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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (15 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Aparté aquella sensación incómoda de mi mente.

Con las otras muchachas aplaudí, golpeándome el hombro izquierdo al estilo goreano mientras el saltimbanqui le hacía realizar diferentes ejercicios.

Ahora se encontraba echado sobre su grupa, y agitaba las patas en el aire. Luego rodaba sobre sí mismo una y otra vez o bien lloriqueaba suplicando lastimosamente.

Con cierta frecuencia, el saltimbanqui tomaba pequeños trozos de carne de bosko de uno de sus grandes bolsillos y se los daba al animal si había hecho algo bien. En algún momento le riñó o no le dio la carne, y la bestia agachaba la cabeza y miraba hacia otro lado como un niño cuando lo regañan. Entonces el saltimbanqui le daba su trozo de carne. Los guardas disfrutaron tanto de la actuación como las chicas. Vi que incluso Targo reía, sujetándose el vientre por encima de sus ropas azules y amarillas de mercader de esclavas. En ocasiones, el saltimbanqui entregaba trozos de carne a las muchachas para que se los diesen al animal. Lana fue la que más lo solicitó y por tanto, la que más trozos dio a la bestia. Me dirigió una mirada de triunfo. Yo sólo le eché un trozo de carne y lo hice todo lo aprisa que pude. La bestia me daba miedo. Lana no parecía asustada en absoluto. El trozo de carne desapareció en aquel orificio enorme y lleno de colmillos, y los ojos redondos parpadearon adormilados y satisfechos. Las muchachas rieron. Y yo volví a sentir que aquellos ojos me miraban. Me llevé la mano delante de la boca, aterrorizada. Pero luego vi que vagaban estúpidamente, que no eran más que los de una bestia. Me dije lo tonta que había sido, y poco después estaba riendo como las demás chicas otra vez.

Al final de la actuación el saltimbanqui se inclinó con una gran reverencia ante nosotras y trazó un arco a modo de saludo con su sombrero. ¡Como si hubiésemos sido mujeres libres! ¡Qué contentas estábamos! Saltamos de alegría, aplaudimos satisfechas, golpeamos nuestros hombros, gritamos, alargamos las manos fuera de los barrotes y, para sorpresa nuestra, a pesar de que no éramos más que esclavas, se acercó a los barrotes y besó y tocó nuestras manos. Después, se apartó y nos saludó con la mano.

Comprendimos, algo entristecidas, que la representación había terminado.

Dio un paso atrás.

Se hizo un silencio.

La bestia, entonces, se alzó sobre sus patas traseras, adormilada, y nos miró. De pronto, lanzó un horrible alarido y saltó sobre los barrotes, tendió sus tentáculos hacia nosotras y abrió su enorme boca llena de colmillos y de hileras de dientes, gruñendo y siseando. Golpeó los barrotes, alargó sus extremidades por entre ellos e intentó morderlos; su cadena resonó contra los barrotes y sus garras trataron de atraparnos. Nosotras nos echamos hacia atrás, aterrorizadas y gritando, intentando salir de allí lo antes posible, pero obstaculizándonos unas a otras, cayendo en un confuso montón. Luego nos dimos cuenta de que los guardas y Targo estaban riéndose. Lo sabían, estacan avisados. Aquello también había formado parte de la representación, pero no puede decirse que fuera de nuestro agrado. ¡Qué cómicas debimos de resultarles a los guardas, a Targo y al saltimbanqui, caídas en aquel ridículo montón, chillando, atropellándonos, histéricas, aterrorizadas, desvalidas e indefensas! El monstruo estaba sentado tranquilamente junto al saltimbanqui, lamiendo sus patas, medio dormido, con una mirada vacía y errante, parpadeando. Los guardas aún se reían. Targo seguía sonriendo. Cuerpo a cuerpo, la maraña de esclavas se liberó. Creo que nos sentimos todas humilladas e incómodas, por lo tontas que habíamos sido, por lo precipitado y desgraciado de nuestra huida. Algunas de nosotras nos quedamos junto a la pequeña puerta de madera del dormitorio, dispuestas a meternos dentro corriendo si hacía falta.

