Cincuenta sombras más oscuras (14 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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—No voy a dejar que me encandiles con tu destreza sexual.

Él reprime una sonrisa.

—¿Qué te molesta concretamente, señorita Steele? Suéltalo.

Muy bien.

—¿Qué me molesta? Bueno, está tu flagrante invasión de mi vida privada, el hecho de que me llevaras a un sitio donde trabaja tu ex amante y donde solías llevar a todas tus amantes para que las depilaran, el que me cargaras a hombros en plena calle como si tuviera seis años… y, por encima de todo, ¡que dejaras que tu señora Robinson te tocara!

Mi voz ha ido subiendo en un
crescendo
.

Él levanta las cejas, y su buen humor desaparece.

—Menuda lista. Pero te lo aclararé una vez más: ella no es mi señora Robinson.

—Ella puede tocarte —repito.

Tuerce los labios.

—Ella sabe dónde.

—¿Eso qué quiere decir?

Se pasa ambas manos por el pelo y cierra un segundo los ojos, como si buscara algún tipo de consejo divino. Traga saliva.

—Tú y yo no tenemos ninguna norma. Yo nunca he tenido ninguna relación sin normas, y nunca sé cuándo vas a tocarme. Eso me pone nervioso. Tus caricias son completamente… —Se para, buscando las palabras—. Significan más… mucho más.

¿Más? Su respuesta es absolutamente inesperada, me deja perpleja, y esa palabrita con un significado enorme queda suspendida entre los dos.

Mis caricias significan… más. Ay, Dios. ¿Cómo voy a resistirme si me dice esas cosas? Sus ojos grises buscan los míos y me observan con aprensión.

Alargo la mano con cuidado y esa aprensión se convierte en alarma. Christian da un paso atrás y yo bajo la mano.

—Límite infranqueable —murmura, con una expresión dolida y aterrorizada.

No puedo evitar sentir una decepción aplastante.

—¿Cómo te sentirías tú si no pudieras tocarme?

—Destrozado y despojado —contesta inmediatamente.

Oh, mi Cincuenta Sombras. Sacudo la cabeza, le dedico una leve sonrisa tranquilizadora y se relaja.

—Algún día tendrás que contarme exactamente por qué esto es un límite infranqueable, por favor.

—Algún día —murmura, y se diría que en una milésima de segundo ha superado su vulnerabilidad.

¿Cómo puede cambiar tan deprisa? Es la persona más voluble que conozco.

—Veamos el resto de tu lista… Invadir tu privacidad. —Al considerar este tema, tuerce el gesto—. ¿Por qué sé tu número de cuenta?

—Sí, es indignante.

—Yo investigo el historial y los datos de todas mis sumisas. Te lo enseñaré.

Da media vuelta y se dirige a su estudio.

Yo le sigo obediente, aturdida. De un archivador cerrado con llave, saca una carpeta. Con una etiqueta impresa: ANASTASIA ROSE STEELE.

Madre mía. Le miro fijamente.

Él se encoge de hombros a modo de disculpa.

—Puedes quedártelo —dice tranquilamente.

—Bueno, vaya, gracias —replico.

Hojeo el contenido. Tiene una copia de mi certificado de nacimiento, por Dios santo, mis límites infranqueables, el acuerdo de confidencialidad, el contrato —Dios…—, mi número de la seguridad social, mi currículo, informes laborales…

—¿Así que sabías que trabajaba en Clayton’s?

—Sí.

—No fue una coincidencia. No pasabas por allí…

—No.

No sé si enfadarme o sentirme halagada.

—Esto es muy jodido. ¿Sabes?

—Yo no lo veo así. He de ser cuidadoso con lo que hago.

—Pero esto es privado.

—No hago un uso indebido de la información. Esto es algo que puede conseguir cualquiera que esté medianamente interesado, Anastasia. Yo necesito información para tener el control. Siempre he actuado así.

Me mira inescrutable, con cierta cautela.

—Sí haces un uso indebido de la información. Ingresaste en mi cuenta veinticuatro mil dólares que yo no quería.

Sus labios se convierten en una fina línea.

—Ya te lo dije. Es lo que Taylor consiguió por tu coche. Increíble, ya lo sé, pero así es.

—Pero el Audi…

—Anastasia, ¿tienes idea del dinero que gano?

Me ruborizo.

—¿Por qué debería saberlo? No tengo por qué saber las cifras de tu cuenta bancaria, Christian.

Su mirada se dulcifica.

—Lo sé. Esa es una de las cosas que adoro de ti.

Me lo quedo mirando, sorprendida. ¿Que adora de mí?

—Anastasia, yo gano unos cien mil dólares a la hora.

Abro la boca. Eso es una cantidad de dinero obscena.

—Veinticuatro mil dólares no es nada. El coche, los libros de Tess, la ropa, no son nada.

Su tono es dulce.

Le observo. Realmente no tiene ni idea. Es extraordinario.

—Si fueras yo, ¿cómo te sentirías si te obsequiaran con toda esta… generosidad?

Me mira inexpresivo y ahí está, en pocas palabras, la raíz de su problema: empatía o carencia de la misma. Entre nosotros se hace el silencio.

