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Authors: Anne Holt

Castigo (35 page)

BOOK: Castigo
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54

Aksel Seier estaba de pie en el salón ante un espejo desportillado. Se pasó una mano por la cabeza. Olía a naranjas. Se había cortado el cabello, y los pelos de la nuca le pinchaban los dedos. En opinión de la señora Davis, él, por una vez, tenía pinta de venir de una sociedad civilizada. Al fin y al cabo iba a irse de viaje, a un país en el que la gente, por lo que había oído la señora Davis, pensaba que los norteamericanos eran unos vulgares bárbaros. Eso solían pensar los europeos. Lo había leído en el
National Enquirer.
Aksel tenía que demostrarles que era un hombre pudiente. Esa pelambrera gris quizá le valiera aquí en Harwichport, pero ahora iba a enfrentarse a otro mundo. Se había pegado un buen tajo en la oreja, pero al menos el corte era homogéneo. Pelado por los cuatro costados. El aceite de naranja lo había dejado allí alguno de sus seis yernos. Se suponía que era bueno para el cuero cabelludo. A Aksel no le gustaba el olor de los cítricos. Como no se iba hasta el día siguiente, decidió lavarse el pelo antes de tomar el autobús en dirección al Aeropuerto Internacional Logan de Boston. Matt Delaware se había ofrecido a llevarlo hasta la parada de Barnstable. Faltaba más: Aksel le había dejado el barco y la furgoneta a precio de ganga.

Su propiedad en Ocean Avenue, en cambio, la había vendido por 1,2 millones de dólares.

Tal y como estaba.

No había tardado más de una hora en elegir las cosas que se iba a llevar. Los soldaditos de cristal, que le habían costado cuatro años de trabajo, se había decidido a regalárselos a la señora Davis. El riesgo de que se quebraran al cruzar el océano era demasiado grande. Ella se conmovió y le prometió no permitir que ninguno de sus nietos jugara con ellos. Al gato lo querría como si fuera suyo, declaró la mujer en voz muy alta. Matt había hecho una reverencia cuando Aksel le ofreció el tablero de ajedrez y el gran tapiz. La condición era que le mandara el mascarón de proa a Aksel en cuanto tuviera dirección en Noruega.

El mascarón de proa le recordaba a Eva.

A Aksel no le gustaba su nuevo peinado. Le hacía parecer más viejo; le resaltaba más las facciones, las arrugas y los poros, y era como si sus dientes amarillentos y torcidos, que habría debido arreglarse hacía mucho tiempo, estuviesen más salidos ahora que había desaparecido su flequillo y él tenía la cara desnuda y al descubierto. Intentó ocultarse tras un par de gafas viejas de montura marrón. La graduación ya no era la correcta y lo mareaban un poco.

Había estado en el banco. El importe de la venta ascendía a unos diez millones de coronas. Cheryl, que había crecido en Harwichport y que había empezado a trabajar en el banco sólo un par de semanas antes, le había sonreído y le había susurrado
«You lucky son of a gun»
antes de explicarle que el comprador le pagaría el resto del dinero a plazos durante las siguientes seis semanas. Aksel tenía que ponerse en contacto con un banco en Noruega, abrir una cuenta corriente, y todo estaría arreglado a no ser que las autoridades le pusieran muchas trabas. Pero seguro que todo saldría muy bien, aseguró ella, riéndose de nuevo.

Diez millones de coronas.

Para Aksel era una cifra astronómica. Se decía una y otra vez que hacía siglos que no se enteraba de lo que valía una corona y de que Noruega al fin y al cabo era un país muy caro. De eso sí que se había enterado al leer esporádicamente artículos que trataban sobre su país. Pero un millón largo de dólares era al fin y al cabo un millón largo de dólares, fuera a donde fuera en el mundo. Incluso en Beacon Hill en Boston habría conseguido una casa por ese precio. Oslo no podía ser más caro que Beacon Hill.

