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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (18 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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—¡Date prisa, Kajira! —me exigió la que tiraba de mi correa.

—Sí, ama —susurré.

Se echó a reír.

Me arrastraban por el bosque durante la noche; no llevaban más que una esclava atada. Verna me había dicho que un hombre me había comprado. Sería entregada por mujeres, pero como un ser más débil, tan sólo un producto, alguien que, en aquel mundo tosco, no podía aspirar más que a ser una mercancía a merced de un amo.

Me eché a llorar.

Al cabo de lo que calculé una hora llegamos, casi abruptamente, a un claro en los altos árboles Tur, de los bosques del norte.

Era tan hermoso que cortaba la respiración.

Las muchachas se detuvieron.

Miré a mi alrededor. Los bosques de las zonas templadas del norte de Gor son países en sí mismos, y cubren cientos de miles de áreas de pasangs cuadrados. Contienen grandes números de variadas especies de árboles, y diferentes porciones de bosques pueden ser muy distintas entre sí. El árbol más típico y famoso de estos bosques es el Tur, alto y rojizo, algunas de cuyas variedades crecen hasta alcanzar casi setenta metros de altura. No se sabe qué extensión alcanzan estos bosques. No parece imposible que rodeen las superficies de tierra de este planeta. Comienzan cerca de las orillas del mar de Thassa, al oeste. Se desconoce hasta dónde se extienden por el este. Aunque se sabe a ciencia cierta que van más allá de las montañas Thentis, que son las cordilleras más al norte.

Así que nos encontrábamos en un claro entre los enormes arboles Tur. Pude distinguir ramas que se extendían ampliamente a unos sesenta metros, aproximadamente, sobre nuestras cabezas. Los troncos de los árboles parecían estar desprovistos de ramas que, muy arriba, estallaban en una capa entrelazada de follaje que casi borraba el cielo por completo. Podía entrever las tres lunas en lo alto. El suelo del bosque estaba casi desnudo. Entre los árboles había poco más que una alfombra de hojas.

Dos de las muchachas miraban hacia arriba, hacia las lunas. Sus bocas estaban entreabiertas y tenían los puños apretados. Parecía haber sufrimiento en sus miradas.

—Verna.

—Silencio.

No nos habíamos detenido allí por pura casualidad.

Una de ellas comenzó a sollozar.

—Está bien —dijo Verna—, id al círculo.

La muchacha dio la vuelta y cruzó corriendo la alfombra de hojas.

—¡Yo, Verna! —gritó otra.

—¡Al círculo! —respondió Verna algo enfadada.

La muchacha también dio la vuelta y salió corriendo en la misma dirección que la anterior.

Una a una, fue dándoles permiso a todas con los ojos y cada una salía corriendo ligera, impaciente, a través de los árboles.

Por último, se me acercó, y tomó la correa de manos de la muchacha que la sostenía.

—Ve al círculo —le dijo.

Diligente, sin decir palabra, corrió tras las otras.

Verna miró en su dirección.

Nos quedamos solas, ella vistiendo sus pieles, y yo desnuda; ella libre, y yo sujeta, con mi correa en su mano.

Me miró, durante unos instantes, a la luz de la luna.

Me molestaba su mirada. Bajé la cabeza.

—Sí. Seguro que les gustabas a los hombres. Eres una pequeña kajira preciosa.

No me sentía capaz de levantar la cabeza.

—Te desprecio —dijo.

No contesté.

—¿Eres una esclava dócil?

—Sí, ama —susurré—. Soy dócil.

Entonces, para sorpresa mía, abrió la correa que rodeaba mi garganta y soltó mis muñecas.

Me miró y yo no me sentí capaz de sostener su mirada.

—Sigue a las otras. Llegarás a un claro. En el borde verás un poste. Espera allí para ser atada.

—Sí, ama.

Verna se echó a reír, y se quedó detrás de mí. Aunque no la veía, podía imaginar sus pieles y sus adornos dorados y sentir cómo me miraba, con sus armas y su lanza.

