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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

Cincuenta sombras más oscuras (13 page)

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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—¡Christian! —grito. La gente nos mira. ¿Puede haber algo más humillante?—. ¡Iré andando! ¡Iré andando!

Me baja y, antes de que se incorpore, salgo disparada en dirección a mi apartamento, furiosa, sin hacerle caso. Naturalmente al cabo de un momento le tengo al lado, pero sigo ignorándole. ¿Qué voy a hacer? Estoy furiosa, aunque no estoy del todo segura de qué es lo que me enfurece… son tantas cosas.

Mientras camino muy decidida de vuelta a casa, pienso en la lista:

1. Cargarme a hombros: inaceptable para cualquiera mayor de seis años.

2. Llevarme al salón que comparte con su antigua amante: ¿cómo puede ser tan estúpido?

3. El mismo sitio al que llevaba a sus sumisas: de nuevo, tremendamente estúpido.

4. No darse cuenta siquiera de que no era buena idea: y se supone que es un tipo brillante.

5. Tener ex novias locas. ¿Puedo culparle por eso? Estoy tan furiosa… Sí, puedo.

6. Saber el número de mi cuenta corriente: eso es acoso, como mínimo.

7. Comprar SIP: tiene más dinero que sentido común.

8. Insistir en que me instale en su casa: la amenaza de Leila debe de ser peor de lo que él temía… ayer no dijo nada de eso.

Y entonces caigo en la cuenta. Algo ha cambiado. ¿Qué puede ser? Me paro en seco, y Christian se detiene a mi lado.

—¿Qué ha pasado? —pregunto.

Arquea una ceja.

—¿Qué quieres decir?

—Con Leila.

—Ya te lo he contado.

—No, no me lo has contado. Hay algo más. Ayer no me insististe para que fuera a tu casa. Así que… ¿qué ha pasado?

Se remueve, incómodo.

—¡Christian! ¡Dímelo! —exijo.

—Ayer consiguió que le dieran un permiso de armas.

Oh, Dios. Le miro fijamente, parpadeo y, en cuanto asimilo la noticia, noto que la sangre deja de circular por mis mejillas. Siento que podría desmayarme. ¿Y si quiere matarle? ¡No!

—Eso solo significa que puede comprarse un arma —musito.

—Ana —dice con un tono de enorme preocupación. Apoya las manos en mis hombros y me atrae hacia él—. No creo que haga ninguna tontería, pero… simplemente no quiero que corras el riesgo.

—Yo no… pero ¿y tú? —murmuro.

Me mira con el ceño fruncido. Le rodeo con los brazos, le abrazo fuerte y apoyo la cara en su pecho. No parece que le importe.

—Vamos a tu casa —susurra.

Se inclina, me besa el cabello, y ya está. Mi furia ha desaparecido por completo, pero no está olvidada. Se disipa ante la amenaza de que pueda pasarle algo a Christian. La sola idea me resulta insoportable.

* * *

Una vez en casa, preparo con cara seria una maleta pequeña, y meto en mi mochila el Mac, la BlackBerry, el iPad y el globo del
Charlie Tango
.

—¿El
Charlie Tango
también viene? —pregunta Christian.

Asiento y me dedica una sonrisita indulgente.

—Ethan vuelve el martes —musito.

—¿Ethan?

—El hermano de Kate. Se quedará aquí hasta que encuentre algo en Seattle.

Christian me mira impasible, pero capto la frialdad que asoma en sus ojos.

—Bueno, entonces está bien que te vengas conmigo. Así él tendrá más espacio —dice tranquilamente.

—No sé si tiene llaves. Tendré que volver cuando llegue.

Christian no dice nada.

—Ya está todo.

Coge mi maleta y nos dirigimos hacia la puerta. Mientras nos encaminamos a la parte de atrás del edificio para acceder al aparcamiento, noto que no dejo de mirar por encima del hombro. No sé si me he vuelto paranoica o si realmente alguien me vigila. Christian abre la puerta del copiloto del Audi y me mira, expectante.

—¿Vas a entrar? —pregunta.

—Creía que conduciría yo.

—No. Conduciré yo.

—¿Le pasa algo a mi forma de conducir? No me digas que sabes qué nota me pusieron en el examen de conducir… no me sorprendería, vista tu tendencia al acoso.

A lo mejor sabe que pasé por los pelos la prueba teórica.

—Sube al coche, Anastasia —espeta, furioso.

—Vale.

Me apresuro a subir. Francamente, ¿quién no lo haría?

Quizá él tenga la misma sensación inquietante de que alguien siniestro nos observa… bueno, una morena pálida de ojos castaños que tiene un aspecto perturbadoramente parecido al mío, y que seguramente esconde un arma.

Christian se incorpora al tráfico.

—¿Todas tus sumisas eran morenas?

Inmediatamente frunce el ceño y me mira.

—Sí —murmura.

Parece vacilar, y lo imagino pensando: ¿Adónde quiere llegar con esto?

—Solo preguntaba.

—Ya te lo dije. Prefiero a las morenas.

—La señora Robinson no es morena.

—Seguramente sea esa la razón —masculla—. Con ella ya tuve bastantes rubias para toda la vida.

