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Authors: Anne Holt

Castigo (40 page)

BOOK: Castigo
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Descargó un manotazo sobre el mantel blanco, e Inger Johanne dio un respingo. Los cubiertos tintinearon y el camarero acudió corriendo.

—Todo está bien —le aseguró Inger Johanne al camarero, que se retiró con paso vacilante—. ¿Qué...? ¿Qué dijo luego?

—Nada.

—¿Nada?

—No.

—Pero... Admitió que...

—No tenía nada que admitir, según se vio más tarde.

—No entiendo...

—Yo me quedé allí, reclinada contra la pared. Asbjørn no dejaba de escribir. Aún hoy no sé cuánto tiempo pasamos así, los dos solos. Quizá fue media hora. Yo sentí que... que lo había perdido todo. Tal vez se lo volví a preguntar. En todo caso, él no contestó. Escribía y escribía, como si yo no estuviese allí. Como si... —Ahora no cabía duda de que estaba llorando. Le brotaban lágrimas de ambos ojos, y se puso a buscar un pañuelo en la manga—. Entonces apareció Geir. No lo había oído llegar. De pronto me percaté de que estaba a mi lado, mirando el jersey que había caído al suelo. Se puso a llorar. «No pretendía hacerlo. No era mi intención», ésas fueron exactamente las palabras que utilizó. Tenía dieciocho años y lloraba como un niño pequeño. Asbjørn se levantó como un rayo y se abalanzó hacia su hermano. «¡Cállate!», chillaba, una y otra vez.

—¿Geir? ¿Geir dijo que no había pretendido hacerlo, que...?

—Sí —respondió Unni Kongsbakken enderezando la espalda. Luego se enjugó con cuidado las lágrimas antes de volver a meterse el pañuelo en la manga—. Pero no le dio tiempo a decir casi nada más. Asbjørn lo noqueó, simple y llanamente.

—Pero esto significa que... No entiendo del todo...

—Asbjørn era la persona más bondadosa que te puedas imaginar —dijo Unni Kongsbakken, que ahora estaba más tranquila, respiraba mejor y había dejado de llorar—. Asbjørn era un chico muy cariñoso. Todo lo que escribió más tarde, todo aquello tan horrible, tan escandaloso, las blasfemias, las agresiones provocadas... Todo eso no era más que una pose. Asbjørn se limitaba a escribir. En el fondo era un hombre muy bueno. Y quería mucho a su hermano.

Inger Johanne tenía algo en la garganta, justo debajo de la laringe, que la obligó a tragar saliva. No le fue fácil. Quería decir algo, alguna cosa, pero le faltaban palabras.

—Fue Geir quien mató a la pequeña Hedvik, de eso estoy bastante segura.

Al servicio de salvamento le llevó más de tres cuartos de hora sacar al hombre del Opel azul siniestrado. Tenía el muslo completamente cercenado. El ojo izquierdo, una bola sanguinolenta, le había saltado de la cuenca y le colgaba sobre la mejilla. El volante del coche se encontraba a cien metros de distancia, y su soporte se había clavado hasta el fondo en la tripa del conductor.

—Está vivo —chillaba un hombre del servicio de salvamento—. ¡Joder! ¡El tipo está vivo!

Apenas una hora más tarde, el conductor del Opel azul yacía sobre una mesa de operaciones. Los pronósticos no eran muy optimistas, pero aún quedaba alguna esperanza.

Laffen Sørnes, en cambio, seguía mirando fijamente al cielo con medio cuerpo fuera de la ventanilla del Mazda 323 robado. Un policía poco experimentado estaba agachado sobre un arroyuelo, deshecho en llanto. Todavía había tres helicópteros sobrevolando el lugar del accidente, y sólo uno de ellos era de la policía.

TV2 estaba a punto de batir el récord de telespectadores en una emisión de tarde.