Otras se hallaban cerca de los barrotes, pero a algunos pasos de distancia de ellos. Enfadada, pero todavía asustada, estiré mi camisk como si fuese un vestido. Miré a los guardas que aún se reían. No eran más que bestias, ¡todos ellos! Supongo que se sentían muy fuertes y valientes, con sus espadas y sus lanzas, y si la fiera atacaba no tenían más que ponerse en pie y matarla. Entonces me sonrojé. Todo mi cuerpo se tiñó de carmín. Habíamos salido corriendo y gritando como niños. ¡Habíamos corrido como mujeres! ¡Éramos mujeres! Todavía sentía miedo de la fiera, aun separada de ella por los barrotes. ¿Qué esperaban? Me traía sin cuidado su lección. Pero nunca la he olvidado. La aprendimos bien. ¡Nosotras éramos diferentes! Recordé una ocasión en que un guarda me dio su lanza y pesaba tanto que yo no pude arrojarla a más de unos pocos metros de distancia. Entonces él la cogió y la clavó en un bloque de madera, con la cabeza hundida profundamente, a más de treinta metros de distancia. Me envió a buscársela y a duras penas conseguí liberarla de la madera. En la Tierra no había pensado demasiado acerca de la fuerza de los hombres. La fuerza no me había parecido importante, sino más bien algo irrelevante. Pero comprendí que en Gor era algo importante, muy importante. Y que nosotras éramos más débiles que ellos, muchísimo más, y que en aquel mundo ellos elegían y nosotras les pertenecíamos. Recordé también que aquella noche limpié su cuero y sus sandalias como una esclava, arrodillada junto a él, que conversaba con otros hombres. Cuando acabé, permanecí de rodillas a su lado, esperándole. Al acabar, se levantó y, sin darme las gracias, se puso el cuero y las sandalias; luego me indicó con un gesto que debía precederle hasta el recinto. Tomó la llave de la puerta de barrotes y la abrió. En el umbral me volví para mirarle.

—Yo también soy un ser humano —le dije.

Él sonrió.

—No —afirmó—. Eres una Kajira.

Luego me hizo girar y, dándome una palmada de propietario, me lanzó dentro. A continuación cerró con llave.

Me apreté contra los barrotes, tendiendo las manos hacia fuera, tratando de tocarle.

Él se acercó de nuevo y me cogió las manos.

—¿Cuándo me usarás? —le pregunté.

—Eres seda blanca —respondió él y, dando media vuelta, se alejó. Me cogí con fuerza a los barrotes, apreté la mejilla contra ellos y lloré.

Ute y algunas de las chicas estaban riéndose de sí mismas y de nosotras en general. Nos habían gastado una buena broma con la carga del animal. Una buena moraleja para la actuación del saltimbanqui. No podía reír, pero al menos, sonreí. Las hachas estaban diciéndole adiós con la mano y él, sonriéndonos e inclinándose, agradeció nuestra atención y, luego, con su enorme y extraño animal sujeto de la cadena, se dio la vuelta y se marchó.

¡Qué preciosa y encantadora era Ute!

Al poco rato estábamos todas riendo con ella. Algunas comenzaron a cantar. Mi buen talante retornó a mí. Reté a una carrera a Inge por el recinto y la gané. Otras comenzaron a jugar a perseguirse y a diversos juegos. Incluso algunas de las chicas del norte se unieron a nosotras. Teníamos una pelota de tela hecha con retales y riéndonos, comenzamos a lanzarla al aire. Otras se sentaron en círculo y contaban historias. Unas cuantas se acomodaron unas frente a otras y con las manos y un trozo de cordel, se pusieron a jugar a un complicado juego. Probé el juego del cordel, pero no se me dio bien. Solía confundirme y hacerme un lío al intentar reproducir con las manos los complicados modelos, que me parecían preciosos. Las demás chicas se rieron de mi torpeza. Las norteñas, por cierto, tenían una gran habilidad para este juego. Podían derrotarnos a todas.

