—¿Quién era ese? —pregunto.
Me mira.
—Alguien a quien conocerás más tarde. Ahora quiero enseñarte una cosa. Disponemos de treinta minutos antes de que termine la subasta. Después tenemos que regresar para poder disfrutar de ese baile por el que he pagado.
—Un baile muy caro —musito en tono reprobatorio.
—Estoy seguro de que valdrá la pena, hasta el último centavo.
Me sonríe maliciosamente. Oh, tiene una sonrisa maravillosa, y vuelvo a sentir ese dolor que florece con plenitud en mis entrañas.
Estamos en el jardín. Yo creía que iríamos a la casita del embarcadero, y siento una punzada de decepción al ver que nos dirigimos hacia la gran pérgola, donde ahora se está instalando la banda. Hay por lo menos veinte músicos, y unos cuantos invitados merodeando por el lugar, fumando a hurtadillas. Pero como toda la acción está teniendo lugar en la carpa, nadie se fija mucho en nosotros.
Christian me lleva a la parte de atrás de la casa y abre una puerta acristalada que da a un salón enorme y confortable que yo no había visto antes. Él atraviesa la sala desierta hacia una gran escalinata con una elegante barandilla de madera pulida. Me toma de la mano que tenía enlazada en su brazo y me conduce al segundo piso, y luego por el siguiente tramo de escaleras hasta el tercero. Abre una puerta blanca y me hace pasar a un dormitorio.
—Esta era mi habitación —dice en voz baja, quedándose junto a la puerta y cerrándola a sus espaldas.
Es amplia, austera, con muy poco mobiliario. Las paredes son blancas, al igual que los muebles; hay una espaciosa cama doble, una mesa y una silla, y estantes abarrotados de libros y diversos trofeos, al parecer de kickboxing. De las paredes cuelgan carteles de cine:
Matrix, El club de la lucha, El show de Truman
, y dos pósters de luchadores. Uno se llama Giuseppe DeNatale; nunca he oído hablar de él.
Lo que más llama mi atención es un panel de corcho sobre el escritorio, cubierto con miles de fotos, banderines de los Mariners y entradas de conciertos. Es un fragmento de la vida del joven Christian. Dirijo de nuevo la mirada hacia el impresionante y apuesto hombre que ahora está en el centro de la habitación. Él me mira con aire misterioso, pensativo y sexy.
—Nunca había traído a una chica aquí —murmura.
—¿Nunca? —susurro.
Niega con la cabeza.
Trago saliva convulsamente, y el dolor que ha estado molestándome las dos últimas horas ruge ahora, salvaje y anhelante. Verle ahí plantado sobre la moqueta azul marino con esa máscara… supera lo erótico. Le deseo. Ahora. De la forma que sea. He de reprimirme para no lanzarme sobre él y desgarrarle la ropa. Él se acerca a mí lento y cadencioso.
—No tenemos mucho tiempo, Anastasia, y tal como me siento ahora mismo, no necesitaremos mucho. Date la vuelta. Deja que te quite el vestido. —Yo me giro, mirando hacia la puerta, y agradezco que haya echado el pestillo. Él se inclina y me susurra al oído—: Déjate la máscara.
Yo respondo con un gemido, y mi cuerpo se tensa.
Él sujeta la parte de arriba de mi vestido, desliza los dedos sobre mi piel y su caricia resuena en todo mi cuerpo. Con movimiento rápido abre la cremallera. Sosteniendo el vestido, me ayuda a quitármelo, luego se da la vuelta y lo deja con destreza sobre el respaldo de la silla. Se quita la chaqueta, la coloca sobre mi vestido. Se detiene y me observa un momento, embebiéndose de mí. Yo me quedo en ropa interior y medias a juego, deleitándome en su mirada sensual.
—¿Sabes, Anastasia? —dice en voz baja mientras avanza hacia mí y se desata la pajarita, de manera que cuelga a ambos lados del cuello, y luego se desabrocha los tres botones de arriba de la camisa—. Estaba tan enfadado cuando compraste mi lote en la subasta que me vinieron a la cabeza ideas de todo tipo. Tuve que recordarme a mí mismo que el castigo no forma parte de las opciones. Pero luego te ofreciste. —Baja la vista hacia mí a través de la máscara—. ¿Por qué hiciste eso? —musita.
