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Authors: Anne Holt

Castigo (21 page)

BOOK: Castigo
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—Me voy a ir —le aseguró—. Por supuesto.

—No —repuso ella—. Ahora es cuando vamos a empezar. ¿Quién mata niños?

—Ya hemos pasado por este ejercicio antes —protestó él, desconcertado—. Estábamos de acuerdo en que eran los automovilistas y los criminales sexuales. Pensándolo mejor, me resulta verdaderamente grotesco nombrar a los automovilistas en este contexto.

—Eso no quita que sean ellos los que matan a niños en este país —respondió ella secamente—. Pero olvídalo. Aquí de lo que se trata es de odio, de algún tipo de sentido de la justicia completamente retorcido.

—¿Cómo sabes eso?

—No lo sé. ¡Estoy pensando, Yngvar!

El blanco de los ojos de Stubø ya no era blanco. Tenía pinta de llevar de juerga tres días, y su olor acentuaba esta sensación.

—Hace falta un odio muy intenso para justificar unos actos como los de este hombre —aseveró Inger Johanne—. No olvides que él va a tener que vivir con esto, que dormir por las noches, que comer, sin que los remordimientos se lo impidan. Probablemente va a tener que desenvolverse en una sociedad que lo condena enérgicamente desde cada página de periódico, desde cada telediario, en las tiendas a las que no puede dejar de ir, en su lugar de trabajo, quizá...

—Pero es imposible que... ¡Es imposible que odie a los niños!

—Chsss. —Inger Johanne elevó la palma de la mano—. Estamos hablando de alguien que se está resarciendo. Resarciendo.

—¿De qué?

—No lo sé. Pero ¿tú crees que ha elegido arbitrariamente a Kim y a Emilie, a Sarah y a Glenn Hugo?

—Por supuesto que no.

—Ahora estás sacando conclusiones sin ninguna base. Por supuesto que pueden haber sido elegidos de un modo arbitrario, pero no es lo más verosímil. Que al hombre se le metiera de pronto en la cabeza, y sin ningún motivo, que le había llegado el turno a Tromsø... me parece dudoso. Tiene que haber algún tipo de relación entre estos niños.

—O entre sus padres.

—Exacto —dijo Inger Johanne—. ¿Quieres más café?

—Estoy a punto de vomitar.

—¿Té?

—Quizá lo mejor hubiera sido algo de leche caliente.

—Entonces te vas a quedar dormido.

—No estaría nada mal.

Eran las cinco y media.
El Rey de América
tenía pesadillas. Echado panza arriba, agitaba las patitas en el aire, como si huyese en sueños de un enemigo. Inger Johanne abrió la ventana para que se ventilara la cocina. El ambiente estaba muy cargado.

—El problema es que no somos capaces de encontrar una conexión entre los put... entre los padres. —Yngvar hizo un gesto de desesperación con los brazos.

—Obviamente eso no significa que no exista —señaló Inger Johanne y se sentó en el banco de la cocina apoyando los pies sobre un cajón medio abierto—. Limitémonos por un momento a jugar con la idea —continuó— de que se trata de un psicópata, simple y llanamente porque sus actos son tan horribles que parece una hipótesis creíble. ¿Qué sería entonces lo que estaríamos buscando?

—Un psicópata —murmuró Yngvar Stubø.

Ella prosiguió, como si no lo hubiese oído.

—Hay más psicópatas de lo que solemos creer. Según algunas estadísticas, son cerca del uno por ciento de la población. Casi todos hemos llamado alguna vez psicópata a alguien cuyo comportamiento no nos gusta, y no es algo tan lejano como quisiéramos creer. Aunque...

—Yo creía que hoy en día a eso se le llamaba trastorno de personalidad antisocial —comentó Yngvar.

—Pues resulta que eso es otra cosa. Los criterios para diagnosticarlos se superponen, pero... Olvídalo. ¡Ayúdame, Yngvar! ¡Estoy intentando pensar!

