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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (16 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Los hombres, apostando, nos arrojaban pedazos de carne.

Nosotras los cogíamos a luz del fuego. Recogerlo suponía dos puntos. Si se caía un trozo era punto para quien lo atrapara. Se le cayó un trozo a Ute y nos lo disputamos Lana y yo. Cada una tiraba de un extremo, rodando y desgarrándolo. Intenté ponerme otra vez de rodillas, inclinando la cabeza hacia un lado.

—¡Mío! —grité, tragando la carne, casi ahogándome y riendo.

—¡Mío! —gritó Lana, engullendo la otra mitad de la carne.

—¡Punto para cada una! —adjudicó uno de los guardas.

Estábamos excitadas y queríamos jugar más.

—Estamos cansados —dijo uno de los guardas. Vimos cómo se intercambiaban discotarns de cobre.

Elinor Brinton lo había hecho bien para su amo. Él estaba contento con ella. Se sintió llena de placer cuando él chasqueó los dedos para que se acercase.

Ella se puso en pie y corrió hacia él, que le acarició la cabeza y le soltó las manos.

—Tráeme paga.

—Sí, amo.

Me dirigí a la carreta a coger una gran bota de paga, que había sido llenada con una de las jarras.

Lana y Ute también fueron a la carreta a buscar otras botas enviadas por sus guardas.

Regresé enseguida al lado del fuego con la pesada bota de paga colgando de su correa, pasada por mi hombro izquierdo; Ute y Lana, con las suyas, me seguían.

Me resultaba agradable sentir la hierba bajo mis pies descalzos. Notaba el tejido burdo de mi camisk sobre el cuerpo al moverme, el leve tirón de la correa sobre mi hombro, el pesado suave balanceo de la bota que, siguiendo el ritmo de mis pasos, rozaba mi costado.

Por detrás del fuego, a lo lejos, como un margen irregular, como un límite oscuro, suave y quebrado que ocultaba las rutilantes estrellas de Gor, pude distinguir la elevada y erguida oscuridad de los bosques del norte. Lejos, pude oír el grito de un eslín que cazaba. Me estremecí.

Luego oí las risas de los hombres, y regresé hacia la hoguera.

—Dejad que Lana baile —suplico Lana.

El guarda me alargó un pedazo de carne y lo cogí con los dientes. Me arrodillé en el suelo junto a él. Alcé y apreté la bota de paga guiando la corriente de líquido hacia el interior de su boca. Mordí la carne, desde el exterior carbonizado, hasta el interior rojo, caliente, jugoso y medio crudo.

El guarda me señaló con un gesto de la mano que ya había tenido suficiente. Dejé la bota en la hierba, a un lado.

Cerré los ojos, recorrí con la lengua el interior de mi boca, así como mis dientes y mis labios, saboreando el gusto y el jugo de la carne quemada por fuera, caliente y medio cruda.

Abrí los ojos.

El fuego era muy hermoso, y las sombras que proyectaban sobre la lona de las carretas.

Ute cantaba bajito.

—Quiero bailar —dijo Lana. Estaba echada junto a uno de los guardas, apoyando la cabeza en su cintura y dándole golpecitos en el cuerpo, a través del tejido de la túnica—. Quiero bailar.

—Tal vez —le dijo él dándole ánimos.

Tomé la mano del guarda junto al que estaba arrodillada y la coloqué en mi cintura, haciendo pasar sus dedos por debajo del doble nudo de fibra que ceñía mi camisk, para que así pudiese sujetarme.

Su puño apretó el nudo repentinamente, y casi cortó mi respiración, a la vez que me atraía hacia sí.

Nos miramos el uno al otro.

—¿Qué vas a hacer conmigo, amo? —le pregunté.

Él rió.

—Pequeño eslín de seda… —contestó. Apartó la mano del nudo que ceñía mi camisk y echó un gran pedazo de pan amarillo de Sa-Tarna en mis manos—. Come.