Cada paso era una tortura.

—¡Más derecha! —gritó, desde varios metros más atrás.

Estiré mi cuerpo y, con lágrimas en los ojos, anduve entre los árboles, a la luz de la luna.

Al cabo de unos cien metros llegué al borde de un claro. Debía de medir de veinticuatro a treinta metros de diámetro, y estaba rodeado por los grandes troncos de los árboles Tur. El suelo del claro era de hermosa hierba espesa de varios centímetros de altura, suave y bella. Miré hacia arriba. Brillando en el cielo oscuro lleno de estrellas de Gor, enormes, dominantes, tan cerca que parecía que se pudiesen tocar, surgieron las tres lunas.

Las muchachas permanecían en el borde del círculo. No hablaban. Estaban respirando profundamente. Parecían intranquilas. Algunas tenían los ojos cerrados y los puños apretados. Sus armas habían quedado olvidadas.

Vi, a un lado del claro, el poste.

Debía medir unos dos metros de alto. Era robusto y estaba firmemente sujeto al suelo. En su parte posterior había dos grandes anillas de metal, una a medio metro del suelo, la otra a casi un metro. Era un poste tosco, hecho con la corteza. En la parte de delante, cerca del extremo superior, cortada en la corteza con un cuchillo de eslín, se hallaba la representación de unas pulseras de esclava abiertas. Era el poste de los esclavos.

Fui hasta él y me coloqué delante.

—Arrodíllate —ordenó Verna.

Obedecí.

Volvió a colocar la correa de piel y metal en mi garganta. Luego pasó la cuerda por la anilla, la que se encontraba a un metro de alto, detrás del poste; pasó otra vez la cuerda por delante y la enrolló, de izquierda a derecha, sobre mi cuello para acabar pasándola por la anilla de nuevo, tensándola cuanto pudo. Me había atado al poste por el cuello. Luego pasó el extremo que quedaba libre por la anilla inferior, a continuación por mi vientre, y otra vez por la misma anilla, manteniéndola tensa, sujetándome por la cintura al poste. Con lo que todavía quedaba de la cuerda, tensándola, ató mis tobillos juntos por detrás del poste. Estaba atada, a excepción mis manos, que quedaban libres.

Verna tomó el trozo del cordel que sujetara mis muñecas y que ahora colgaba de sus pieles.

—Pon las manos sobre tu cabeza —ordenó.

Así lo hice.

Ató el cordel firmemente alrededor de mi muñeca izquierda, lo llevó hasta la parte de atrás del poste, lo pasó por la anilla superior y, luego, tirando hacia atrás mi muñeca derecha, la ató también, sujetándome así al poste.

Me arrodillé, completamente atada.

—Eres una esclava dócil —dijo Verna con sorna.

—¡Verna! —llamó una de las muchachas.

—¡Muy bien! —repuso irritada—. ¡Muy bien!

La primera muchacha que saltó al centro del círculo fue precisamente la que había sostenido mi cuerda.

Sus cabellos eran rubios. Tenía la cabeza agachada y la sacudía. Luego la echó hacia atrás murmurando, y alzó los brazos hacia las lunas de Gor. Las demás hicieron lo mismo, como respondiéndole, gimiendo y lamentándose, abriendo y cerrando los puños.

La primera muchacha comenzó a retorcerse, pisando con fuerza el suelo del círculo.

Después se le unió otra, y otra más; luego otra y otra.

Dando patadas sobre el suelo, girando, gritando, gimiendo, alzando los puños hacia las lunas, se pusieron a danzar.

Finalmente no quedaba ninguna que no se hubiese colocado en el interior de aquel círculo infernal, excepto Verna, que permanecía arrogante y soberbia, armada y desdeñosa, y Elinor Brinton, una esclava completamente atada.