Ante la gran ventana del Café Grand pasaba la gente caminando. Algunos llevaban prisa. Otros paseaban tranquilamente, deambulando quizá, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Inger Johanne los seguía con la mirada. Intentaba concentrarse. Unni se había levantado de la mesa y se había ido sin explicar adónde. Su bolso, una gran bolsa de cuero con hebillas de metal, seguía allí, así que probablemente sólo había ido al servicio.

Inger Johanne estaba rendida.

Intentaba evocar la imagen de Geir Kongsbakken, pero su rastro se le escapaba. A pesar de que hacía poco más de un día que lo había visto, sólo conseguía recordar que tenía un aspecto insulso. Fornido y pesado, como sus padres. Recordaba también el olor de la cera y de la madera, el traje anodino que llevaba. La cara del abogado, en cambio, no era más que un contorno indefinido en su memoria.

Unni Kongsbakken reapareció y, sin mediar palabra, se sentó de nuevo.

—¿Qué quieres decir con eso de que estás bastante segura? —preguntó Inger Johanne.

—¿Cómo?

—Has dicho que... Has dicho que estabas bastante segura de... de que Geir había matado a Hedvik. ¿Por qué sólo «bastante» segura?

—No puedo saberlo con certeza, claro —dijo Unni Kongsbakken lacónicamente—. Al menos en sentido jurídico. Nunca ha admitido nada.

—Pero...

—Deja que continúe.

Levantó la taza. Estaba vacía. Inger Johanne hizo seña de que le trajeran más. El camarero estaba a punto de enfadarse y no le llevó más leche hasta que Unni se lo hubo pedido un par de veces.

—Geir estaba inconsciente —dijo finalmente—. Y Asbjørn estaba completamente mudo. Geir tardó un par de minutos en volver en sí, y a partir de entonces estuvo igual de mudo que su hermano. Fui a buscar a Astor. Como te he dicho, estaba sentado en su estudio. Se había hecho bastante tarde. —Adoptó de nuevo una mirada ausente, como si estuviera retrocediendo en el tiempo—. Astor perdió los estribos. Primero por que lo interrumpiera, claro, luego por lo que le tuve que contar. Completamente descabellado, gritó. Un disparate. Una majadería. Ordenó a los chicos que bajaran a sentarse en el sofá y los acribilló a preguntas. Ninguno de los dos dijo una palabra. No... Simplemente no contestaban. Para mí, el que calla otorga. Aunque Asbjørn era un rebelde, siempre le había tenido una especie de respeto a su padre. Yo nunca lo había visto comportarse como aquella noche. El chico le sostenía descaradamente la mirada a su padre y se negaba a responder. Geir mantenía la cabeza gacha y tampoco abrió la boca, ni siquiera cuando Astor le pegó un bofetón. Al final Astor se dio por vencido y los mandó a la cama. Pasaba ya de medianoche. Mi marido temblaba cuando se acostó junto a mí en la oscuridad. Yo le conté lo que creía, que Geir había matado a Hedvik y que había recurrido a Asbjørn para que lo ayudara a deshacerse del... cadáver. Teníamos un solo aparato de teléfono en la casa y estaba justo delante de la puerta del cuarto de Asbjørn. Geir podía haber llamado por la noche sin que nosotros nos enteráramos. Eso dije. Astor no respondió, sólo lloraba en silencio. Nunca antes lo había visto llorar. Al final dijo que me estaba equivocando, que no era posible, que Aksel Seier había matado a Hedvik, así de sencillo. Me dio la espalda y no dijo nada más. Yo no me rendí. Volví a repasarlo todo: el jersey ensangrentado, el desconcertante comportamiento de los chicos. La noche que desapareció Hedvik, Geir estaba en Oslo en una reunión de las Juventudes Socialistas. Asbjørn estaba en casa. A altas horas de la madrugada oí... Esto ya te lo he contado. Lo siento. Me repito. En cualquier caso, Astor no quería escucharme. Cuando finalmente empezó a clarear, se levantó, se duchó, se vistió y se fue al trabajo. Por lo que pude leer en los periódicos, hizo un alegato incendiario. Cuando volvió a casa comimos en silencio, los cuatro. —Unni Kongsbakken dio una palmadita a la mesa, como si estuviera poniendo un punto final.