Mirándole y sin dejar de sonreírle, sosteniendo el pan con las dos manos, comencé a comer.

—Eres un eslín —sonrió él.

—Sí, amo.

—Targo me arrancaría la piel de los huesos —musitó.

—Sí, amo —sonreí.

—Sólo es seda blanca —dijo Lana— Lana es seda roja. Deja que Lana te complazca.

—Lana —le dije con rabia— no complacería ni a un urt.

Ella lanzó un grito de rabia mientras Ute y los hombres se reían, y saltó hacia mí. El guarda por encima del que pasó la cogió por el tobillo y la hizo caer a poca distancia de mí, llorando de rabia. El tiró de ella hacia atrás, la puso en pie y la sujetó mientras daba patadas y chillaba.

Otro de los guardas, riendo, tiró del doble nudo que sujetaba el camisk de Lana y se lo quitó. Luego le arrancó la prenda. Entonces el que la sujetaba la tiró sobre la hierba a sus pies. Ella levantó los ojos para mirarles, asustada. ¿La azotarían?

—Si tienes tanta energía —dijo el guarda que le había arrancado el camisk—, puedes bailar para nosotros.

Lana les miró con los ojos brillantes por la satisfacción.

—Sí —gritó—, dejad que Lana baile —luego me lanzó una mirada llena de odio—. Ahora veremos quién puede complacer a los hombres.

Otro de los guardas había ido a una de las carretas y cuando regresó pude oír el tintineo de los cascabeles de esclava.

Lana se colocó en pie junto al fuego, orgullosamente, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos caídos, mientras le ataban las tiras dobles de cascabeles a las muñecas y los tobillos.

Mientras tanto, la botella de Ka-la-na pasó de mano en mano otra vez. Un guarda la sostuvo para que Lana pudiera beber y luego nos la pasó a Ute y a mí. Sobraba un poco y se la devolví al guarda, quien la volvió a ofrecer a Lana. Ella, con un estruendoso tintineo de cascabeles, echó la cabeza hacia atrás y vació la botella.

La arrojó a un lado y bajó la cabeza; la volvió a levantar y la dejó caer hacia atrás, sacudiéndola adelante y atrás mientras su cabello volaba; finalmente, dio un golpe en el suelo con la pierna derecha.

Ute y los hombres comenzaron a cantar y dar palmadas, uno de ellos golpeaba el cuero de su escudo. Me pareció notar un movimiento en la oscuridad, por detrás de las carretas. Lana se detuvo un momento, con las manos alzadas por encima de su cabeza.

—¿Quién es hermosa? —preguntó—. ¿Quién complace a los hombres?

—¡Lana! —grité, a pesar mío—. ¡Lana es hermosa! ¡Lana complace a los hombres!

No podía contenerme. Me sentía paralizada, cautivada. No hubiera imaginado que alguien de mi propio sexo pudiera ser capaz de tanta belleza. Lana resultaba increíblemente bella.

Casi no podía hablar de lo excitada que me encontraba.

Entonces, sacudiendo rápidamente los cascabeles, se puso a bailar de nuevo a la luz del fuego, frente a los hombres.

De repente advertí que el puño del guarda junto al que estaba arrodillada se apretaba sobre la fibra que ataba mi camisk.

Sentí un movimiento furtivo, hacia un lado.

—¿Amo? —pregunté.

Él no estaba mirando a Lana. Echado sobre su espalda, miraba hacia arriba, hacia mí.

Me llegaba el sonido de los cascabeles, la canción de Ute y los hombres, sus palmadas, que marcaban el ritmo sobre el cuero de los escudos.

—Bésame —dijo el hombre.

—Soy seda blanca —susurré.

—Bésame.

Me incliné sobre él, como una kajira goreana obedeciendo a su amo. Mi cabello cayó sobre su cabeza. Mis labios, delicadamente, obedeciendo, se acercaron a él. Temblé.

Con los labios entreabiertos me detuve a menos de un centímetro de él.