La primera muchacha, echando la cabeza hacia atrás para quedar mirando a las lunas, lanzó un grito y desgarró las pieles que la cubrían. Quedó desnuda hasta la cintura, retorciéndose.

Entonces me fijé por primera vez: en el centro del círculo había cuatro pesadas estacas, clavadas en la hierba. Formaban un cuadrado pequeño pero amplio. Me estremecí. Tenían unas muescas, para que las ataduras no pudiesen escurrirse o salirse de ellas.

La primera muchacha comenzó a bailar frente al cuadrado.

Miré hacia el cielo. Sobre el fondo oscuro del firmamento, las lunas parecían enormes y muy brillantes.

Otra muchacha, gritando, rasgó sus pieles hasta la cintura y alzando los puños, gimiendo y retorciéndose, se acercó al cuadrado. ¡Luego otra y otra más!

Yo ni siquiera miraba a Verna, por lo horrorizada que estaba ante aquel espectáculo tan bárbaro. No creía que pudiera haber mujeres así.

Y entonces la primera se arrancó las pieles que la cubrían y bailó llevando puestos únicamente sus adornos de oro. Lo hizo bajo las enormes y salvajes lunas, sobre la hierba del círculo, delante del cuadrado.

No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Me estremecí; aquellas mujeres me daban miedo.

En aquel momento, para asombro mío, Verna lanzó un grito angustiado, un grito salvaje, como un lamento, lleno de desesperación. Tiró las armas que portaba, rasgó sus propias pieles y se dirigió hacia el círculo a grandes pasos. Allí giró, alzó sus brazos y gritó como todas las demás. No es que fuese una más entre ellas, ¡era la primera, la número uno! Bailaba salvajemente, vestida tan sólo con sus adornos y su belleza, hacia las lunas. Gritaba y se arañaba. A veces mordía a otra o la golpeaba, si se atrevía a acercarse más al cuadrado que ella. Retorciéndose, enrabiadas, pero temerosas, brillándoles los ojos, danzando, las demás caían ante ella.

Luego, echando la cabeza hacia atrás, gritó, blandiendo sus apretados puños hacia las lunas.

Finalmente, sin fuerzas, se lanzó sobre la hierba en el interior del cuadrado, golpeándolo, mordiéndolo y desgarrándolo; después se echó sobre la espalda y, con los puños apretados, se retorció bajo la luz de las lunas.

Una a una, las demás muchachas hicieron lo mismo. Se lanzaron sobre la hierba, rodaron sobre ella gimiendo, algunas incluso en los límites del cuadrado, para acabar echándose sobre sus espaldas, unas con los ojos cerrados, gritando, otras con los ojos abiertos, puestas en las lunas salvajes; unas desgarraban la hierba con las manos; otras golpeaban lastimeramente la tierra con sus pequeños puños, llorando y retorciéndose, sin poder controlar sus cuerpos, desvalidas.

Me encontré tirando de mis ataduras, llena de un inexplicable dolor, de soledad y deseo. Tiré de la cuerda que ataba mis muñecas tan cruelmente hacia atrás; sentía mi garganta oprimida contra las cuerdas que la apretaban, casi ahogándome; mis tobillos se movían el uno contra el otro, inutilizados dentro de su confinamiento de cuerdas. Levanté los ojos hacia las lunas. Grité de angustia. Yo también quería ser libre, bailar, gritar, alzar mis puños hacia ellas, echarme sobre aquella hierba viva, fibrosa, que notaba, retorcerme con aquellas mujeres, hermanas mías, en el frenesí de su necesidad.

¡No! grité para mis adentros, ¡no, no! ¡Elinor Brinton! ¡Pertenezco a la Tierra! ¡No, no!

—¡Kajiras! —les grité—. ¡Kajiras! ¡Esclavas! ¡Esclavas!

No había miedo en mi voz, sino casi un triunfo histérico.