Al final, se encoge de hombros.

—No sé —dice, y parece sinceramente perplejo.

Se me encoge el corazón. Este es, seguramente, el
quid
de sus cincuenta sombras: no puede ponerse en mi lugar. Bien, ahora lo sé.

—Pues no es agradable. Quiero decir… que eres muy generoso, pero me incomoda. Ya te lo he dicho muchas veces.

Suspira.

—Yo quiero darte el mundo entero, Anastasia.

—Yo solo te quiero a ti, Christian. Lo demás me sobra.

—Es parte del trato. Parte de lo que soy.

Ah, esto no va a ninguna parte.

—¿Comemos? —pregunto.

La tensión entre los dos es agotadora.

Tuerce el gesto.

—Claro.

—Cocino yo.

—Bien. Si no, hay comida en la nevera.

—¿La señora Jones libra los fines de semana? ¿O sea que la mayoría de los fines de semana comes platos fríos?

—No.

—¿Ah, no?

Suspira.

—Mis sumisas cocinan, Anastasia.

—Ah, claro. —Me sonrojo. ¿Cómo puedo ser tan tonta? Le sonrío con dulzura—. ¿Qué le gustaría comer al señor?

—Lo que la señora encuentre —dice con malicia.

Inspecciono el impresionante contenido del frigorífico. Me decido por una tortilla española. Incluso hay patatas congeladas, perfecto. Es rápido y fácil. Christian sigue en su estudio, sin duda invadiendo la privacidad de algún pobre e ingenuo idiota y recopilando información. La idea es desagradable y me deja mal sabor de boca. La cabeza me da vueltas. Realmente no tiene límites.

Si voy a cocinar necesito música, ¡y voy a cocinar de forma insumisa! Me acerco al equipo que hay junto a la chimenea y cojo el iPod de Christian. Apuesto a que aquí hay más temas seleccionados por Leila, y me da terror pensarlo.

¿Dónde estará ella?, me pregunto. ¿Qué quiere?

Me estremezco. Menudo legado, no me cabe en la cabeza.

Repaso la larga lista. Quiero algo animado. Mmm. Beyoncé… no parece muy del gusto de Christian. «Crazy in Love.» ¡Oh, sí! Muy apropiado. Aprieto el botón y subo el volumen.

Vuelvo dando pasitos de baile hasta la cocina, encuentro un bol, abro la nevera y saco los huevos. Los casco y empiezo a batir, sin parar de bailar.

Vuelvo a repasar el contenido del frigorífico, cojo patatas, jamón y —¡sí!— guisantes del congelador. Todo esto irá bien. Localizo una sartén, la pongo sobre el fuego, añado un poco de aceite de oliva y vuelvo a batir.

Empatía cero, medito. ¿Eso solo le pasa a Christian? Quizá todos los hombres sean así, y a todos les desconcierten las mujeres. No lo sé. Puede que no sea una revelación tan importante.

Ojalá Kate estuviera en casa; ella lo sabría. Lleva demasiado tiempo en Barbados. Debería estar de vuelta el fin de semana próximo, después de esas vacaciones extra con Elliot. Me pregunto si seguirán sintiendo la misma atracción sexual mutua.

«Una de las cosas que adoro de ti.»

Dejo de batir. Lo dijo. ¿Quiere decir eso que hay otras cosas? Sonrío por primera vez desde que vi a la señora Robinson… una sonrisa genuina, de corazón, de oreja a oreja.

Christian me rodea con sus brazos sigilosamente y doy un respingo.

—Interesante elección musical —ronronea, y me besa detrás de la oreja—. Qué bien huele tu pelo.

Hunde la nariz e inspira profundamente.

El deseo se desata en mi vientre. No. Rechazo su abrazo.

—Sigo enfadada.

Frunce el ceño.

—¿Cuánto más va a durar esto? —pregunta, pasándose una mano por el pelo.

Me encojo de hombros.

—Por lo menos hasta que comamos.

Un gesto risueño se dibuja en su boca. Se da la vuelta, coge el mando de la encimera y apaga la música.

—¿Pusiste tú eso en tu iPod? —pregunto.

Niega con la cabeza, con expresión lúgubre, y entonces sé que fue ella: la Chica Fantasma.

—¿No crees que en aquel momento intentaba decirte algo?

—Bueno, visto a posteriori, probablemente —dice en tono inexpresivo.

Lo cual demuestra mi teoría: empatía cero. Mi subconsciente cruza los brazos y chasquea los labios con gesto de disgusto.

—¿Por qué la tienes todavía?

—Me gusta bastante la canción. Pero si te incomoda la borro.

—No, no pasa nada. Me gusta cocinar con música.

—¿Qué te gustaría oír?

—Sorpréndeme.

Sonríe satisfecho y se dirige hacia el iPod mientras yo continúo batiendo.

Al cabo de un momento la voz dulce, celestial y conmovedora de Nina Simone inunda el salón. Es una de las preferidas de Ray: «I Put a Spell on You». Te he lanzado un hechizo…

Me ruborizo y me vuelvo a mirar a Christian. ¿Qué intenta decirme? Él me lanzó un hechizo hace mucho tiempo. Oh, Dios… su mirada ha cambiado, la levedad del momento ha desaparecido, sus ojos son más oscuros, más intensos.

