo que de señas de vida contiene o de escondida lucha contra la muerte.
Pero el sosiego no era sólo el de un espíritu retornado a los carriles de la costumbre, después de la gran colisión, era también el del cuerpo, porque no pueden decir las palabras lo que representó para la población viva el esfuerzo requerido y durante tanto tiempo. No fue sólo la construcción civil, la apertura de carreteras, los puentes, los túneles, los viaductos; no fue sólo la investigación científica, de la que ya ha sido dada una pálida y fragmentaria idea; fue también la industria de las maderas, desde abatir los árboles (bosques y bosques) al corte de tablones, al secado mediante procesos acelerados, al montaje de urnas y ataúdes que exigió la instalación de grandes conjuntos mecánicos para la producción en serie; fue también, como incluso ahora ha quedado apuntado, la reconversión temporal de la industria metalomecánica para satisfacer los pedidos de maquinaria y otros materiales, empezando por los clavos y por las bisagras; fueron los textiles, la pasamanería, para forros y galones; fue la industria de los mármoles y canterías, de repente destripando a su vez la tierra para responder a la exigencia de tantas losas sepulcrales, de tantas cabeceras esculpidas o simples; y pequeñas actividades casi artesanales, como la pintura de letras en negro o en oro, la del esmalte fotográfico, la de la latonería y de la vidriería, la de las flores artificiales, la de las velas y cirios, etc., etc., etc. Pero tal vez el mayor esfuerzo haya sido, y sin él ninguna parte de la obra podría haber salido adelante, el de la industria de transportes. Tampoco sabrán las palabras decir lo que fue ese esfuerzo, desde su punto de origen, la industria de camiones y otros vehículos pesados, forzada a su vez a reconvertirse, a modificar planes de producción, a organizar nuevas cadenas de montaje, hasta la entrega de los ataúdes en el cementerio nuevo: inténtese imaginar la complejidad de la planificación de horarios integrados, los tiempos de desplazamiento y convergencia, la sucesiva entrada de los caudales de tránsito en flujos progresivamente más sobrecargados, todo esto armonizándose con la circulación normal de los vivos, tanto en los días hábiles como en los días festivos, tanto para la distracción como por obligación, y sin olvidar las infraestructuras: restaurantes y albergues a lo largo del camino para que los camioneros se alimentasen y durmiesen, parques de estacionamiento para los grandes camiones, algunas distracciones para alivio de las tensiones del espíritu y del cuerpo, líneas telefónicas, instalaciones de socorros y asistencia, oficinas de reparaciones mecánicas y eléctricas, puestos de abastecimiento de gasóleo, aceite, gasolina, neumáticos, piezas más importantes, etc. Todo esto, como resulta tan fácil de ver, animaba a su vez otras industrias en un circuito de revivificación mutua, generadora de riqueza, al punto de haberse alcanzado, en el nivel más alto de la curva de producción, el pleno empleo. Naturalmente, a ese período siguió una depresión, que además no sorprendió a nadie, pues estaba en las previsiones de los peritos de economía. El efecto negativo de esta depresión vino a ser abundantemente compensado, tal como habían previsto los psicólogos sociales, por el irreprimible deseo de reposo que, alcanzado el punto de saturación ocupacional, empezó a manifestarse en la población. Se entraba realmente en la normalidad.
En el centro geométrico del país, abierto a los cuatro vientos principales, está el cementerio. Mucho menos de la cuarta parte de sus cien kilómetros cuadrados fue ocupada por los cuerpos trasladados, y esto llevó a un grupo de matemáticos a pretender demostrar, con cifras en la mano, que el terreno utilizado para la nueva inhumación tendría que ser mucho mayor, teniendo en consideración el número probable de muertos desde el inicio del poblamiento del país, la ocupación media de espacio por cuerpo, incluso descontando a los que, siendo polvo y ceniza, ya no podían ser recuperados. El enigma, si realmente lo era, quedópara entretenimiento de las generaciones, como la cuadratura del círculo o la duplicación del cubo, pues los sabios cultores de las disciplinas ligadas a lo biológico probaron ante el rey que no había quedado en todo el país un solo cuerpo digno de ese nombre por levantar. Tras haber reflexionado profundamente, entre confianza y escepticismo, el rey promulgó un decreto que daba el desacuerdo por cerrado: fue para él argumento decisivo el alivio que pasó a sentir cuando regresó a sus viajes y visitas: si no veía la muerte era porque toda la muerte se había retirado.
La ocupación del cementerio, aunque el plano inicial obedeciese a criterios más racionales, se hizo de la periferia hacia el centro. Primero al lado de las puertas y pegado a los muros, después según una curva que empezó por aproximarse a la radial perfecta y se volvió cicloide con el tiempo, por lo demás fase también transitoria sobre cuyo futuro no compete a este relato ocuparse. Pero esta, por así decir, moldura interna, ondulando a lo largo de los muros, aislada por ellos, se reflejó, incluso durante el trabajo de traslado, casi simétricamente, en una forma de correspondencia viva del lado de fuera de los mismos. No se había previsto que esto sucediese, pero no faltó quien afirmase que sólo un tonto no lo habría adivinado.