—Desde luego, el problema es que yo ya no estoy en condiciones de pensar en absoluto.

—Pues deja que lo haga yo. ¡Escúchame, por lo menos! La violencia... La violencia se puede dividir,
grosso modo
, en dos tipos: la instrumental y la reactiva.

—Ya lo sé —refunfuñó Yngvar.

—Nuestros casos son claramente el resultado de una violencia instrumental, es decir, que se trata de un ejercicio de violencia planificado y con objetivos concretos.

—Al contrario que la violencia reactiva —recitó Yngvar Stubø, despacio—, que es más bien consecuencia de amenazas externas o frustración.

—La violencia instrumental es mucho más habitual en los psicópatas que en el resto de la gente. De alguna manera presupone una cierta... maldad, por así decirlo. O, en términos más científicos: incapacidad para empatizar.

—Pues no parece el caso de nuestro hombre. Nuestro hombre...

—Los padres —dijo Inger Johanne pausadamente.

Se bajó de un salto del banco de la cocina y abrió la maleta de piloto rota. Buscó el sobre que había marcado con la palabra «Padres» y luego dispuso el contenido en filas en el suelo.
Jack
levantó la cabeza, pero luego se volvió a repantigar.

—Aquí tiene que haber algo —dijo ella con emoción contenida—. Tiene que haber alguna relación entre estas personas. Es sencillamente imposible odiar tan profundamente a cuatro niños de nueve, ocho, cinco y apenas un año.

—No se trata en absoluto de los niños —replicó Yngvar, casi en tono de pregunta, y se inclinó sobre los papeles.

—Quizá no, quizá sean las dos cosas, los niños y los padres. Las madres. Qué se yo.

—La madre de Emilie está muerta.

—Y Emilie es la única que no ha aparecido.

Los dos se quedaron callados. En aquel silencio sonaba más fuerte el tictac del reloj de la pared, que se aproximaba implacable a las seis.

—Todos los progenitores son blancos —dijo de pronto Inger Johanne—. Todos son noruegos, también sus familias. No se conocen. No tienen amigos en común. No trabajan en el mismo sitio. Esto es, como mínimo...

—Chocante. ¿Los ha elegido simple y llanamente porque no tenían nada en común?

—Común, común, común... —Inger Johanne repetía la palabra una y otra vez, como un mantra—. La edad. Las edades van desde los veinticinco que tiene la madre de Glenn Hugo, hasta los treinta y nueve del padre de Emilie. Las madres tienen edades comprendidas entre...

—Veinticinco y treinta y un años —dijo Yngvar—. Un abanico de seis años, no es muy amplio.

—Por otro lado se trata de mujeres con hijos pequeños, así que la diferencia no puede ser tan grande.

—¿Crees que hay alguna conexión entre el hecho de que la madre de Emilie esté muerta y el que la niña siga sin aparecer?

Yngvar suspiró profundamente y se levantó. Le echó un vistazo a los papeles y luego empezó a recoger las tazas y la cafetera.

—No tengo la menor idea. Quizás el de Emilie sea un caso aparte. Lo digo en serio, Inger Johanne, ya no puedo pensar más.

—Creo que ahora mismo él lo está pasando mal —dijo ella para sí—. Creo que cometió algún error en Tromsø. Este niño tenía que morir del mismo modo que los demás. De un modo inexplicable. Por algún motivo insondable, el hombre ha desarrollado un método para matar que...

—No deja huella —completó él con rabia—. Que hace que todo nuestro ejército de supuestos buenos médicos se encoja de hombros. «Lo sentimos», dicen, «causa de la muerte desconocida.»

Inger Johanne estaba arrodillada en el suelo, completamente en silencio, con los ojos cerrados.

—No iba a ahogar a Glenn Hugo —dijo en voz baja—. No era así como iba a suceder. Lo que lo hace disfrutar es el control que tiene sobre todo y sobre todos en esos momentos. Para él es un juego. De alguna manera siente que... que se está resarciendo de algo. En Tromsø se asustó. Perdió el control. Eso lo subleva. Quizás haga que cometa un descuido.

