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Authors: Anne Holt

Castigo (17 page)

BOOK: Castigo
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—¿Los quería?

—Mmm.

—Tengo que hablar con usted.

—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?

—Como ha estado fuera, he supuesto que tendría que hacer la compra. Esta es la tienda más cercana a su casa, por lo que sé.

«Sabes dónde compro —pensaba ella—. Has averiguado dónde compro y llevas aquí un buen rato. A no ser que hayas tenido muchísima suerte. Aquí hay mil personas, podríamos no habernos cruzado. Sabes dónde hago la compra y me has estado buscando.»

Agarró cuatro naranjas de una montaña de fruta y las metió en una bolsa; forcejeó con ella, intentando hacer el nudo.

—Deje que la ayude.

Yngvar Stubø tomó la bolsa. Tenía los dedos rechonchos, pero ágiles, rápidos.

—Ya está. De verdad que tengo que hablar con usted.

—¿Aquí? —Inger Johanne abrió los brazos intentando destilar sarcasmo, cosa harto difícil de conseguir mientras su rostro siguiera del color de los tomates de la caja que había junto a ella.

—No. ¿Podríamos...? ¿Quiere acompañarme al despacho? Está en la otra punta de la ciudad, así que si le parece más conveniente podemos... —Stubø se encogió de hombros.

«Quieres venirte a casa conmigo —dijo Inger Johanne para sus adentros—. ¡Dios, el hombre quiere venirse a casa conmigo! Kristiane está... Vamos a estar solos. No, esto no.»

—Podríamos ir a mi casa —dijo con ligereza—. Vivo justo aquí al lado, aunque eso usted ya lo sabe.

—Déme la lista de la compra y despachemos esto en un momento. —Alargó la mano.

—No tengo lista de la compra —replicó ella—. ¿Qué le ha hecho pensar que la tenía?

—Da usted esa impresión —respondió él dejando caer la mano—. Es usted el tipo de mujer que hace la lista de la compra, de eso estaba seguro.

—Pues se ha equivocado —repuso ella y dio media vuelta.

—Me gusta cómo tiene esto arreglado. Resulta muy acogedor.

Él estaba de pie en medio del salón, que afortunadamente ella había dedicado un tiempo a ordenar. Inger Johanne le indicó el sofá con un gesto algo indeterminado y se sentó en una butaca. Pasaron unos minutos antes de que se percatara de que estaba sentada, con la espalda muy recta, en el borde del asiento. Lentamente, para que el movimiento no fuera demasiado evidente, se inclinó hacia atrás.

—Ninguna causa de muerte detectable —dijo ella pausadamente—. Sarah simplemente se murió, sin más.

—Sí. Tenía un pequeño corte sobre el ojo, pero ninguna lesión interna. Una herida insignificante, al menos para ser la causa de una muerte. Era una niña sana y fuerte de ocho años. Y esta vez él ha... El asesino, quiero decir, aunque en realidad no sabemos si es un hombre o una...

—Yo creo que puede usted referirse a él tranquilamente como asesino.

—¿Porqué?

Ella se encogió de hombros.

—Para empezar, porque es más fácil que decir todo el rato «él o ella», y en segundo lugar porque estoy bastante convencida de que es un hombre. No me pregunte por qué, no puedo justificarlo, quizá se trate sólo de un prejuicio. En realidad me cuesta imaginarme que una mujer trate así a unos niños.

—¿Y quién cree usted que puede tratar de esta manera a unos niños?

—¿Qué era lo que iba usted a decir?

—Le preguntaba si...

—No, le he interrumpido. Estaba a punto de decir algo sobre que esta vez...

—Ah, sí. Esta niña también tenía diazepam en la orina. Una cantidad muy pequeña.

—¿Qué sentido tiene darle un calmante a un niño?

—Pues calmarlo, diría yo. Quizás él los mantiene encerrados... en un sitio en el que no conviene que hagan ruido. Quizá tenga que dormirlos.