—¿Ofrecerme? No lo sé. Frustración… demasiado alcohol… una buena causa —musito sumisa, y me encojo de hombros.
¿Quizá para llamar su atención?
En aquel momento le necesitaba. Ahora le necesito más. El dolor ha empeorado y sé que él puede aliviarlo, calmar su rugido, y la bestia que hay en mí saliva por la bestia que hay en él. Christian aprieta los labios, ahora no son más que una fina línea, y se lame despacio el labio superior. Quiero esa lengua en mi interior.
—Me juré a mí mismo que no volvería a pegarte, aunque me lo suplicaras.
—Por favor —suplico.
—Pero luego me di cuenta de que en este momento probablemente estés muy incómoda, y eso no es algo a lo que estés acostumbrada.
Me sonríe con complicidad, ese cabrón arrogante, pero no me importa porque tiene toda la razón.
—Sí —musito.
—Así que puede que haya cierta… flexibilidad. Si lo hago, has de prometerme una cosa.
—Lo que sea.
—Utilizarás las palabras de seguridad si las necesitas, y yo simplemente te haré el amor, ¿de acuerdo?
—Sí.
Estoy jadeando. Quiero sus manos sobre mí.
Él traga saliva, luego me da la mano y se dirige hacia la cama. Aparta el cobertor, se sienta, coge una almohada y la coloca a un lado. Levanta la vista para verme de pie a su lado, y de pronto tira fuerte de mi mano, de manera que caigo sobre su regazo. Se mueve un poco hasta que mi cuerpo queda apoyado sobre la cama y mi pecho está encima de la almohada. Se inclina hacia delante, me aparta el pelo del hombro y pasa los dedos por el penacho de plumas de mi máscara.
—Pon las manos detrás de la espalda —murmura.
¡Oh…! Se quita la pajarita y la utiliza para atarme rápidamente las muñecas, de modo que mis manos quedan atadas sobre la parte baja de la espalda.
—¿Realmente deseas esto, Anastasia?
Cierro los ojos. Es la primera vez desde que le conozco que realmente quiero esto. Lo necesito.
—Sí —susurro.
—¿Por qué? —pregunta en voz baja mientras me acaricia el trasero con la palma de la mano.
Yo gimo en cuanto su mano entra en contacto con mi piel. No sé por qué… Tú me dijiste que no pensara demasiado. Después de un día como hoy… con la discusión sobre el dinero, Leila, la señora Robinson, ese dossier sobre mí, el mapa de zonas prohibidas, esta espléndida fiesta, las máscaras, el alcohol, las bolas de plata, la subasta… deseo esto.
—¿He de tener un motivo?
—No, nena, no hace falta —dice—. Solo intento entenderte.
Su mano izquierda se curva sobre mi cintura, sujetándome sobre su regazo, y entonces levanta la palma derecha de mi trasero y golpea con fuerza, justo donde se unen mis muslos. Ese dolor conecta directamente con el de mi vientre.
Oh, Dios… gimo con fuerza. Él vuelve a pegarme, exactamente en el mismo sitio. Suelto otro gemido.
—Dos —susurra—. Con doce bastará.
¡Oh…! Tengo una sensación muy distinta a la de la última vez: tan carnal, tan… necesaria. Christian me acaricia el culo con los largos dedos de sus manos, y mientras tanto yo estoy indefensa, atada y sujeta contra el colchón, a su merced, y por mi propia voluntad. Me azota otra vez, ligeramente hacia el costado, y otra, en el otro lado, luego se detiene, me baja las medias lentamente y me las quita. Desliza suavemente otra vez la palma de la mano sobre mi trasero antes de seguir golpeando… cada escozor del azote alivia mi anhelo, o lo acrecienta… no lo sé. Me someto al ritmo de los cachetes, absorbiendo cada uno de ellos, saboreando cada uno de ellos.
—Doce —murmura en voz baja y ronca.