Ahora me sabía mejor que ellas. ¡Era superior! ¡Estaba por encima suyo! Aunque me habían atado y marcado, yo era mil veces mejor que ellas. ¡Yo era Elinor Brinton! Por más que estuviese desnuda, por más que estuviese atada a un poste de esclavos, yo era mucho mejor, de linaje más noble. Ellas no eran más que esclavas.

—¡Kajiras! ¡Kajiras! ¡Esclavas! ¡Esclavas!

No me prestaban atención.

Yo les chillaba histéricamente y luego me callé. Me dolían los brazos y las piernas, sobre todo los brazos, atados tan cruelmente hacia atrás, pero no me sentía particularmente molesta. Las lunas seguían en el oscuro cielo, brillando con sus estrellas. Las muchachas estaban aún echadas en silencio sobre la hierba, algunas retorciéndose ligeramente y con los ojos cerrados, otras echadas boca abajo, con la cara pegada a la hierba, el brillo de las lágrimas sobre sus mejillas. Hacía más frío y noté que me había quedado helada, pero me daba igual. En aquellos momentos, aunque atada y desnuda, me sentía muy satisfecha de mí misma. Había recuperado mi propia estima. Me sabía superior a aquellas mujeres, a aquellas cosas tan despreciables.

Por fin, una a una, se levantaron de la hierba, volvieron a ponerse sus pieles y tomaron de nuevo sus armas.

Luego, con Verna a la cabeza, se acercaron a mí.

Me arrodillé junto al poste, muy erguida.

—Me ha dado la impresión —dije— que vuestros cuerpos se movían como podían haberlo hecho los de unas esclavas.

Mi cabeza giró hacia el otro lado cuando Verna, con toda su fuerza, me abofeteó.

Luego se me quedó mirando.

—Somos mujeres —dijo.

Mis ojos estaban llenos de lágrimas. Noté el sabor de la sangre en mi boca, allí donde el labio se me había pellizcado con los dientes debido al golpe. Pero no lloré. Sonreí y luego aparté la vista hacia otro lado.

—Matémosla —dijo la que había sostenido mi correa antes y que fuera la primera en entrar en el círculo de la danza.

—No —dijo Verna—. Traed a la esclava.

—Soy libre —le dije.

Verna salió de la zona donde se encontraba el círculo.

Las otras la siguieron, a excepción de la rubia que había sostenido mi correa. Soltó mis manos y, después, las volvió a atar, pero no detrás del poste, sino detrás de mi cuerpo, cruelmente. No me quejé. A continuación soltó la tira de mis tobillos, dejándolos libres, y, haciendo dar la vuelta a la correa alrededor del poste y pasándola por las dos anillas, me separó de él. Tirando con fuerza de la anilla que me rodeaba la garganta, me puso de pie. La miré y sonreí. Ella no dijo nada, pero se dio la vuelta enfadada y me alejó del poste, siguiendo a Verna y su grupo.

Verna levantó una mano de pronto.

—Un eslín —susurró.

Todas miraron a su alrededor.

Sentí miedo. Me pregunté si sería el mismo animal que habían detectado antes. Las muchachas también parecían asustadas. Deseé que no fuese el mismo. Si lo era, nos había estado siguiendo. Por supuesto hay muchos eslines en los bosques.

Las muchachas siguieron tensas durante algún tiempo sin apenas respirar.

—¿Sigue todavía ahí? —preguntó una de ellas.

—Sí —dijo Verna. Señaló hacia un punto situado algo por delante del grupo hacia su derecha—. Está ahí —dijo. Yo no podía ver más que la oscuridad de los árboles y las sombras.

Seguimos quietas durante algún tiempo más.

Luego, Verna dijo:

—Se ha ido.

Las muchachas se miraron unas a otras. Era obvio que andaban de otra manera. Respiré hondo y me estremecí. Miré de nuevo hacia la oscuridad, los árboles y las sombras que quedaban a mi derecha. Pero sentí la opresión del collar en mi garganta, ahogándome, y seguí corriendo a la muchacha que tiraba de mí.

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