—Bestia —gruñó Yngvar, enfurecido—. Maldita bestia.

—No desde su punto de vista —repuso Inger Johanne, aún de rodillas, sentada con el trasero sobre los talones—. Se trata de un tipo relativamente adaptado, por lo menos en apariencia. Probablemente no tiene antecedentes policiales. Está extremadamente preocupado por el control. Lo tiene siempre todo ordenado, limpio. Lo que está haciendo ahora lo hace porque es lo correcto. Ha perdido algo. Le han quitado algo esencial para él, algo que cree que le pertenece. Estamos buscando a una persona que se considera completamente legitimado a hacer lo que está haciendo. El mundo se ha confabulado contra él. Todo lo que le ha ido mal en la vida ha sido por culpa de otros. No ha conseguido los trabajos que le correspondían. Cuando le ha ido mal en los exámenes, ha sido porque las preguntas estaban mal formuladas. Cuando ganaba demasiado poco, era porque el jefe era un idiota que no sabía valorarlo como merecía. Pero él se lo toma con filosofía. Vive con todo eso, con las mujeres que no quieren irse con él, con el ascenso que no llega. Hasta que un día...

—Inger Johanne...

—Hasta que un día sucede algo que...

—¡Inger Johanne! ¡Basta!

—Hasta que se colma el vaso. Hasta que ya no es capaz de seguir sobrellevando la injusticia. Hasta que le llega el turno de resarcirse.

—¡Lo digo en serio! Déjalo ya. ¡Esto no son más que especulaciones!

A Inger Johanne se le habían dormido las pantorrillas. Hizo una mueca cuando se agarró al canto de la mesa para levantarse.

—Es posible. Fuiste tú quien me pidió ayuda.

—Aquí huele mal.

Kristiane apareció en la puerta, tapándose la nariz, y con
Sulamit
bajo el brazo.
El Rey de América
le lamía el rostro, entusiasmado.

—Hola, tesoro. Buenos días. Vamos a ventilar un poco más.

—El señor huele mal.

—¡Ya lo sé! —Yngvar se forzó a sonreír—. Ahora mismo me voy a ir a casa a ducharme. Gracias, Inger Johanne.

Kristiane regresó a su cuarto, seguida por el perro. Al ponerse la chaqueta, Yngvar Stubø intentó ocultar las manchas de sudor de las axilas. Cuando llegó a la puerta de la entrada hizo ademán de darle un abrazo a Inger Johanne, pero finalmente le tendió la mano, que estaba sorprendentemente seca y caliente. Ella continuó notando el tacto ardiente de aquella mano mucho tiempo después de que él desapareciese tras la casa roja del final de la calle. Inger Johanne se dio cuenta de que tenía que limpiar las ventanas; había trozos de cinta adhesiva pegados por todas partes. Además tenía que ponerse una venda en el meñique del pie. Aunque apenas le había prestado atención después de golpeárselo de camino a la puerta, cinco horas antes, ahora se percató de que se le había hinchado y de que la uña casi había desaparecido. En realidad le dolía bastante.


Jack
se ha hecho caca —gritó Kristiane triunfalmente desde el salón.

35

Aunque Aksel Seier nunca era realmente feliz, algunas veces se sentía satisfecho con la existencia que llevaba. En días como éste lo asaltaba cierta sensación de pertenencia, de que había echado raíces en Harwichport, en su casa gris de madera de cedro junto a la playa. La lluvia oscurecía el asfalto irregular de Ocean Avenue, y la camioneta bajaba lentamente, y dando tumbos, hacia la casa a la que de todos modos no estaba seguro de querer llamar hogar. El mar y el cielo gris se fundían en uno. El verde intenso de las copas de los robles que se curvaban y se juntaban en lo alto, convirtiendo parte del camino en un túnel botánico, había palidecido. A Aksel le gustaba este tiempo. Hacía calor, y el aire que le acariciaba la cara a través de las ventanillas abiertas se le antojaba puro, nuevo. Aparcó la camioneta ante la puerta, pero permaneció un rato sentado, reclinado en el sillón. Por fin sacó las llaves del contacto y salió de la furgoneta.