—Estás de broma —digo entre dientes.

—Sí, estoy de broma —replica, molesto.

Miro impasible por la ventanilla, en todas direcciones, buscando chicas morenas, pero ninguna es Leila.

Así que solo le gustan morenas… me pregunto por qué. ¿Acaso la extraordinariamente glamurosa (a pesar de ser mayor) señora Robinson realmente le dejó sin más ganas de rubias? Sacudo la cabeza… El paranoico Christian Grey.

—Cuéntame cosas de ella.

—¿Qué quieres saber?

Tuerce el gesto, intentando advertirme con su tono de voz.

—Háblame de vuestro acuerdo empresarial.

Se relaja visiblemente, contento de hablar de trabajo.

—Yo soy el socio capitalista. No me interesa especialmente el negocio de la estética, pero ella ha convertido el proyecto en un éxito. Yo me limité a invertir y la ayudé a ponerlo en marcha.

—¿Por qué?

—Se lo debía.

—¿Ah?

—Cuando dejé Harvard, ella me prestó cien mil dólares para empezar mi negocio.

Vaya… Es rica, también.

—¿Lo dejaste?

—No era para mí. Estuve dos años. Por desgracia, mis padres no fueron tan comprensivos.

Frunzo el ceño. El señor Grey y la doctora Grace Trevelyan en actitud reprobadora… soy incapaz de imaginarlo.

—No parece que te haya ido demasiado mal haberlo dejado. ¿Qué asignaturas escogiste?

—Ciencias políticas y Economía.

Mmm… claro.

—¿Así que es rica? —murmuro.

—Era una esposa florero aburrida, Anastasia. Su marido era un magnate… de la industria maderera. —Sonríe con aire desdeñoso—. No la dejaba trabajar. Ya sabes, era muy controlador. Algunos hombres son así.

Me lanza una rápida sonrisa de soslayo.

—¿En serio? ¿Un hombre controlador? Yo creía que eso era una criatura mítica. —No creo que mi tono pudiera ser más sarcástico.

La sonrisa de Christian se expande.

—¿El dinero que te prestó era de su marido?

Asiente, y en sus labios aparece una sonrisita maliciosa.

—Eso es horrible.

—Él también tenía sus líos —dice Christian misteriosamente, mientras entra en el aparcamiento subterráneo del Escala.

Ah…

—¿Cuáles?

Christian mueve la cabeza, como si recordara algo especialmente amargo, y aparca al lado del Audi Quattro SUV.

—Vamos. Franco no tardará.

* * *

En el ascensor, Christian me observa.

—¿Sigues enfadada conmigo? —pregunta con naturalidad.

—Mucho.

Asiente.

—Vale —dice, y mira al frente.

Cuando llegamos, Taylor nos está esperando en el vestíbulo. ¿Cómo consigue anticiparse siempre? Coge mi maleta.

—¿Welch ha dicho algo? —pregunta Christian.

—Sí, señor.

—¿Y?

—Todo está arreglado.

—Excelente. ¿Cómo está tu hija?

—Está bien, gracias, señor.

—Bien. El peluquero vendrá a la una: Franco De Luca.

—Señorita Steele —me saluda Taylor haciendo un gesto con la cabeza.

—Hola, Taylor. ¿Tienes una hija?

—Sí, señora.

—¿Cuántos años tiene?

—Siete años.

Christian me mira con impaciencia.

—Vive con su madre —explica Taylor.

—Ah, entiendo.

Taylor me sonríe. Esto es algo inesperado. ¿Taylor es padre? Sigo a Christian al gran salón, intrigada por la noticia.

Echo un vistazo alrededor. No había estado aquí desde que me marché.

—¿Tienes hambre?

Niego con la cabeza. Christian me observa un momento y decide no discutir.

—Tengo que hacer unas llamadas. Ponte cómoda.

—De acuerdo.

Desaparece en su estudio, y me deja plantada en la inmensa galería de arte que él considera su casa, preguntándome qué hacer.

¡Ropa! Cojo mi mochila, subo las escaleras hasta mi dormitorio y reviso el vestidor. Sigue lleno de ropa: toda por estrenar y todavía con las etiquetas de los precios. Tres vestidos largos de noche. Tres de cóctel, y tres más de diario. Todo esto debe de haber costado una fortuna.

Miro la etiqueta de uno de los vestidos de noche: 2.998 dólares. Madre mía. Me siento en el suelo.

Esta no soy yo. Me cojo la cabeza entre las manos e intento procesar todo lo ocurrido en las últimas horas. Es agotador. ¿Por qué, ay, por qué me he enamorado de alguien que está tan loco… guapísimo, terriblemente sexy, más rico que Creso, pero que está como una cabra?

Saco la BlackBerry de la mochila y llamo a mi madre.

—¡Ana, cariño! Hace mucho que no sabía nada de ti. ¿Cómo estás, cielo?

—Oh, ya sabes…

—¿Qué pasa? ¿Sigue sin funcionar lo de Christian?

—Es complicado, mamá. Creo que está loco. Ese es el problema.