La señora Davis lo había acompañado a Hyannis cuando fue a comprarse ropa. Aksel, muy a su pesar, no se fiaba del todo del criterio de ella. Sobre todo le resultaban incómodos los pantalones a cuadros de K-mart. La señora Davis pensaba que los cuadros y el color pastel lo hacían parecer rico, que es lo que era, por otra parte. Cuando murmuró algo sobre el centro comercial del cabo Cod, ella alzó los ojos y le dijo que las tiendas de allí te clavaban en cuanto entrabas por la puerta. Lo que no se vendiera en K-mart no merecía la pena ser comprado. Ahora Aksel tenía una maleta llena de ropa nueva que no le gustaba. La señora Davis le había confiscado las viejas camisas de franela y los vaqueros. Lo iba a lavar todo antes de dárselo al Ejército de Salvación.

Aksel pensó que tenía que acordarse de llamar a Patrick.

Se alejó un paso del espejo. Bajo aquella luz, que entraba oblicuamente por la ventana, tenía verdaderos problemas para reconocerse en el espejo lleno de manchas. No era sólo el pelo lo que resultaba extraño. Intentó estirar la espalda, pero algo en la nuca y en los hombros se lo impedía. Llevaba demasiados años mirando al suelo. Aksel se había quedado así tras pasar miles de días doblando el espinazo, trabajando apartado de todos los demás, y largas veladas encorvado sobre sus manualidades y sus propios pensamientos.

Volvió a levantar la cabeza. Algo le pinchaba entre los omóplatos. Le daba la impresión de estar más delgado. Se estaba obligando a mantener la postura. Luego se pasó la mano por la chaqueta marrón del traje y empezó a preguntarse si debía ponerse corbata. Una corbata inspiraba mucho respeto. En eso, por lo menos, la señora Davis tenía razón.

Si le sobraba algo de dinero, pensaba pagarle a Patrick un viaje al otro lado del océano. Aunque su compañero ganaba bastante en la temporada de verano, la mayor parte se le iba en el mantenimiento del tiovivo y los gastos para vivir durante los largos meses de invierno en los que apenas tenía ingresos. Patrick nunca había vuelto a Irlanda. Podía visitarlo en Oslo, quedarse una semana o dos, y pasar por Dublín en el viaje de vuelta, si le apetecía.

De pronto Aksel se dio cuenta de que tenía miedo. Todavía le quedaba un montón de cosas por hacer antes de partir. Tenía que ponerse en marcha.

Nunca había subido a un avión, pero no era eso lo que le asustaba.

Quizás Eva no quería que fuera para allá. En realidad no se lo había pedido. Aksel Seier se quitó la chaqueta nueva y empezó a empaquetar los soldaditos de cristal en el papel de seda que le había conseguido la señora Davis.

Se hizo un corte en el dedo con un pequeño cristal azul. Eran los restos del general que había roto Inger Johanne Vik. Aksel se llevó el dedo a la boca. Quizá la joven había perdido el interés por él cuando él se largó sin avisar.

No había tenido tanto miedo desde 1993, cuando por fin dejó de soñar con el policía de los ojos llorosos y el manojo de llaves.

55

—Estaba completamente loco —dijo ella—. Como una auténtica cabra.

Cuando Lena Baardsen abrió la puerta parecía asustada, aunque en realidad no era tan tarde. Los ojos enrojecidos por el llanto y las ojeras casi moradas contrastaban con la palidez de su rostro. El aire del piso estaba húmedo y viciado, aunque era evidente que la mujer intentaba mantener el orden. No le ofreció nada de beber, aunque sostenía un buen vaso de cocina que contenía un líquido que Yngvar identificó como vino tinto. Como si se hubiera dado cuenta de lo que estaba pensando, la mujer levantó el vaso y dijo:

—Por recomendación del médico. Dos vasos antes de acostarme. Dice que es mejor que los somníferos. A mí, en realidad, no me ayuda ninguna de las dos cosas, pero el vino al menos está más rico. —Se bebió de un trago lo que quedaba—. Karsten es un seductor. O por lo menos lo era. Y muy solícito. Yo era entonces muy joven y no estaba acostumbrada a tantas atenciones. Simple y llanamente... —cerró los ojos— me enamoré —dijo muy despacio.