¡No! Algo en mí gritaba ¡no! ¡Yo soy Elinor Brinton! ¡No soy una esclava! ¡No soy una esclava!

Traté de apartarme, pero sus manos sujetaron mis brazos y me detuvieron.

Luché, aterrorizada, intentando soltarme.

Pero él me sujetaba, era su prisionera.

Parecía confundido por mi resistencia, mi terror. Pero entonces, también, me sentí desvalida y furiosa. Los odiaba. Odiaba a todos los hombres y su fuerza. Nos explotaban, nos dominaban, nos forzaban a servirles y a doblegarnos ante su voluntad. ¡Eran crueles con nosotras! ¡No tenían en cuenta que éramos seres humanos! Y mezclados con mi enojo y mi terror, se encontraban los temores instintivos de una muchacha que era seda blanca, que temía ser hecha mujer. Y, tal vez, todavía estuviesen más mezclados la furia y el terror, la frustración, de la mimada Elinor Brinton, la joven rica de la Tierra, que repudiaba el papel que le había sido asignado en aquel mundo bárbaro, sin que ella hubiera hecho nada por merecerlo. ¡Yo soy Elinor Brinton, grité para mí! ¡Ella no es una esclava! ¡Ella no obedece a ningún hombre! ¡Es libre! ¡Libre!

—No me toques —le dije entre dientes.

Él me dio la vuelta, fácilmente, y me colocó de espaldas sobre la hierba.

—¡Te odio! ¡Te odio! —sollocé.

Vi cómo la ira asomaba a sus ojos. Me sujetó con fuerza, luego, consternada, comprendí que me miraba de otra manera. Algo que incluso una esclava seda blanca adivinaría. Aquel moreno me usaría simplemente y luego me ignoraría. Lo había irritado. Protesté. Aquel hombre iba a usarme con paciencia v con cuidado; con delicadeza y minuciosidad, y con maestría hasta que yo me rindiese, bajo sus condiciones, no las mías, hasta que yo, orgullosa, enfadada y libre, quedase reducida a una esclava entregada.

Traté de soltarme. Oí los cascabeles de Lana, las canciones de Ute y los hombres y sus palmadas, los golpes sobre el cuero de los escudos, que marcaban el ritmo de la danza.

Su enorme cabeza se inclinó sobre mi garganta. Yo volví la mía hacia un lado, llorando.

De pronto hubo una confusión de cuerpos a nuestro alrededor Y el sonido de golpes. Lana empezó a gritar, pero su grito fue sofocado. Ute también gritó, pero de igual forma su grito cesó bruscamente. Los hombres trataron de ponerse en pie, gritando enfadados. Se oyeron golpes, golpes fuertes que surgían desde la oscuridad. El hombre que me sujetaba trató de incorporarse, chillando, cuando algo grande y pesado le golpeó un lado de la cabeza. Cayó sobre la hierba. Quise saltar sobre mis pies para salir corriendo, pero dos cuerpos, los de dos muchachas, se abalanzaron sobre mí. Otra chica pasó un lazo alrededor de mi garganta y lo retorció, con lo que casi me estrangula. Cuando intenté abrir la boca para tomar un poco de aire, una joven me metió dentro un trozo de tela. Me amordazaron. En ese momento, la presión sobre mi garganta disminuyó un poco y, con fibra de atar, me sujetaron las manos detrás de la espalda. Me habían echado sobre la hierba boca abajo. Después de atarme, tiraron del lazo que me rodeaba la garganta hacia atrás, casi estrangulándome, para ponerme de pie.

—Avivad el fuego —dijo la líder de las muchachas, una joven alta y rubia. Tenía un aspecto muy llamativo. Llevaba una lanza ligera, y estaba cubierta de pieles. En sus brazos y alrededor de su cuello había adornos bárbaros de oro.

Otra de las chicas echó más leña al fuego.

Miré a mi alrededor.

Había unas muchachas arrodilladas detrás de los guardas, maniatándolos.

Luego se incorporaron.