—No sé muy bien qué decir ante todo esto —murmuró Inger Johanne.

—En realidad no creo que sea necesario que digas gran cosa.

—Pero Anders Mohaug, fue él quien...

—Anders también estaba cambiando. Aquel chiquillo siempre había sido rarito, pero a partir de aquella noche se volvió más callado, más apocado. Más aprensivo, en algún sentido. No había que ser muy listo para suponer que Asbjørn probablemente se había llevado consigo a Anders. Era un chico muy grande, ¿sabes? Era fuerte, Anders. En una ocasión intenté hablar con la señora Mohaug, pero ella reaccionó como un animal asustado. No quiso hablar. —Los ojos de Unni Kongsbakken volvieron a arrasarse en lágrimas que corrían por un surco junto a la nariz. La anciana se lamió ligeramente el labio superior—. Seguramente ella creía que Anders lo había hecho solo —dijo en voz baja—. Yo debería haber insistido más. Debería haber... La señora Mohaug no volvió a ser la misma después de ese invierno.

—Cuando Anders murió... —empezó Inger Johanne, pero Unni la interrumpió de nuevo.

—Astor y yo no habíamos vuelto a hablar de Hedvik desde aquella fatídica noche. Era como si hubiéramos metido todo aquel horrible episodio en un cajón y lo hubiésemos cerrado con llave con la intención de enterrarlo para siempre; yo... A medida que fue pasando el tiempo, casi parecía que aquello nunca había ocurrido. Geir se hizo jurista como su padre, siempre intentó parecerse a Astor en todo lo que hacía, aunque nunca con mucho éxito. Asbjørn había empezado a escribir esos libros suyos. En otras palabras, había suficientes cosas en las que pensar aparte de ese asunto. —Suspiró profundamente y agregó en voz trémula—: Un día, debe de haber sido en verano de 1965, Astor volvió del despacho... Bueno, entonces ya era consejero en el ministerio.

—Eso ya lo sé.

—Su buen amigo el director general Einar Danielsberg se había puesto en contacto con él y le había preguntado por el caso de Hedvik y Aksel Seier. Había aparecido información nueva que podía indicar que... —Entonces escondió el rostro entre las manos. Su anillo de casada, fino y gastado, se le había incrustado en el dedo anular derecho, casi hasta desaparecer en un pliegue de la piel—. Astor se limitó a decir que todo estaba arreglado —murmuró—, que no había nada que temer.

—¿Nada que temer?

—Eso fue lo que dijo. No sé qué fue lo que pasó. —De pronto volvió a descubrirse la cara—. Astor era una persona honrada. El hombre más honesto que yo he conocido nunca, y sin embargo permitió que un hombre inocente fuera enviado a la cárcel. Eso me enseñó una lección. Me enseñó que... —Inspiró profundamente, casi como si bostezara—. Somos capaces de todo por defender lo nuestro. Así hemos sido creados, nosotros los hombres. Cuidamos de lo que es nuestro. —Entonces aquella mujer robusta y mayor se levantó lenta y pesadamente. El pelo se le había soltado completamente de las varillas japonesas. Tenía los ojos hinchados—. Como entenderás, nunca pude demostrar nada.

Era como si el bolso se hubiera hecho demasiado pesado a lo largo de la tarde. Intentaba ajustárselo al hombro, pero se le caía continuamente. Al final lo agarró con las dos manos e intentó poner recta la espalda.

—Me consolé con eso, durante mucho tiempo —prosiguió—. No podía estar segura de nada. Los chicos no querían hablar. Astor se había encargado de quemar el jersey. Al morir Asbjørn, leí sus libros por primera vez. En
Pecado original, catorce de noviembre
encontré por fin la confirmación.

