Castigo (22 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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La casa olía a cerrado. Aquel olor dulzón, mezclado con el polvo, lo hizo estornudar. La nevera estaba sospechosamente silenciosa. Aksel abrió lentamente la puerta sin que se encendiera la luz sobre las seis solitarias latas de cerveza que estaban en el último estante. Debajo había un plato con estofado, cubierto de una película verde y de aspecto desagradable. No hacía ni dos meses desde que Frank Malloy le había arreglado la nevera a cambio de un cojín bordado para su mujer. Según él, ya casi no quedaba nada que reparar, Aksel iba a tener que comprarse pronto una nevera nueva. Aksel sacó una cerveza. Estaba tibia.

La carta era de Eva. Él no esperaba carta de ella ahora, que sólo le escribía a mediados de julio y algunos días antes de Navidad. Así tenía que ser. Así había sido siempre. Aksel se sentó en la silla bajo la lámpara en forma de tiburón. Abrió el sobre con un abrecartas de estaño con relieves vikingos. Extrajo el papel escrito con aquella letra que conocía tan bien, poco clara y difícil de descifrar. Los renglones caían en picado hacia la derecha. Desdobló la carta, la dejó sobre el muslo, luego se la acercó a los ojos.

Para cuando apuró las últimas gotas de cerveza, había conseguido leerla entera. Para estar completamente seguro, decidió releerla.

Después se quedó sentado con la mirada perdida.

36

Por una parte, Inger Johanne se alegraba de que todos contaran con que ella llevase la tarta. Ella era de las que siempre se encargaba de las tartas, en su opinión y en la de los demás. Ella era la que se encargaba de que siempre hubiera café en la sala común. Si Inger Johanne pasaba tres días sin ir a trabajar, la nevera se vaciaba de refrescos, y en la fuente de la fruta quedaban sólo un par de manzanas secas y un plátano pasado. Era impensable que alguno de los que trabajaban en administración se encargara de ese tipo de cosas; en la universidad aún quedaban restos de las actitudes sociales de los años setenta y, en realidad, eso a ella le gustaba. Normalmente. Ahora estaba bastante irritada.

Hacía una eternidad que sabían que Fredrik cumplía cincuenta años. Desde luego también él se había encargado de recordárselo, repetidamente y en voz bastante alta. Hacía más de tres semanas que Inger Johanne había recaudado dinero, doscientas coronas por cabeza, y se había ido completamente sola a los almacenes de Ferner Jakobsen a comprar un costoso jersey de cachemira para el catedrático más esnob de la facultad. Pero de la tarta se había olvidado. Aunque nadie se lo había recordado, todos la miraron sorprendidos cuando volvió de la biblioteca de la universidad. Ya habían comido, sin que hubiese una tarta de nueces sobre la mesa. Nadie había entonado canciones, ni pronunciado discursos. Fredrik estaba de un humor de perros. Los demás parecían ofendidos, como si ella hubiera traicionado a todo el mundo en un momento decisivo.

—De vez en cuando alguien podría también colaborar con algo —espetó Inger Johanne, cerrando la puerta de su despacho de golpe.

No era propio de ella olvidarse de algo así. Los demás habían confiado en ella, como siempre, y ella los había defraudado. Si se hubiera acordado del maldito cumpleaños, podría haberle pedido a Tine o a Trond que compraran la tarta. Al fin y al cabo se trataba de un cincuentenario. Tampoco podía echarle la culpa a Yngvar, aunque le hubiera robado una noche entera de sueño, pues en realidad ella estaba acostumbrada a ese tipo de cosas. Se había habituado a ello durante los primeros años de vida de Kristiane.

M
I QUERIDO HIJO

ANDERS MOHAUG

N. 27-3-1938

M
E DEJÓ EL 12 DE JUNIO.

L
AS EXEQUIAS SE HAN CELEBRADO

EN LA INTIMIDAD.

A
GNES DOROTHEA MOHAUG

Sacó la hoja de papel del bolso. La biblioteca de la universidad tenía todos los ejemplares de los periódicos locales en microfilme. Había tardado menos de una hora en encontrar la esquela. Tenía que ser ésa. Como por una ironía del destino, o quizá más bien a causa de la sensibilidad de un maquetador que conocía bien su entorno, la esquela estaba discretamente situada en la parte inferior de la hoja, en una esquina, casi sola.

Por lo tanto el hombre contaba veintisiete años cuando murió. En 1956, cuando la pequeña Hedvik fue secuestrada, violada y asesinada, él tenía dieciocho.

—Dieciocho años...

No había ninguna necrológica. Inger Johanne había estado buscando palabras clave, pero se había rendido después de examinar los periódicos de las cuatro semanas siguientes al entierro. Nadie había tenido nada que decir sobre Anders Mohaug. La madre ni siquiera se había visto en la necesidad de pedir que no le mandaran flores a casa.

¿Cuántos años tendría ella? Inger Johanne calculó con los dedos. Si había alumbrado al chico a los veinticinco años, por ejemplo, hoy tendría casi noventa. Ochenta y ocho, si es que todavía vivía. Podía ser incluso mayor, quizás el niño había llegado muy tarde.

