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Authors: Anne Holt

Castigo (39 page)

BOOK: Castigo
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Laffen Sørnes encontró por fin un coche que llevarse. Un Mazda 323, modelo de 1987. Alguien lo había dejado en un camino del bosque, medio caído en el arcén. Incluso tenía las puertas abiertas. Laffen sonrió. Había gasolina en el depósito y aunque el motor petardeó un poco, finalmente arrancó. Afortunadamente no le costó subirlo al camino. Unos cientos de metros más adelante había un pequeño desvío que tendría que tomar.

Lo mejor sería huir a Suecia inmediatamente.

Había helicópteros por todas partes. Laffen había avanzado lentamente a pie, al abrigo de los árboles. En realidad sólo quería moverse en las horas de oscuridad, pero en ese tiempo no recorría la distancia suficiente, de manera tenía que caminar también durante parte del día. Había visto a gente en dos ocasiones, cuando había cometido la torpeza de andar por la carretera a lo largo de un trecho. Estaba cansado y era más fácil caminar sobre el asfalto. Después se internó otra vez en el bosque, y volvieron los helicópteros. Tenía que evitar los claros y, de vez en cuando, perdía la orientación y tenía que descansar durante un buen rato.

Resultaba más seguro ir en el coche, pero de todos modos era imprescindible que se alejara de allí.

Suecia estaba hacia el este. Como el sol brillaba en ese momento, era fácil saber hacia dónde iba.

En el radiocasete había puesta una cinta de Sputnik. Laffen iba cantando. No tardó en salir a una carretera más importante, lo que lo tranquilizó un poco. Le hacía bien sentarse a un volante. La última vez, hacerlo le había costado la fractura de un brazo; esta vez seguro que le costaría la vida. Si no conseguía llegar antes a Suecia. Pero lo iba a conseguir. No podía quedar muy lejos; a un par de horas, quizá, como máximo. La última vez que había estado en Suecia había probado aquel plato llamado «la tentación de Jansson» en un bar de carretera. Era una de las cosas más ricas que había comido nunca.

Además, allí el tabaco era barato. Más barato que en Noruega, por lo menos.

Aumentó la velocidad.

Karsten Åsli se concentraba en no conducir demasiado rápido. Era importante no despertar sospechas. Lo mejor era ir a cinco o seis kilómetros por hora por encima del límite permitido. Eso era lo más común.

Se arrepentía de haber hecho esta salida.

Probablemente Bobben lo había visto cuando había pasado por la gasolinera. Lo había saludado con la mano, a pesar de que Karsten había hecho como si no lo viera. Sería muy raro que Bobben le mencionara el asunto a alguien de la serrería, pero Karsten seguía inquieto. Ya lo habían acusado de intento de robo, así que no haría falta mucho más para que lo echaran del trabajo. Decir que estaba enfermo para irse de compras a Elverum no era exactamente una idea brillante. Evidentemente podía echarle la culpa al médico, pero el jefe era capaz de investigar el asunto más de cerca. El jefe era un gran gilipollas que estaría encantado de despedirlo.

El coche iba a ciento diez, y Karsten Åsli maldijo lentamente al levantar el pie del acelerador y frenar.

Quizá lo mejor sería que diera media vuelta.

—El sospechoso conduce un Mazda 323 azul marino —dijo alto y claro el piloto del helicóptero, con una voz un tanto teatral—. El número de matrícula sigue siendo ilegible. ¿Lo seguimos? Repito: ¿lo seguimos?

—A distancia —crepitó la respuesta en los auriculares—. Seguidlo a distancia. Tres coches están en camino.

—Recibido —dijo el piloto y describió un arco sobre las copas de los árboles antes de elevarse a setecientos metros de altura.

No quitaba ojo al coche.

64

Inger Johanne llevaba un cuarto de hora en el Café Grand. Estaba incómoda e intentaba no morderse las uñas, pero uno de los dedos ya le había empezado a sangrar. A las tres en punto la anciana entró en el restaurante. Cruzó unas palabras con el
maître
y miró en torno a sí. Inger Johanne se levantó a medias y le hizo una seña con la mano.