—Si quisiera que se durmieran, podría darles un somnífero.

—Sí, pero quizá no tenga acceso a esa clase de fármacos. Quizá sólo tenga... Valium.

—¿Quién tiene acceso al Valium?

—Ay, Dios... —Stubø ahogó un bostezo y sacudió bruscamente la cabeza—. Muchísima gente —suspiró—. Para empezar, todos aquellos a los que realmente se lo ha recetado el médico. Deben de ser miles de personas, por no decir decenas de miles. Luego están los farmacéuticos, los médicos, los enfermeros... Aunque se supone que tanto los hospitales como las farmacias lo tienen controlado, se trata de cantidades tan ínfimas que casi no hay límites para... Podría ser simplemente cualquiera. ¿Sabía que más del sesenta por ciento de la gente abre los armarios cuando está en un baño ajeno? Robar un par de pastillas o tres es la cosa más sencilla del mundo. Si alguna vez conseguimos pillar a este tipo, no será porque esté en posesión de Valium o de Vival.

—Si alguna vez lo consiguen... —repitió Inger Johanne—. Qué pesimista.

Yngvar Stubø se entretenía con un cochecito de juguete, deslizándolo sobre la palma de la mano. Los faros delanteros brillaban débilmente cuando las ruedas se ponían en movimiento.

—Sólo le gustan los coches rojos —le explicó Inger Johanne—. Me refiero a Kristiane. Ni las muñecas ni los trenes, sólo los coches. Los coches rojos. Los coches de bomberos, los autobuses de Londres... No sabemos por qué.

—¿Qué es lo que le pasa a la niña? —Stubø depositó el coche con cuidado sobre la mesa del salón. La goma de una de las ruedas se había caído, de modo que el pequeño eje rayó la superficie de la mesa.

—No lo sabemos.

—Es mona. Es muy mona.

Daba la impresión de que lo decía de corazón, pero sólo la había visto una vez, muy brevemente.

—¿Y no han averiguado nada al investigar la entrega de...? Quiero decir, el secuestrador tiene que haber estado en el portal de la calle Urte, o haber mandado a alguien a que... ¿Qué saben ustedes de esto?

—Una furgoneta de reparto. ¡Una furgoneta de reparto! —Yngvar posó el dedo índice sobre el techo del cochecillo y lo empujo lentamente sobre la mesa, dejando una marca fina y alargada en el cristal. Inger Johanne abrió la boca, pero al final optó por guardar silencio—. Es tan... tan descarado —prosiguió Yngvar con rabia contenida, sin darse cuenta de lo que hacía—. Evidentemente el tipo entendió que no permitiríamos que se volviera a entregar directamente el cadáver de un niño a su madre. Apostamos guardias por todas partes. Fue una equivocación, claro. Armamos demasiado barullo. Tras el asesinato de Sarah, de pronto también la policía local de Oslo está implicada en el asunto, y la relación entre Kripos y... En fin, el caso es que tendríamos que haber sido muchísimo más discretos, haberle puesto una trampa, o al menos haberlo intentado. Él se dio cuenta de todo y recurrió a... ¡un repartidor! ¡Una furgoneta de reparto! En la calle Urte nadie ha visto nada raro, nadie ha oído nada, nadie ha entendido nada. Lo más probable es que el tipo dejara allí la caja con Sarah dentro en pleno día. Un viejo truco, hasta cierto punto...

—No hay mejor sitio para esconderse que el que está lleno de gente —murmuró Inger Johanne—. Es una jugada inteligente. Pero no deja de ser raro, el paquete tenía que ser... —vaciló antes de añadir—: bastante grande.

—Sí. Era lo suficientemente grande para que cupiese en él el cuerpo de una niña de ocho años.