Le miro, embelesada, mientras despacio, como el depredador que es, me acecha al ritmo de la lenta y sensual cadencia de la música. Va descalzo, solo lleva una camisa blanca por fuera de los vaqueros, y tiene una actitud provocativa.

Nina canta «Tú eres mío» mientras él se pone a mi lado, con intenciones claras.

—Christian, por favor —susurro, con el batidor ya inútil en mi mano.

—¿Por favor qué?

—No hagas eso.

—¿Hacer qué?

—Esto.

Se planta frente a mí y baja la vista para mirarme.

—¿Estás segura?

Exhala y alarga la mano, me coge el batidor y lo vuelve a dejar en el bol con los huevos. Mi corazón da un vuelco. No quiero esto… Sí quiero esto… desesperadamente.

Resulta tan frustrante. Es tan atractivo y deseable… Aparto la mirada de su embrujador aspecto.

—Te deseo, Anastasia —musita—. Lo adoro y lo odio, y adoro discutir contigo. Esto es muy nuevo para mí. Necesito saber que estamos bien. Solo sé hacerlo de esta forma.

—Mis sentimientos por ti no han cambiado —murmuro.

Su proximidad es irresistible, excitante. Esa atracción familiar está ahí, todas mis terminaciones nerviosas me empujan hacia él, la diosa que llevo dentro se siente de lo más libidinosa. Contemplo la sombra del vello asomando por su camisa y me muerdo el labio, indefensa, dominada por el deseo… quiero saborearle, justo ahí.

Está muy cerca, pero no me toca. Su ardor calienta mi piel.

—No voy a tocarte hasta que me digas que sí, que lo haga —murmura—. Pero ahora mismo, después de una mañana realmente espantosa, quiero hundirme en ti y olvidarme de todo excepto de nosotros.

Oh… Nosotros. Una combinación mágica, un pequeño y potente pronombre que zanja el asunto. Levanto la cabeza para contemplar su hermoso aunque grave semblante.

—Voy a tocarte la cara —suspiro.

Y veo la sorpresa reflejada brevemente en sus ojos antes de percibir que lo acepta.

Levanto la mano, le acaricio la mejilla, y paso los dedos por su barba incipiente. Él cierra los ojos, suspira y acerca la cara a mi caricia.

Se inclina despacio, y automáticamente mis labios ascienden para unirse a los suyos. Se cierne sobre mí.

—Sí o no, Anastasia.

—Sí.

Su boca se cierra suavemente sobre la mía, logra separar mis labios mientras sus brazos me rodean y me atrae hacia sí. Me pasa la mano por la espalda, enreda los dedos en el cabello de mi nuca y tira con delicadeza, mientras pone la otra mano sobre mi trasero y me aprieta contra él. Yo gimo bajito.

—Señor Grey.

Taylor tose y Christian me suelta inmediatamente.

—Taylor —dice con voz gélida.

Me doy la vuelta y veo a Taylor, incómodo, de pie en el umbral. Christian y Taylor se miran y se comunican de algún modo, sin palabras.

—En mi estudio —espeta Christian.

Y Taylor cruza con brío el salón.

—Lo dejaremos para otro momento —me susurra Christian, antes de salir detrás de Taylor.

Yo respiro profundamente para tranquilizarme. ¿Es que no soy capaz de resistirme a él ni un minuto? Sacudo la cabeza, indignada conmigo misma, agradeciendo la interrupción de Taylor, y me avergüenza pensarlo.

Me pregunto qué haría Taylor para interrumpir en el pasado. ¿Qué habrá visto? No quiero pensar en eso. Comida. Haré la comida. Me dedico a cortar las patatas. ¿Qué querría Taylor? Mi mente se acelera… ¿tendrá que ver con Leila?

Diez minutos después, reaparecen, justo cuando la tortilla está lista. Christian me mira; parece preocupado.

—Les informaré en diez minutos —le dice a Taylor.

—Estaremos listos —contesta Taylor, y sale de la estancia.

Yo saco dos platos calientes y los coloco sobre la encimera de la isla de la cocina.

—¿Comemos?

—Por favor —dice Christian, y se sienta en uno de los taburetes de la barra.

Ahora me observa detenidamente.

—¿Problemas?

—No.

Tuerzo el gesto. No va a contármelo. Sirvo la comida y me siento a su lado, resignada a seguir sin saberlo.

Christian da un mordisco y dice, complacido:

—Está muy buena. ¿Te apetece una copa de vino?

—No, gracias.

He de mantener la cabeza clara contigo, Grey.

La tortilla sabe bien, pero no tengo mucha hambre. Sin embargo, como, sabiendo que si no Christian me dará la lata. Al final él interrumpe nuestro silencio reflexivo y pone la pieza clásica que oí antes.

—¿Qué es? —pregunto.

—Canteloube,
Canciones de la Auvernia. Esta se llama «Bailero».

—Es preciosa. ¿Qué idioma es?

—Francés antiguo; occitano, de hecho.

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