Vi que Lana y Ute ya habían sido atadas y amordazadas.

—¿Tomamos a los hombres como esclavos? —preguntó una de las chicas.

—No —respondió la alta y rubia.

La que había hecho la pregunta, señaló hacia Ute y Lana.

—¿Qué hacemos con ellas?

—Ya las habéis visto —dijo la joven alta y rubia—. Dejadlas aquí. Son Kajiras.

Mi corazón dio un salto. Aquéllas eran muchachas del bosque, a veces también llamadas mujeres pantera, que vivían salvajemente y en libertad en los bosques del norte. Mujeres proscritas, que en ocasiones tomaban a hombres como esclavos, cuando les parecía bien hacerlo.

¡Sin duda me habían visto resistirme, luchar! ¡Yo no era una kajira! ¡Sin duda querían que me uniera a ellas! ¡Podría ser libre! Quizás de alguna manera ellas pudieran ayudarme a regresar a la Tierra. En ese caso, me liberarían, ¡sería libre!

Pero yo seguía de pie en la hierba, amordazada, con las manos atadas en la espalda, y un lazo alrededor de mi cuello, sujeto por una de las chicas.

No parecía que fuese libre.

—Llevad a los hombres cerca del fuego —dijo la chica alta.

—Sí, Verna —respondió una de las muchachas.

Unidas en parejas, las chicas llevaron a los hombres de nuevo junto a la hoguera. Éstos también habían sido amordazados. Sólo uno de ellos había recuperado el conocimiento. Una de las muchachas vestidas con pieles se arrodilló ante él, le sujetó el pelo con la mano y le colocó la punta de un cuchillo junto a la garganta.

Algunas de las muchachas lanzaron sus palos. Miraron a los hombres, con las manos apoyadas en las caderas, riendo.

La muchacha alta llamada Verna, ágil como las propias panteras del bosque, con cuyas pieles se cubría, con sus adornos dorados y su lanza, se encaminó hacia donde estaba Lana tirada sobre la hierba, de lado, atada y amordazada. Ayudándose de su lanza, la hizo girar para que quedase boca arriba. Lana miró hacia ella atemorizada. La lanza de Verna estaba sobre su garganta.

—Bailabas bien.

Lana se puso a temblar.

Verna la miró con satisfacción y soltó la lanza. Le dio una patada salvaje en el costado.

—¡Kajira! —masculló.

Lana gimió de dolor.

La muchacha alta se dirigió a Ute e hizo lo mismo, repitiendo
«Kajira»
.

Ute no dijo nada, pero vi asomar lágrimas en sus ojos, por encima de la mordaza.

—Colocad a los hombres como si estuviesen sentados alrededor del fuego —ordenó Verna.

Sus muchachas, unas quince, obedecieron. Para ello utilizaron un pesado baúl y el eje de una carreta.

Desde lejos daría la impresión de que estaban sentados alrededor del fuego.

Verna se me acercó.

Me daba miedo. Parecía alta y fuerte. Había una arrogancia felina en aquella belleza bárbara. Parecía espléndida y orgullosa en las pieles cortas que llevaba y sus adornos de oro. Puso la punta de su lanza debajo de mi barbilla y alzó mi cabeza.

—¿Qué hacemos con las esclavas? —preguntó una de las chicas.

Verna se dio la vuelta para mirar a Lana y Ute. Señaló a Ute.

—Quitadle el camisk a ésa —dijo. Luego añadió—: Atadlas a los pies de sus amos.

Volví a notar la punta de la lanza de Verna bajo mi barbilla, forzándome a alzar la cabeza.

Me observó durante bastante tiempo.

—Kajira —dijo finalmente.

Lo negué sacudiendo con fuerza la cabeza. ¡No! ¡no!

Algunas de las chicas estaban revolviendo las carretas buscando comida, monedas, bebida, tejidos, cuchillos o cualquier otra cosa que quisieran llevarse con ellas.

Los hombres estaban conscientes y se revolvían, pero no podían hacer nada.

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