Inger Johanne se conocía lo bastante para saber que era una persona bastante previsible. Isak, por ejemplo, empezó a encontrarla bastante aburrida con el tiempo. Una vez que Kristiane estuvo fuera de peligro y la vida se tornó rutinaria, él empezó a quejarse. Inger Johanne era tan poco impulsiva... «Relájate», le decía cada vez con mayor frecuencia. «Tampoco es tan grave», suspiraba cansinamente cuando ella miraba con escepticismo la pizza congelada que le calentaba a la niña cada vez que le daba pereza cocinar. Isak la encontraba aburrida. Line y el resto de las chicas coincidían hasta cierto punto con él en esto. No es que se lo dijeran directamente, al contrario, la elogiaban constantemente. Ella era tan de fiar, le decían, tan responsable, y hacía las cosas tan bien... En Inger Johanne se podía confiar, siempre. En otras palabras, era aburrida.

No le quedaba otro remedio que ser previsible; era responsable de una niña que nunca maduraría del todo.

Inger Johanne se conocía a sí misma.

Esta situación era absurda.

Había invitado a su casa a un hombre, a un hombre al que apenas conocía. Estaba dejando que él rompiese el secreto profesional para contarle detalles de una investigación policial que a ella no le concernía. Debería advertírselo, darle las gracias amablemente por todo. Había tomado una decisión en la habitación del hotel de Harwichport, cuando rompió la nota en treinta y dos trocitos y los tiró por el retrete.

—En rigor, creo que no está bien que me cuente todo esto.

Yngvar inspiró profundamente y dejó salir el aire entre los dientes. De pronto pareció más pequeño; quizá sólo se había hundido más en el sofá.

—En rigor, no está bien. Por lo menos mientras no hayamos formalizado nuestra colaboración, pero empiezo a sospechar que no quiere dar ese paso. —Sonrió forzadamente, como si quisiera ser irónico. Acto seguido, la sonrisa se borró de su rostro y él continuó—: En rigor, este caso es un infierno. En rigor... —Volvió a aspirar violentamente—. Mi mujer y mi única hija murieron hace poco más de dos años —dijo de pronto—. Supongo que usted no lo sabía.

—No. Le acompaño en el sentimiento.

Ella no quería escuchar esto.

—Un accidente absurdo. Mi hija... se llamaba Trine y tenía veintitrés años, Amund era un bebé. Es mi nieto. Ella quería... ¿La estoy incomodando? La estoy incomodando. —Se incorporó bruscamente y echó los hombros hacia atrás, como para volver a llenar la chaqueta de
tweed
gris. Luego sonrió brevemente—. Tiene cosas más sensatas que hacer.

Pero no se levantó ni hizo ademán de irse. Un pájaro carbonero se había posado en la casita para pájaros de la terraza.

—No —dijo Inger Johanne.

Cuando Stubø la miró, ella no supo lo que él quería. Más que nada parecía agradecido, quizás aliviado, porque se hundió de nuevo en el sofá.

—Mi mujer se andaba quejando de que uno de los canalones estaba atascado —dijo él con la vista en el techo—. Yo le había prometido arreglarlo, desde hacía mucho tiempo, pero nunca me decidía a hacerlo. Una mañana que mi hija se pasó por casa, se ofreció a subir a desatascar los canalones. Probablemente mi mujer le estaba sujetando la escalera. Trine debió de perder el equilibrio. Se cayó, arrastrando consigo parte del canalón. De alguna manera, el tubo la... atravesó. A mi mujer le cayó encima la escalera, con todo el peso de Trine. Uno de los peldaños la golpeó en la cara. Le hincó el tabique nasal en el cerebro. Cuando llegué a casa un par de horas más tarde, las encontré a las dos, allí tiradas. Muertas. Amund seguía durmiendo.

Inger Johanne oía su propia respiración entrecortada. Intentó obligarse a respirar a un ritmo más pausado.