—Está muerta —murmuró Inger Johanne, guardando la copia de la esquela en una carpeta de plástico.

De todos modos decidió probar. La dirección había sido fácil de encontrar, en una guía de teléfonos de 1965. La operadora del servicio de información telefónica le había dicho que ahora vivía otra mujer en la vieja dirección de Agnes Mohaug. Ya no existía ningún número de teléfono registrado a nombre de Agnes Mohaug, le aseguró la voz metálica del 180.

Pero quizás alguien se acordara de ella, o de su hijo. En el mejor de los casos, quizás hubiera alguien que se acordara de Anders.

Valía la pena intentarlo, y la antigua dirección de Lillestrøm al menos era un punto de partida. Así Alvhild se pondría contenta. Por alguna razón, eso de alegrar a Alvhild se había convertido en un objetivo importante para Inger Johanne.

37

Emilie parecía haber empequeñecido. Era como si hubiera encogido y eso irritaba al hombre, lo hacía apretar las mandíbulas. Al oír que le rechinaban las muelas, se esforzó por relajarse. Emilie no podía quejarse del trato que recibía. Comida no le faltaba.

—¿Por qué no comes? —le preguntó él con dureza.

La niña no respondió, pero al menos abrió la boca para intentarlo. Algo era algo.

—Tienes que comer.

Llevaba la bandeja inclinada y, al agacharse para dejarla en el suelo, el cuenco con sopa que sostenía se deslizó peligrosamente hacia el borde.

—¿Me prometes que te vas a comer esto?

Emilie asintió con la cabeza y se cubrió con el edredón hasta la barbilla para que él no viera lo raquítica que se había quedado. Bien. El hombre olfateó. El olor a orina llegaba hasta la puerta. Qué insalubre. Durante un momento él se planteó la posibilidad de acercarse al lavabo para comprobar si se le había acabado el jabón. Al final decidió dejarlo correr. Lo cierto es que la niña llevaba puesta la misma ropa desde hacía ya algunas semanas, pero al fin y al cabo no era más que una cría. Podía lavarse las bragas cuando quisiera, si es que quedaba jabón, claro.

—¿Te lavas?

Ella asintió con cuidado, sonriendo. Era una sonrisa curiosa la de esta niña, sumisa en cierto sentido, femenina. La cría tenía sólo nueve años y ya había aprendido a sonreír de ese modo servil que no revelaba nada, nada más que su falsedad. Una sonrisa de mujer. Al hombre volvieron a dolerle las mandíbulas. Tenía que sobreponerse, relajarse y recuperar el dominio de sí mismo que había perdido en Tromsø. Los nervios lo habían traicionado. Las cosas no habían salido tal y como las había planeado, pero no había sido culpa suya, sino del tiempo. No era de esperar que fuera a llover ni a hacer frío. ¡Mayo! Mayo, y el niño estaba envuelto como si se hallaran en lo más crudo del invierno. Eso no podía ser bueno. Aunque en realidad, ahora que el niño estaba muerto, daba lo mismo. Él había conseguido volver a casa, y eso era lo más importante. Seguía teniendo el control. Inspiró profundamente y se obligó a centrarse. ¿Por qué tenía aquí a esta niña?

—Debes andar con cuidado —dijo en voz baja.

Odiaba el olor de la cría. Él se duchaba varias veces al día, nunca iba sin afeitar, siempre llevaba la ropa recién planchada. La madre olía como Emilie, a veces, cuando la enfermera que iba a su casa se retrasaba. Él no lo soportaba. Hedor a putrefacción humana. Olores corporales humillantes que eran consecuencia de la falta de control. Tragó saliva violentamente; tenía la garganta hinchada y dolorida.

—¿Apago la luz? —dijo, retrocediendo un paso.

—¡No! —La niña seguía viva—. ¡No! ¡Eso no!

—Pues entonces vas a tener que comer.

De alguna manera le resultaba excitante estar ahí de pie. Había enganchado la puerta a la pared, pero siempre cabía la posibilidad de que se cerrara si se descuidaba. Si tropezaba, por ejemplo, si perdía por un momento el equilibrio y se caía contra la puerta, el gancho se soltaría del cáncamo y la puerta se cerraría. Entonces estarían perdidos. Los dos. Él y la chiquilla. El hombre respiraba agitadamente. Podía entrar en el cuarto y confiar en el gancho. Era un buen apaño, lo había hecho él mismo: un cáncamo atornillado a la pared, hasta el fondo, con un taco para que quedara bien fijo. Un gancho, grande y sólido, no iba a soltarse solo. El hombre dio unos pasos más hacia el interior de la habitación.

Control.

Le habían fallado los cálculos. Tuvo que ahogar al niño. No tenía que haber sucedido así. Ciertamente no había planeado secuestrar al niño como había hecho con los demás; era inteligente hacer las cosas de modo diferente cada vez. Generaba confusión. No en él, claro, sino en los demás. Sabía que el niño dormía al aire libre por lo menos un par de horas al día. Al cabo de una hora, fue demasiado tarde. No para él, sino para los demás.