Unni Kongsbakken, una mujer grande y ancha, se dirigió hacia ella. Llevaba un chaleco de punto de muchos colores y una falda que le llegaba hasta los tobillos. Inger Johanne apenas alcanzó a vislumbrar un par de zapatos negros y sólidos cuando la mujer se acercó a la mesa.

—Así que tú eres Inger Johanne Vik. Buenos días.

Le tendió una mano robusta y seca. Se sentó. A primera vista resultaba inconcebible que aquella mujer tuviera más de ochenta años. Sus movimientos eran seguros, y el pulso de sus manos, firme. Sólo cuando se fijó mejor, Inger Johanne se percató de que sus ojos tenían esa falta de brillo que se adquiere cuando la persona se hace tan mayor que en realidad ya nada puede sorprenderla.

—Te agradezco que quisieras encontrarte conmigo —dijo tranquilamente Unni Kongsbakken.

—Faltaría más —respondió Inger Johanne y apuró el vaso de agua—. ¿Quieres comer algo?

—Sólo tomaré una taza de café, gracias. Estoy un poco agotada por el viaje.

—Dos cafés —dijo Inger Johanne al camarero con la esperanza de que no insistiera en que era obligatorio pedir algo de comer.

—¿Quién eres? —preguntó Unni Kongsbakken—. Antes de referirte mi historia, quisiera saber mejor quién eres y qué eres. Me imagino que la información que me proporcionaron Astor y Geir no es del todo precisa —comentó, esbozando una sonrisa.

—Bueno, pues me llamo Inger Johanne Vik —comenzó Inger Johanne—. Y soy investigadora.

En el despacho de Yngvar Stubø estaba encendido el televisor. Sigmund Berli y una de las oficinistas lo miraban apoyados en la puerta. Yngvar estaba sentado con los pies sobre la mesa y daba caladas a un puro apagado. Faltaba mucho para que acabara la jornada laboral, pero necesitaba algo que morder, algo que no tuviera calorías. Escupió un poco de tabaco seco. Estaba muerto de hambre.

—Esto es muy americano —dijo Sigmund negando con la cabeza—. La caza de un hombre emitida por televisión. Grotesco. ¿No podemos hacer nada para impedirlo?

—No más de lo que ya se ha hecho —contestó Yngvar.

Tenía que comer algo. Aunque sólo hacía una hora que se había tragado dos grandes mediasnoches con salami y tomate, sentía un ardor de hambre bajo el esternón.

—Esto puede acabar en tragedia —dijo la oficinista señalando la televisión—. Esa manera de conducir y con todos los periodistas detrás... ¡Esto no puede acabar bien!

Las imágenes del helicóptero de TV2 mostraban que el Mazda había acelerado. En una curva, las ruedas traseras patinaron y al periodista le salió un gallo.

—Laffen Sørnes nos ha descubierto —chilló entusiasmado.

—Además de cinco coches de policía y un par de cazadores de osos —murmuró Sigmund Berli—. El tipo tiene que estar aterrorizado.

El Mazda derrapó en otra curva. La grava del arcén golpeteó el costado izquierdo del coche. Por un momento pareció que el vehículo se iba a salir de la carretera. El conductor tardó un segundo o dos en recuperar el control y luego volvió a acelerar.

—Al menos sabe conducir —observó Yngvar con sequedad—. ¿Sabes algo más del crío de Karsten Åsli?

Sigmund Berli no respondió. Miraba fijamente la pantalla de la televisión, y la boca se le abrió sin emitir ningún sonido. Era como si quisiera lanzar un grito de advertencia, aun sabiendo que sería inútil.

—Dios mío —dijo la oficinista—. Qué...