—Hay que practicar mucho —dijo Ute.

—No hay muchas más cosas que hacer en los pueblos —comentó Lana, que se negaba a jugar.

Vi llegar una carreta cargada con jarras de paga al recinto. Fue recibida con gritos de júbilo por los guardas. Aquélla era noche de celebraciones. Al día siguiente dejaríamos el campamento y comenzaríamos el viaje por tierra hacia el otro lado del río y hacia el sudeste, a Ko-ro-ba, y desde allí hasta Ar.

Las carretas de Targo, que ahora eran dieciséis, se hallaban diseminadas formando, en grupos de dos o tres, pequeños campamentos aislados para los guardas. Además de los nueve guardas que ya estaban con él cuando me capturó, tenía otros dieciocho hombres más. Los había reclutado en Laura, eran hombres de confianza cuya lealtad le había sido garantizada, y no simples mercenarios. Targo, a su manera, podía ser un jugador, pero no era tonto.

Ute vino a mi encuentro, feliz, y me cogió por el brazo.

—Esta noche —rió—, cuando sirvan la comida, tú y yo y Lana no iremos a la fila.

—¿Por qué no? —pregunté desanimada.

En la Tierra yo había sido una persona muy exigente para la comida. Allí en Gor, sin embargo, había desarrollado un apetito excelente. No me satisfacía nada la perspectiva de perder una comida. ¿Qué había hecho yo?

Ute señaló a través de los barrotes a uno de los grupos de carretas, donde cinco guardas acampaban.

—Le han pedido a Targo que nos permita servirles —añadió.

Me sonrojé de placer. Me gustaba estar fuera del recinto, y disfrutaba estando cerca de los hombres. Nunca había servido a un grupo tan pequeño e íntimo. Además, conocía a los guardas pues llevaban con Targo desde que me capturaron. Me gustaban.

Aquella tarde, cuando comenzó a oscurecer, Uta, Lana y yo no fuimos a la cola de la comida. Sin embargo le dieron a una chica una cacerola para que yo alimentase a la nueva, encadenada en el dormitorio. Tomé la comida y un pellejo con agua y entré en el oscuro aposento de madera.

Cuando hubo acabado, Rena me miró.

—¿Puedo hablar? —preguntó.

Vi que la caperuza, la mordaza y el estar atada le habían enseñado lo que era ser una esclava.

—Sí —respondí.

—Gracias —añadió.

La besé, y luego volví a amordazarla y colocarle la caperuza.

Cuando salí fuera, colgué el pellejo de agua en su gancho, fuera de la puerta del dormitorio, y le di la cacerola a la chica que me la había entregado. Tenía servicio de cocina aquella noche. Era una de las muchachas de los pueblos. La cocina era un cobertizo abierto, pero techado, adosado al dormitorio, fuera de los barrotes. Estaba reuniendo cacerolas fuera del recinto. Luego se le permitió pasar a la cocina donde, junto a otras norteñas, se pondría a fregarlas, con los brazos metidos en agua caliente hasta los codos en unos cubos de madera. Targo no había sometido a sus antiguas chicas a trabajos de cocina, lo cual nos alegraba. Sin duda era algo más apropiado para las rubias del norte.

Me arrodillé con Ute y Lana en la parte de la puerta que permitía la salida de la jaula en la que nos hallábamos confinadas.

Sentía hambre y la noche había empezado a caer.

—¿Cuándo comemos? —le pregunté a Ute.

—Después de los amos —dijo ella, refiriéndose a los guardas— si les complacemos.

—¿Si les complacemos? —pregunté.

—A mí siempre me dan comida —comentó Lana.