Probablemente la sonrisa pretendía ser irónica, pero sólo resultaba triste, sobre todo cuando volvió a abrir los párpados.

—Pero al hacernos novios, fue como si se le cruzaran los cables. Se volvió celosísimo, muy posesivo. Nunca llegó a pegarme, pero de todos modos yo al final estaba muerta de miedo. Él... —Recogió las piernas en el sofá y se estremeció como si tuviera frío, a pesar de que en la casa debía de hacer una temperatura de por lo menos treinta grados—. No tardé en darme cuenta de que no estaba bien de la cabeza. Se despertaba en medio de la noche si yo iba al baño y venía a comprobar que realmente estuviera haciendo pis, como si creyera que me iba a... largar. Tampoco es que viviéramos juntos. En realidad no. Yo tenía alquilada una habitación que era demasiado pequeña para dos. Él vivía en una especie de comuna, pero creo que en el fondo la gente con la que vivía no lo aguantaba, así que acabó por mudarse a mi casa. Sin pedir permiso. No se trajo sus cosas ni nada, no había espacio para eso, pero fue como si tomara el mando. Recogía, limpiaba y hacía lo que le daba la gana. Es un maniático de la limpieza. Era, quiero decir, ahora ya no lo conozco. Era increíblemente egocéntrico. Todo era yo, yo, yo. Todo el rato. Hoy no lo habría tolerado, pero él era tan guapo y tan atento, al menos al principio, y yo era tan joven... —Sonrió levemente a modo de disculpa.

—¿Sabe...? —dijo Yngvar, luego volvió a empezar—. ¿Sabía algo de su familia?

—Su familia —repitió Lena Baardsen con voz inexpresiva—. Conocía a su madre. Estuve con ella en dos ocasiones. Es simpática. A su manera. Muy dócil. A veces Karsten la trataba fatal, aunque por otra parte se notaba que... en el fondo la quería. A ratos, por lo menos. Lo único a lo que Karsten parecía tenerle miedo era a la abuela. Yo no llegué a conocerla, pero, joder, me contaba cada cosa que... —De pronto puso cara de sorpresa—. ¿Sabes qué? En realidad no recuerdo lo que me contó. No consigo recordar ningún ejemplo. Qué raro. Recuerdo muy bien que él la odiaba. Ésa era la impresión que me daba a mí, al menos. Que la odiaba de verdad.

—¿Y el padre?

—¿El padre? No sé... Nunca hablaba de su padre, creo. En realidad no le gustaba hablar de su vida. De su infancia y esas cosas. Por lo poco que me dijo, creo que lo criaron su madre y su abuela. Debía de ser la madre de su madre, supongo, aunque no estoy segura. Karsten estaba loco. He hecho todo lo posible por olvidarme de él.

En sus labios se volvió a dibujar algo parecido a una sonrisa. Yngvar se quedó mirando algo que había sobre la mesa: una foto de Sarah en un marco de plata. Junto a ella, una gran vela rosada y, en un jarroncito, una pequeña rosa.

—No consigo dormir —susurró Lena—. Me da tanto miedo que se apague esa vela... Quiero que esté encendida todo el tiempo. Para siempre. Mientras esa vela no se apague será como si nada de todo esto fuera realmente verdad.

Yngvar asintió casi imperceptiblemente.

—Lo sé —dijo con serenidad—. Sé cómo se siente.

—No —repuso ella con vehemencia—. ¡Tú no sabes cómo me siento!

Tras su cara desencajada, en el fondo de sus rasgos repentinamente crispados, Yngvar percibió la capacidad de Lena Baardsen para salir adelante, aunque ella todavía no la había descubierto. Que su hija hubiera muerto era para ella inconcebible y lo seguiría siendo durante bastante tiempo. Lena Baardsen se aferraba a una pena que la asediaba desde todas partes, todo el rato. Su existencia estaba fuera de toda realidad, porque en esos momentos la realidad era insoportable.