Más tarde se supo que TV2 tuvo una audiencia de más de setecientos mil espectadores durante la emisión en directo de la persecución. Más de setecientas mil personas —que en su mayoría estaban en el trabajo porque eran las tres y doce minutos de la tarde— vieron patinar en una curva el Mazda 323, modelo de 1987, y chocar contra un Opel Vectra, también azul marino.

El Mazda casi se parte en dos antes de dar una vuelta en el aire y caer encima del Opel, que siguió avanzando en línea recta. Los dos automóviles se fundieron en un abrazo metálico y absurdo. Saltaron chispas cuando las puertas laterales golpearon la valla protectora, que lanzó el coche hacia el otro lado de la carretera, todavía con el Mazda sobre el techo. Un mojón partió en dos el capó del Opel.

Setecientos cuarenta y dos mil espectadores contuvieron la respiración.

Todos esperaban una explosión que no llegaba nunca.

El único sonido que salía de los aparatos de televisión era el zumbido del helicóptero que sobrevolaba el lugar del accidente a sólo cincuenta metros de altura. La cámara hizo un zoom sobre el hombre que hasta hacía pocos segundos había estado huyendo de la policía en un coche robado. Laffen Sørnes asomaba por la ventanilla rota, con la cara vuelta hacia el cielo y la espalda aparentemente partida. El brazo, su brazo izquierdo escayolado, se le había desgajado del hombro y yacía solitario a varios metros de distancia de los coches siniestrados.

—Joder —exclamó el periodista.

Después el sonido se cortó.

—Ocurrió la noche antes del gran proceso —dijo Unni Kongsbakken, echándole otro chorrito de leche a su taza de café medio vacía—. Y tienes que recordar que... —Su espesa cabellera gris estaba recogida en un moño con varillas japonesas lacadas en negro. A un lado se le había soltado un rizo. Con dedos diestros se arregló el moño— Astor estaba convencido de la culpabilidad de Aksel Seier —continuó—. Completamente convencido. Al fin y al cabo, había muchos indicios que apuntaban en esa dirección. Además, después de su arresto, había hecho declaraciones contradictorias y no se había mostrado muy dispuesto a colaborar. Es fácil olvidarse de esto...

Se interrumpió para tomar aliento. Inger Johanne notaba que Unni Kongsbakken ya estaba cansada, aunque no llevaba hablando más que un cuarto de hora. Tenía el ojo derecho rojo y, por primera vez, a Inger Johanne le pareció que vacilaba.

—... tantos años después —suspiró la anciana—. Astor estaba... convencido. Tal y como fue, tal y como... Vaya, me estoy haciendo un lío. —Sonrió con timidez, casi con aturdimiento.

—Escucha —dijo Inger Johanne inclinándose hacia Unni Kongsbakken—. Francamente, pienso que deberíamos dejar esto para otro día. Podemos vernos la semana que viene.

—No —saltó Unni Kongsbakken con una vehemencia inesperada—. Soy vieja, pero no desamparada. Déjame seguir. Astor estaba trabajando en su pequeño estudio. Siempre dedicaba mucho tiempo a preparar los alegatos. Nunca los redactaba. Sólo apuntaba las palabras clave, una especie de esquema en una ficha. Muchos pensaban que improvisaba... —Rió secamente—. Astor nunca improvisaba nada. Y él no se mostraba precisamente comprensivo cuando estaba trabajando y alguien lo interrumpía. Pero yo había bajado al sótano y, en un rincón, detrás de unas tuberías, había encontrado la ropa de Asbjørn. Un jersey que le había tejido yo misma, esto fue antes de que... Todavía no había empezado a hacer telares. El jersey estaba lleno de sangre. Totalmente empapado. Me puse furiosa. ¡Furiosa! Evidentemente pensé que Asbjørn había estado haciendo otra vez de las suyas, que de nuevo había matado a algún animal. Bueno. Fuera de mí, subí a su cuarto, y no sé qué me llevó a...

Era como si estuviera buscando las palabras, como si las hubiera estado ensayando durante mucho tiempo, pero no encontrara las que expresaban lo que quería decir.