—No temas —dijo Ute, riéndose de mí— tú eres seda blanca...

Bajé los ojos.

—Les gustarás —me dijo Ute, dándome ánimos—. Les gustaremos todas. ¿Por qué crees que nos han pedido?

—Quizás hubiéramos tenido que comer aquí —dije yo.

—¿Y ser azotadas? —preguntó Lana.

—No —contesté, confusa.

—Una esclava hambrienta suele servir mejor —dijo Ute. Luego se rió de mí—. No tengas miedo. Si les gustas, te echarán comida.

Me sentía contrariada. A Elinor Brinton, de Park Avenue, la Tierra, no le importaba que le echasen la comida como a un animal, mientras complaciese a sus amos.

—¡Chicas! —gritó una voz.

Nos pusimos en pie de un salto. Me sonrojé de placer. ¡Nuestros guardas habían venido a buscarnos!

Abrieron la puerta con la llave.

—¡Salid!

Corrimos hacia fuera y nos arrodillamos en la hierba. ¡Qué agradable resultaba no encontrarse detrás de los barrotes de la jaula para las esclavas!

Tres guardas habían venido a buscarnos. Los conocía, y a los otros dos con quienes acampaban. Se encontraba entre mis favoritos. Me sentía excitada. A veces, antes de quedarme dormida o incluso en mis sueños, me había imaginado en sus brazos. Podía imaginarme el placer de sentirse abandonada en sus fuertes brazos, pero aparte de eso yo tenue idea de los cambios que ellos podrían producir en mi cuerpo. Sólo la vaga sensación instintiva, arraigada profundamente en mi femineidad, de los fantásticos placeres a los que una esclava puede ser sometida por su amos. Placeres a través de los que él la domina completa y totalmente, haciéndola total e irremisiblemente suya. Nada más que una esclava rendida y sometida.

Los hombres estaban de buen humor.

Uno de ellos señaló hacia un punto algo lejano en la hierba, a la hoguera que había entre las carretas brillando en la oscuridad, lejos del recinto.

Se quitaron los cinturones de sus espadas, sosteniendo éstas y sus vainas en la mano izquierda y los cinturones en la derecha.

—¡No! —rió Ute—. ¡No!

—¡Corred! —gritó el guarda.

Ute y Lana saltaron sobre sus pies y salieron corriendo en dirección a la hoguera. Yo fui más lenta que ellas. Y de pronto sentí el golpe, el fiero azote de un cinturón de espada. Lancé un grito de dolor y me puse en pie de inmediato. Corrí dando tumbos hasta llegar al fuego. Ellos eran más rápidos que nosotras, por supuesto. Ute, Lana y yo corrimos, riendo y tropezando descalzas, gritando en son de protesta y a veces de dolor, a través de la oscuridad por la hierba hacia la hoguera.

Ute fue la primera en llegar, riendo, y cayó sobre sus manos y sus rodillas. Puso la cabeza sobre la hierba, mientras sus cabellos caían sobre la sandalia de uno de los dos guardas que esperaban allí.

—¡Suplico poder serviros, amos! —dijo sin aliento, riendo.

Lana llegó apenas un instante después y también cayó sobre sus manos y rodillas, con la cabeza agachada.

—¡Suplico poder serviros, amos! —exclamó.

Me golpearon una vez más y entonces, al igual que Ute y Lana, caí sobre manos y rodillas, con la cabeza inclinada hacia abajo, tocando la hierba.

—¡Su-suplico poder serviros, amos! —grité.

—¡Entonces, servid! —gritó uno de los hombres que estaban junto al fuego, aquel que tenía la sandalia enterrada en el pelo de Ute.

De pronto, recibimos tres azotes más fuertes y, gritando, protestando, suplicando que nos dejasen, riendo, nos pusimos en pie para ocuparnos de ellos.

Las tres nos arrodillamos en una línea, frente a los jugadores. Teníamos las manos atadas detrás de la espalda.

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