La cosa todavía iría a peor, pero al final, cuando llegara el momento, le sería posible volver a vivir. Entonces vendría la verdadera tristeza, esa que no se pasa nunca y que no puede compartirse con nadie. Esa pena que le permitiría seguir viviendo y riendo, quizás incluso tener otros hijos, pero que sin embargo no la abandonaría nunca.

—Sí —aseveró Yngvar—. Sí que sé cómo se siente.

Hacía demasiado calor. Se levantó y abrió la puerta del pequeño balcón.

—¿Ha sido él?

Yngvar se volvió a medias. La voz de ella sonaba cascada, como si ya casi no le quedara más. Había llegado el momento de marcharse. Lena Baardsen iba a salir adelante, y él ya tenía las respuestas que necesitaba.

—Se acordaba usted de la fecha de la última vez que lo vio —señaló.

—Me escapé —dijo Lena—. Me escapé a Dinamarca. Dejé el piso mientras él estaba en el trabajo, llevé todas mis cosas a casa de mi madre y me marché por un tiempo indefinido. Durante algunas semanas le estuvo haciendo la vida imposible a mi madre, pero luego se rindió. Supongo. ¿Ha sido él quien...? ¿Mató él a Sarah?

Yngvar cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.

—Eso no lo sé —contestó secamente.

Dejó abierta la puerta de la terraza y se dirigió hacia la entrada. En medio del salón se detuvo en seco y miró de nuevo la foto de Sarah. La rosa se estaba marchitando. Se le doblaba el tallo y necesitaba más agua.

Al llegar al coche se dio la vuelta y contó los siete pisos de la fachada. Lena Baardsen había salido a la terraza y llevaba una manta sobre los hombros. No lo saludó con la mano. Él agachó la cabeza y se metió en el coche. La radio se encendió en cuanto arrancó el motor, pero hasta bien pasado Høvik Yngvar no se enteró de que el locutor hablaba de las penurias de la peste negra.

Se moría de ganas de pegarle un guantazo. Turid Sande Oksøy no sabía mentir bien, quizá por eso procuró por todos los medios que su marido no le viese la cara cuando repitió:

—Nunca he oído hablar de nadie que se llame Karsten Åsli. Nunca.

La casa adosada de Bærum estaba impregnada de otro tipo de pena que el pisito de Torshov. Aquí había niños vivos. Había juguetes tirados por el suelo y un olor a comida recalentada. Tanto Turid como Lasse acusaban los efectos de la falta de sueño y el exceso de llanto, pero en este hogar el tiempo de alguna manera había seguido su curso. Y no podía ser de otro modo; los gemelos no tenían más que dos años. Turid Oksøy había intentado maquillarse, Yngvar los había llamado al móvil y les había pedido permiso para pasarse por ahí a pesar de lo tarde que era. A Turid el rímel se le había apelmazado en torno a sus ojos, y el pintalabios hacía que su boca pareciera demasiado grande para su demacrado rostro. Sin darse cuenta, no podía parar de hurgarse una herida que tenía junto a la nariz y que empezó a sangrar. Ella rompió a llorar.

—Lo juro —sollozaba—. Tiene que creerme. No he conocido nunca a nadie que se llame Karsten.

Yngvar habría debido entrevistarse con ella a solas.

Visitarla en su casa había sido un error garrafal. Obviamente Lasse, su marido, no iba a dejarla sola. La tenía todo el rato firmemente agarrada, incluso cuando ella se volvía hacia otro lado. Yngvar debería haber esperado hasta el día siguiente, haberla citado en su despacho, sola, sin su marido. Necesitaba averiguar más detalles sobre Karsten Åsli, algo más sólido que aquella certeza instintiva respecto a lo peligroso que era aquel hombre, algo que le proporcionara la base sobre la que continuar la investigación. Con su experiencia y su renombre, quizás Yngvar podría obtener una orden de registro si conseguía demostrar que Karsten Åsli era la única persona que había conocido a todas las madres implicadas. Sobre todo teniendo en cuenta que él mismo lo negaba. Podía explicárselo a Turid Oksøy y después obligarla a confesar.

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