«Comprendo que protegieras a tu marido —pensó Inger Johanne mientras buscaba palabras que no sonaran muy duras—. Pero ahora estás traicionando a tu propio hijo. Lo estás entregando. Después de todos estos años, estás entregando a tu propio hijo. ¿Por qué?»

—Geir ha gozado de cuarenta años de libertad —dijo Unni Kongsbakken llanamente—. Ha gozado de cuarenta años que no le correspondían. Creo que no ha... Presumo que no se ha vuelto a exceder. —Había un atisbo de vergüenza en la sonrisa, como si no creyera del todo en lo que estaba diciendo—. Nunca le había contado esto a nadie. Astor habría... Astor no habría sobrevivido a algo así. Ya tenía suficiente con Asbjørn. Con todos esos libros horribles, los escándalos, el suicidio. —Suspiró sin fuerzas—. Te agradezco que me hayas escuchado. Tú tendrás que decidir qué hacer con la información que te he dado. Yo ya he cumplido con mi parte. Demasiado tarde, evidentemente, pero de todos modos... El destino de Geir está en tus manos. Aunque en realidad probablemente no puedas hacer gran cosa. Evidentemente lo va a negar todo y, como no se puede demostrar nada... Pero quizás a Aksel Seier le interese... Enterarse de lo que pasó, quiero decir. Adiós.

Cuando Inger Johanne observó aquella espalda encorvada que salía por las puertas del Café Grand, tuvo la impresión de que incluso el jubón había perdido color. La señora apenas tenía fuerzas para mover las piernas. A través de la ventana vio que alguien la ayudaba a tomar un taxi. Un cepillo de pelo se le cayó del bolso justo antes de que cerrara la puerta. Inger Johanne se quedó sentada mirándolo fijamente durante un buen rato después de que el taxi de Unni Kongsbakken arrancara y se alejara de allí.

El cepillo estaba lleno de pelos muertos. A Inger Johanne le sorprendió lo claramente que se veían, incluso a aquella distancia. Eran grises y le recordaban a Aksel Seier.

65

Yngvar Stubø estaba solo en su despacho intentando reprimir una poco edificante sensación de alivio.

Laffen Sørnes había muerto como había vivido, huyendo de una sociedad que lo despreciaba. Era un final trágico y, sin embargo, Yngvar no podía evitar sentir cierta satisfacción. Con Laffen Sørnes fuera de escena quizá sería posible convencer a más gente de que se concentrara en el verdadero criminal, la verdadera presa. Aquella idea hacía que Yngvar respirara con mayor facilidad. Se sentía más fuerte, más enérgico que aquellos últimos días.

Hacía un buen rato que había apagado la televisión. Resultaba verdaderamente chocante ver a los periodistas revolotear en torno a aquel espectáculo dantesco sin plantearse ni por un segundo la gravedad de la tragedia que acababa de producirse ante las cámaras. Se estremeció y empezó a clasificar documentos.

Sigmund Berli irrumpió en el despacho.

Yngvar levantó la vista y frunció el ceño.

—Vaya, vaya —dijo dando golpecitos en la mesa con el dedo índice y señalando con la cabeza hacia la puerta—. ¿Hemos perdido los modales?

—La colisión —jadeaba Sigmund Berli—. Laffen Sørnes ha muerto, supongo que lo habrás oído. Pero el otro... —Le costaba respirar. Se posó la palma de las manos sobre las rodillas—. El otro... El hombre que iba en el otro coche...

—Siéntate, Sigmund. —Yngvar señaló la silla para invitados.

—El otro, hay que joderse... ¡Era Karsten Åsli!

Fue como si el cerebro de Yngvar sufriera un cortocircuito. El tiempo se detuvo. Intentó enfocar la mirada, pero los ojos se le habían quedado clavados al torso de Sigmund, que llevaba la corbata metida entre dos botones de la camisa. Era demasiado roja y encima tenía dibujos de pajaritos. La cola de una oca amarilla asomaba del hueco sobre el pecho. Yngvar no estaba seguro de si seguía respirando.

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