—En aquel momento era jefe de sección —continuó él, serenamente—. Para ser sincero, hacía tiempo que me veía a mí mismo como el próximo jefe de Kripos. Pero después de aquello... Solicité de nuevo el puesto de inspector. Nunca seré otra cosa que eso, si es que aguanto, claro. Este tipo de casos me hace dudar. En fin. —Tenía la mirada errante, y en sus labios se había dibujado una sonrisa tímida, casi compungida, como si hubiera hecho algo malo y no supiera bien cómo pedir perdón. Abrió la boca un par de veces, como para decir algo más, pero se limitó a contemplarse las manos—. En fin —volvió a decir jugueteando con los pulgares—. Tendré que empezar a pensar en retirarme.

Seguía sin levantarse, sin hacer ademán de marcharse.

«No tengo sitio para esto —pensaba Inger Johanne—. No tengo sitio para un caso como éste en mi vida. No quiero. No tengo sitio...»

—... para ti —dijo a media voz.

—¿Cómo?

Yngvar estaba sentado de espaldas a la gran ventana del salón, a contraluz, por lo que a Inger Johanne le costaba distinguir sus rasgos. Sólo le veía claramente los ojos. Él la estaba mirando de frente.

—¿Quieres que prepare la comida? —le preguntó con una leve sonrisa—. Debes de tener hambre, yo, por lo menos, la tengo.

Ocupaba tanto espacio...

Isak, el único hombre que había estado alguna vez en su cocina durante más de treinta segundos, era pequeño, casi enclenque. Yngvar llenaba toda la habitación, de forma que prácticamente no quedaba sitio para Inger Johanne. Él se quitó la chaqueta y la colgó sobre una silla. Después se puso a hacer una tortilla, sin siquiera preguntar. Inger Johanne apenas podía moverse sin rozarlo. El hombre despedía un ligero olor a recién duchado y a puro, el olor de una persona mayor que ella. Cuando se remangó la camisa para cortar la cebolla, ella se percató de que tenía el vello del antebrazo rubio, casi dorado. Empezó a pensar en el verano y se dio la vuelta.

—¿Qué crees que significa la nota? —preguntó él, señalando al aire con el cuchillo—. «Ahí tienes lo que te merecías.» ¿Quién tiene lo que se merece? ¿La niña? ¿La madre? ¿La sociedad? ¿La policía?

—En algún sentido, en ambas ocasiones los mensajes iban dirigidos a las madres —respondió Inger Johanne—. Aunque el asesino evidentemente no podía saber que sería la mamá quien encontraría a Kim; hubiera podido ser el padre quien decidiese bajar al sótano. Y en lo que respecta a Sarah, supongo que tenemos razones para creer que el asesino comprendió que el paquete nunca llegaría a su destino. No es tonto. No sé. Creo que es más importante fijarse en el contenido del mensaje que hacer conjeturas sobre a quién iba dirigido.

—¿A qué te refieres con el contenido?

Yngvar encendió el fuego y se agachó para sacar una sartén del armario, sin siquiera preguntar dónde estaba. Inger Johanne se había sentado en una silla y miraba ensimismada su vaso de agua con cubitos de hielo.

—En realidad creo que hay que seguir otro camino —dijo lentamente.

—Muy bien. ¿Cuál?

—Siempre hay que empezar por abajo —contestó ella con aire ausente, como si estuviera buscando algo en la memoria—. Analizar lo que se tiene. Los hechos. Los hallazgos objetivos. Poner los ladrillos desde abajo. Nunca especular sin tener algún tipo de fundamento. Es peligroso.

—Así que eso es lo que hay que hacer.

—Sí.

Ella estiró la espalda y dejó el vaso en la encimera. La comida olía bien, Yngvar sacó platos y vasos, cuchillos y tenedores. Aparentemente concentrado, esculpió un bello ornamento a partir de un tomate.

—Mira —dijo satisfecho, depositando la sartén sobre la mesa—. Tortilla de cebolla. Esto me parece a mí una buena comida.

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