—Dímelo a mí. Hombres… a veces no hay quién les entienda. Bob está pensando ahora si ha sido buena idea que nos hayamos mudado a Georgia.

—¿Qué?

—Sí, empieza a hablar de volver a Las Vegas.

Ah, hay alguien más que tiene problemas. No soy la única.

Christian aparece en el umbral.

—Estás aquí. Creí que te habías marchado.

Levanto la mano para indicarle que estoy al teléfono.

—Lo siento, mamá, tengo que colgar. Te volveré a llamar pronto.

—Muy bien, cariño… Cuídate. ¡Te quiero!

—Yo también te quiero, mamá.

Cuelgo y observo a Cincuenta, que tuerce el gesto, extrañamente incómodo.

—¿Por qué te escondes aquí? —pregunta.

—No me escondo. Me desespero.

—¿Te desesperas?

—Por todo esto, Christian.

Hago un gesto vago en dirección a toda esa ropa.

—¿Puedo pasar?

—Es tu vestidor.

Vuelve a poner mala cara y se sienta, con las piernas cruzadas, frente a mí.

—Solo son vestidos. Si no te gustan, los devolveré.

—Es muy complicado tratar contigo, ¿sabes?

Él parpadea y se rasca la barbilla… la barbilla sin afeitar. Mis dedos se mueren por tocarla.

—Lo sé. Me estoy esforzando —murmura.

—Eres muy difícil.

—Tú también, señorita Steele.

—¿Por qué haces esto?

Abre mucho los ojos y reaparece esa mirada de cautela.

—Ya sabes por qué.

—No, no lo sé.

Se pasa una mano por el pelo.

—Eres una mujer frustrante.

—Podrías tener a una preciosa sumisa morena. Una que, si le pidieras que saltara, te preguntaría: «¿Desde qué altura?», suponiendo, claro, que tuviera permiso para hablar. Así que, ¿por qué yo, Christian? Simplemente no lo entiendo.

Me mira un momento, y no tengo ni idea de qué está pensando.

—Tú haces que mire el mundo de forma distinta, Anastasia. No me quieres por mi dinero. Tú me das… esperanza —dice en voz baja.

¿Qué? El señor Críptico ha vuelto.

—¿Esperanza de qué?

Se encoge de hombros.

—De más. —Habla con voz queda y tranquila—. Y tienes razón: estoy acostumbrado a que las mujeres hagan exactamente lo que yo digo, cuando yo lo digo, y estrictamente lo que yo quiero que hagan. Eso pierde interés enseguida. Tú tienes algo, Anastasia, que me atrae a un nivel profundo que no entiendo. Es como el canto de sirena. No soy capaz de resistirme a ti y no quiero perderte. —Alarga la mano y toma la mía—. No te vayas, por favor… Ten un poco de fe en mí y un poco de paciencia. Por favor.

Parece tan vulnerable… Es perturbador. Me arrodillo, me inclino y le beso suavemente en los labios.

—De acuerdo, fe y paciencia. Eso puedo soportarlo.

—Bien. Porque Franco ha llegado.

Franco es bajito, moreno y gay. Me encanta.

—¡Qué pelo tan bonito! —exclama con un acento italiano escandaloso y probablemente falso.

Apuesto a que es de Baltimore o de un sitio parecido, pero su entusiasmo es contagioso. Christian nos conduce a ambos a su cuarto de baño, sale a toda prisa y vuelve a entrar con una silla de su habitación.

—Os dejo solos —masculla.


Grazie
, señor Grey. —Franco se vuelve hacia mí—.
Bene
, Anastasia, ¿qué haremos contigo?

Christian está sentado en su sofá, revisando algo que parecen hojas de cálculo con mucha concentración. Una melodiosa pieza de música clásica suena de fondo en la habitación. Una mujer canta apasionadamente, vertiendo su alma en la canción. Es desgarrador. Christian levanta la mirada y sonríe, distrayéndome de la música.

—¡Ves! Te dije que le gustaría —comenta Franco, entusiasmado.

—Estás preciosa, Ana —dice Christian, visiblemente complacido.

—Mi trabajo aquí ya ha acabado —exclama Franco.

Christian se levanta y se acerca a nosotros.

—Gracias, Franco.

Franco se gira, me da un abrazo exagerado y me besa en ambas mejillas.

—¡No vuelvas a dejar que nadie más te corte el pelo,
bellissima
Ana!

Me echo a reír, ligeramente avergonzada por esa familiaridad. Christian le acompaña a la puerta del vestíbulo y vuelve al cabo de un momento.

—Me alegro de que te lo hayas dejado largo —dice mientras avanza hacia mí con una mirada centelleante.

Coge un mechón entre los dedos.

—Qué suave —murmura, y baja los ojos hacia mí—. ¿Sigues enfadada conmigo?

Asiento y sonríe.

—¿Por qué estás enfadada, concretamente?

Pongo los ojos en blanco.

—¿Quieres una lista?

—¿Hay una lista?

—Una muy larga.

—¿Podemos hablarlo en la cama?

—No —digo con un mohín infantil.

—Durante el almuerzo, pues. Tengo hambre, y no solo de comida —añade con una sonrisa lasciva.

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