La banderita metálica del buzón estaba levantada. A la señora Davis no le gustaba el buzón de Aksel. El suyo se lo había pintado Björn, un supuesto sueco que vendía caballitos de madera Dala falsos a los turistas de Main Street. Björn no hablaba sueco, y además tenía el pelo negro y los ojos castaños. Pero cuando pintaba sólo utilizaba pintura amarilla y azul, tal como le gustaba a la señora Davis. Por tanto, su buzón quedó adornado con flores amarillas de azules tallos danzantes. El buzón de Aksel era completamente negro. La banderita había sido roja alguna vez, pero de eso hacía ya mucho tiempo.

—¡Has vuelto! —lo saludó ella en inglés.

A veces Aksel se preguntaba si la señora Davis tendría un radar en la cocina. Si bien es cierto que ella había enviudado hacía muchos años, que no trabajaba —vivía del modesto seguro de vida de su marido, que había desaparecido en el mar en 1975—, y que, por tanto, podía dedicar todo su tiempo a controlarlo todo, a vigilar a todo el mundo, en aquella pequeña ciudad, su eficiencia no dejaba de impresionar a Aksel. Él no recordaba haber vuelto una sola vez a casa sin que la mujer vestida de rosa lo recibiera cordialmente.

Sacó una botella de una bolsa marrón.

—¡Ay, cielo! ¿Licor? ¿Para mí, cariño?

—Sirope —respondió él—. De Maine. Gracias por cuidarme al gato. ¿Cuánto le debo?

La señora Davis no quería dinero, de ninguna manera. Si él había estado muy poco tiempo fuera. ¿No hacía sólo cuatro días que se había marchado? ¿Cinco? Nada, nada, había sido un placer, un gato tan bonito y tan bien educado... Sirope de Maine. ¡Muchas gracias! Un estado tan hermoso, Maine. Saludable y todavía virgen. Ella también debería darse una vuelta por ahí pronto, seguramente habían pasado veinte años desde la última vez que visitó a su cuñada que vivía en Bangor, que era directora de un colegio, una señora estupenda, aunque había que decir que empinaba un poco el codo. Pero allá ella, desde luego no era asunto de la señora Davis. Por cierto, ¿no era a Nueva Jersey adónde iba?

Aksel se encogió de hombros en un gesto que podía significar cualquier cosa. Sacó la maleta de la furgoneta y se dirigió hacia la puerta de entrada.

—¡Te ha llegado correo, Aksel! ¡No te olvides de echar un vistazo al buzón! Y la chica que te visitó la semana pasada volvió a venir. Te dejó su tarjeta, también en el buzón, creo. ¡Qué chica tan maja! Monísima.

La señora Davis alzó la vista al cielo y entró en su casa. Las gotas de lluvia se habían posado como perlas sobre su jersey de angora y estaban alisándole el cabello por completo.

Aksel dejó la maleta en el umbral. No le gustaba que le llegara correo, siempre eran facturas. Aparte de eso sólo había una persona que le escribiera, y su correspondencia llegaba cada medio año, en Navidad y en julio, con una regularidad matemática, desde hacía tiempo. Se volvió hacia la casa de la señora Davis, que se había detenido bajo el alero del tejado y le señalaba el buzón con entusiasmo. Se dio por vencido y se acercó al buzón negro en pocas zancadas. Abrió la tapa. El sobre era blanco. No contenía una factura. Se metió la carta bajo el jersey, como si se tratase de algo ilegal. Una tarjeta de visita cayó al suelo. La recogió, le echó una ojeada y se la guardó en el bolsillo de atrás.

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