—No era más que una sensación —continuó—. Al subir las escaleras, me vino a la cabeza la noche en que desapareció la pequeña Hedvik. Bueno, más bien pensé en el día siguiente. De madrugada, bueno... Evidentemente en ese momento no sabíamos nada de lo ocurrido. No se hizo pública la desaparición de la niña hasta un par de días después. —Se puso los dedos sobre las sienes, como si tuviera dolor de cabeza—. Me había despertado sobre las cinco de la mañana. Me pasa con frecuencia, desde siempre. Pero justamente aquella mañana, que luego se supo que era la mañana siguiente al asesinato de Hedvik, me dio la impresión de oír algo. Me asusté, claro; Asbjørn estaba en su fase más demencial y se le ocurrían cosas que sobrepasaban con creces todo lo que yo hubiera imaginado que pudiera hacer un adolescente. Oí pasos. Mi primer impulso fue levantarme para averiguar qué pasaba, pero me faltaron las fuerzas. Estaba completamente agotada. Algo me retenía, no sé muy bien qué. Más tarde, durante el desayuno, Asbjørn estaba mudo. Casi nunca estaba así. Normalmente ese chico hablaba por los codos. Incluso hablaba mientras escribía. Hablaba y gesticulaba. Siempre. Opinaba sobre tantas cosas... Supongo que opinaba demasiado, él... —De nuevo apareció una tímida sonrisa en su rostro—. Basta —se interrumpió a sí misma—. El caso es que esa mañana estaba muy callado. Geir, en cambio, estaba alegre y risueño. Yo...

Se le entrecerraron los ojos y contuvo la respiración. Daba la impresión de que estaba intentando rememorarlo todo, revivir en su mente lo ocurrido a lo largo de aquella mañana en una pequeña ciudad a las afueras de Oslo hacía muchos años, en 1956.

—Comprendí que tenía que haber sucedido algo —dijo Unni Kongsbakken despacio—. Geir era el niño callado. Por lo general no decía nada por las mañanas. Se limitaba a quedarse sentado, indeciso... Estaba a la sombra de Asbjørn. Siempre. También a ojos de su padre. A pesar de que Asbjørn era un joven anormalmente alocado que ni siquiera quería llevar el apellido de su padre, era como si Astor... lo admirara, por así decirlo. Veía algo de sí mismo en el chico, creo. Su propia fuerza. Su terquedad. Su petulancia. Así había sido siempre. Era como si Geir... sobrara, siempre. Aquella mañana, en cambio, estaba de buen humor y charlatán, y yo comprendí que algo debía de andar mal. Evidentemente no pensé en Hedvik. Como he dicho, no se supo nada del destino de la niñita hasta más tarde, pero algo en el comportamiento de los chicos hizo que me asustara tanto que no me atrevía a preguntar. Y, cuando más tarde, muchas semanas después, la noche antes de que Astor hiciera su alegato final contra Aksel Seier por la muerte de Hedvik Gåsøy... Cuando yo subía las escaleras con el jersey sanguinolento de Asbjørn en los brazos, completamente furiosa, de pronto...

Volvió a entrelazar los dedos. El pelo gris le caía pesadamente sobre uno de los hombros, y el ojo enrojecido lagrimeaba. Inger Johanne no estaba segura de si la mujer lloraba o de si tenía el ojo irritado.

—Me vino a la cabeza una especie de visión —prosiguió Unni Kongsbakken con un esfuerzo—. Entré en el cuarto de Asbjørn. Estaba escribiendo, como de costumbre. Cuando le lancé el jersey a la cara, él se limitó a encogerse de hombros y siguió escribiendo sin decir nada. «Hedvik», dije yo. «¿Es ésta la sangre de Hedvik?» Se volvió a encoger de hombros y continuó escribiendo a un ritmo frenético. Creí que me iba a morir en ese mismo instante. Se me nubló la vista y tuve que apoyarme en la pared para no caerme al suelo. Había pasado muchas noches en vela preocupada por ese chico, pero nunca, nunca creí que...

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