La primera señal, como una pequeñísima espora que iría a convertirse en planta, y ésta en arbusto, en macizo, en bosque cerrado, fue, al lado de una de las puertas secundarias del muro sur, una improvisada tienda para comercio de refrescos y otras bebidas. Incluso restaurados por el camino, los transportistas estimaron encontrar allí nuevo restauro. Después otras pequeñas tiendas de ramos comerciales idénticos o afines se instalaron junto a aquélla y a las demás puertas, y quien las explotaba tuvo que construir allí necesariamente sus casas, primero toscas, caedizas, después de materiales firmes, el ladrillo, la piedra, la teja, para permanecer y durar. Vale la pena observar de paso que desde esas primeras construcciones se distinguieron, a) sutilmente, b) por las muestras de la evidencia, los tenores sociales, si así se puede decir, de los cuatro lados del cuadrado. Como todos los países, tampoco éste estaba uniformemente poblado, ni, a pesar de ser grande la real complacencia, sus habitantes eran socialmente semejantes: había ricos y había pobres, y la distribución de unos y otros obedecía a razones universales: el pobre atrae al rico hasta una distancia eficaz para el rico; a su vez, el rico atrae al pobre, lo que no significa que la eficacia (denominador constante del proceso) opere en provecho del pobre. Si por las razones aplicadas a los vivos, el cementerio, después del traslado general, empezó a compartimentarse por dentro, también empezó a distinguirse por fuera. Casi no sería necesario explicar por qué. Siendo la región de más ricos del país la región del norte, ese lado del cementerio tomó, en su manera monumental de ocupar el espacio, una expresión social opuesta, por ejemplo, a la del lado sur, que precisamente correspondía a la región más miserable. Lo mismo pasaba, en general, en lo referente a los otros lados. Cada cual con su igual. Bien que de una manera menos definida, el lado de fuera acompañaba al lado de dentro. Por ejemplo, las floristas, que rápidamente fueron apareciendo en los cuatro lados del cuadrado, no vendían todas la misma producción: las había que exponían y vendían flores preciosas, criadas en jardines e invernaderos con gran dispendio, otras eran gente modesta que iba a coger las flores espontáneas de los campos en torno. Y quien dice flores dice todo lo demás que allí se fue instalando, como era de prever, decían ahora los funcionarios a los que se les acumulaban los requerimientos y las reclamaciones. No se debe olvidar que el cementerio tenía una administración compleja, presupuesto propio, millares de enterradores. En los primeros tiempos, los funcionarios de las diferentes categorías vivieron en el interior del cuadrado, en la parte central, muy lejos de los visitantes de las sepulturas. Pero en seguida se presentaron los problemas de jerarquía, de abastecimiento, de las escuelas para los niños, de los hospitales, de las maternidades. ¿Qué hacer? ¿Construir una ciudad dentro del cementerio? Sería volver al principio, sin contar que con el paso de los años la ciudad y el cementerio se invadirían mutuamente, penetrando las tumbas en los espacios de las calles o siendo los edificios de las mismas, circulando las calles en torno a las tumbas en busca de terreno para las casas. Sería volver a la antigua promiscuidad, agravada ahora por ocurrir las cosas dentro de un cuadrado de diez kilómetros de lado con pocas salidas al exterior. Hubo entonces que escoger entre una ciudad de vivos rodeada por una ciudad de muertos o, única alternativa, una ciudad de muertos cercada por cuatro ciudades de vivos. Cuando la elección fue formalizada y se hizo claro, aparte de lo demás, que los acompañantes de los cortejos fúnebres no siempre podían hacer inmediatamente el viaje de regreso, muchas veces largo y muy fatigoso, fuese por falta de fuerzas, fuese por no ser capaces de separarse bruscamente de sus seres queridos, las cuatro ciudades exteriores vivieron una urbanización acelerada, por eso mismo caótica. Había pensiones en todas las calles y de todas las categorías, hoteles de una, dos, tres, cuatro, cinco estrellas y lujo, burdeles en cantidad, iglesias de todas las confesiones reconocidas por la ley y algunas clandestinas, tiendas familiares y grandes almacenes, casas innumerables, edificios de oficinas, departamentos públicos, instalaciones municipales varias. Después fueron los transportes colectivos, la vigilancia policíaca, la circulación forzada, el problema del tránsito. Y un cierto grado de delincuencia. Una única ficción se conservaba: mantener a los muertos fuera de la vista de los vivos, y por lo tanto ningún edificio podía tener más de nueve metros de altura. Sin embargo, eso mismo llegó a resolverse más tarde, cuando un arquitecto imaginativo reinventó el huevo de Colón: muros de mayor altura que nueve metros para edificios de mayor altura que nueve metros.