Habría sido mejor que Emilie fuera un chico.

—Tengo un hijo —dijo.

—Mmm.

—Es más joven que tú.

La niña parecía aterrorizada. Él se acercó un poco más hacia la cama. Emilie se arrimó a la pared, con los ojos desorbitados.

—Hueles que apestas —comentó él lentamente—. ¿No has aprendido a asearte? No te voy a dejar subir a ver la tele si apestas así.

Ella seguía petrificada, con la vista clavada en él. Ahora la cara se le había puesto blanca, no color piel, no rosa. Blanca.

—Tú ya eres una señorita, ¿sabes?

Emilie tenía la respiración muy acelerada. Él sonrió, más relajado.

—Come —la animó—. Lo mejor es que comas.

Después retrocedió hacia la puerta. Sintió la frialdad del gancho contra los dedos. Con mucho cuidado lo desenganchó del cáncamo. Después dejó que la puerta se cerrara lentamente entre la niña y él, puso la mano sobre el interruptor de la luz y lo invadió una enorme satisfacción al pensar en lo previsor que había sido al instalarlo por la parte de fuera. Apagó el interruptor, que ofreció una leve resistencia tan agradable al tacto que lo llevó a subirlo y bajarlo varias veces. Apagar y encender. Apagar y encender y apagar.

Al final dejó la luz encendida y subió a ver la televisión.

38

—Tenemos las listas con los nombres de todas las personas que llegaron o salieron de Tromsø en avión el día del asesinato de Glenn Hugo. La policía de Tromsø está haciendo el considerable esfuerzo de reunir los vídeos de todas las gasolineras que hay en trescientos kilómetros a la redonda. Las compañías de autobuses están intentando confeccionar listas de sus pasajeros, cosa que es bastante más difícil. El transbordador de la costa está haciendo lo propio, al igual que el resto de las compañías de transporte marítimo.

Sigmund Berli se rascó la nuca y se tiró del cuello de la camisa.

—Y tampoco es que haya muchas otras maneras de entrar y salir del París nórdico. Por ahora no hemos pedido ayuda a los hoteles. Es dudoso que el tipo se haya alojado en un hotel, la verdad... Después de quitarle la vida a un bebé, quiero decir.

—Debemos de estar hablando de... cientos de nombres.

—Cientos de miles, me temo. Los chicos están trabajando como locos para conseguir meterlo todo en el ordenador a toda prisa. Cotejan los nombres con... —Berli contempló el tablero de Yngvar Stubø al que había fijado las fotos de Emilie, Kim, Sarah y Glenn Hugo, con grandes chinchetas azules. Sólo Kim sonreía tímidamente, los demás niños miraban la cámara con seriedad—. Los cotejan con las listas que han elaborado los padres con los nombres de toda la gente con la que han tratado o que han conocido, con la gente con la que han tenido algún contacto. Joder..., estas listas se están volviendo absurdas, Yngvar. —Se le quebró la voz y carraspeó—. Ya sé que es necesario, pero resulta tan...

—Frustrante. Toda esa cantidad de nombres y ninguna conexión entre ellos. —Yngvar bostezó largamente y se soltó el cuello de la camisa—. ¿Qué pasa con el hombre al que vieron en...? —Cerró los ojos para concentrarse—. La calle Soltun —recordó—. El hombre vestido de azul o gris.

—No se ha presentado nadie —dijo Sigmund Berli, en un tono un poco más animado—. Cosa que hace que el testimonio sea cada vez más interesante. Por lo visto, el testigo tenía razón: la mujer de rojo era una vecina, ella misma dice que debió de pasar por allí, procedente de la cuesta de Langnes, sobre las tres menos diez. El chico en bicicleta también ha sido identificado, se ha presentado esta mañana con su padre y es evidente que no tiene nada que ocultar. Ninguno de los dos ha visto ni oído nada misterioso. En cuanto al hombre que tenía prisa y quería... ¿disimularlo? Ése no se ha presentado. Por lo tanto puede tratarse de...

—Nuestro hombre. —Yngvar Stubø se levantó—. Tenía entre veinticinco y treinta y cinco años. Tenía pelo. ¿Qué más?

El inspector se había puesto de pie con la cara vuelta hacia las fotografías de los niños. Sus ojos recorrían la serie de fotos una y otra vez.

—No mucho más, me temo. Este testigo, no me acuerdo ahora de cómo se llama, por lo visto es especialmente renuente a decir nada que pueda conducir a error. Describe su modo de andar y su silueta, pero se niega a ayudar a realizar un retrato robot de la cara.

—Bastante sensato, en realidad, si piensa que no lo vio bien. ¿Por qué cree entonces que el hombre tenía alrededor de treinta años?

—Por la figura, el pelo, la manera de andar. Ágil, pero no joven del todo. Por la ropa. Por todo. Además, decir que tenía entre veinticinco y treinta y cinco tampoco es precisar demasiado.

Yngvar Stubø basculaba sobre sus tacones.

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