Vuelve a acariciarme el trasero, baja la mano hasta mi sexo y hunde lentamente dos dedos en mi interior, y los mueve en círculo, una y otra y otra vez, torturándome.
Lanzo un gruñido cuando siento que mi cuerpo me domina, y llego al clímax, y luego otra vez, convulsionándome alrededor de sus dedos. Es tan intenso, inesperado y rápido…
—Muy bien, nena —musita satisfecho.
Me desata las muñecas, manteniendo los dedos dentro de mí mientras sigo tumbada sobre él, jadeando, agotada.
—Aún no he acabado contigo, Anastasia —dice, y se mueve sin retirar los dedos.
Desliza mis rodillas hasta el suelo, de manera que ahora estoy inclinada y apoyada sobre la cama. Se arrodilla en el suelo detrás de mí y se baja la cremallera. Saca los dedos de mi interior, y escucho el familiar sonido cuando rasga el paquetito plateado.
—Abre las piernas —gruñe, y yo obedezco.
Y, de un golpe, me penetra por detrás.
—Esto va a ser rápido, nena —murmura, y, sujetándome las caderas, sale de mi interior y vuelve a entrar con ímpetu.
—Ah —grito, pero la plenitud es celestial.
Impacta directamente contra el vientre dolorido, una y otra vez, y lo alivia con cada embestida dura y dulce. La sensación es alucinante, justo lo que necesito. Y me echo hacia atrás para unirme a él en cada embate.
—Ana, no —resopla, e intenta inmovilizarme.
Pero yo le deseo tanto que me acoplo a él en cada embestida.
—Mierda, Ana —sisea cuando se corre, y el atormentado sonido me lanza de nuevo a una espiral de orgasmo sanador, que sigue y sigue, haciendo que me retuerza y dejándome exhausta y sin respiración.
Christian se inclina, me besa el hombro y luego sale de mí. Me rodea con sus brazos, apoya la cabeza en mitad de mi espalda, y nos quedamos así, los dos arrodillados junto a la cama. ¿Cuánto? ¿Segundos? Minutos incluso, hasta que se calma nuestra respiración. El dolor en el vientre ha desaparecido, y lo que siento es una serenidad satisfecha y placentera.
Christian se mueve y me besa la espalda.
—Creo que me debe usted un baile, señorita Steele —musita.
—Mmm —contesto, saboreando la ausencia de dolor y regodeándome en esa sensación.
Él se sienta sobre los talones y tira de mí para colocarme en su regazo.
—No tenemos mucho tiempo. Vamos.
Me besa el pelo y me obliga a ponerme de pie.
Yo protesto, pero vuelvo a sentarme en la cama, recojo las medias del suelo y me las pongo. Me acerco doliente a la silla para recuperar mi vestido. Caigo en la cuenta distraídamente de que no me he quitado los zapatos durante nuestro ilícito encuentro. Christian se está anudando la pajarita, después de haberse arreglado un poco él y también la cama.
Y mientras vuelvo a ponerme el vestido, miro las fotografías del panel. Christian cuando era un adolescente hosco, pero aun así igual de atractivo que ahora: con Elliot y Mia en las pistas de esquí; solo en París, con el Arco de Triunfo de fondo; en Londres; en Nueva York; en el Gran Cañón; en la ópera de Sidney; incluso en la Muralla China. El amo Grey ha viajado mucho desde muy joven.
Hay entradas de varios conciertos: U2, Metallica, The Verve, Sheryl Crow; la Filarmónica de Nueva York interpretando
Romeo y Julieta
de Prokofiev… ¡qué mezcla tan ecléctica! Y en una esquina, una foto tamaño carnet de una joven. En blanco y negro. Me suena, pero que me aspen si la identifico. No es la señora Robinson, gracias a Dios.
—¿Quién es? —pregunto.
—Nadie importante —contesta mientras se pone la chaqueta y se ajusta la pajarita—. ¿Te subo la cremallera?
—Por favor. Entonces, ¿por qué la tienes en el panel?
—Un descuido por mi parte. ¿Qué tal la pajarita?
Levanta la barbilla como un niño pequeño, y yo sonrío y se la arreglo.
—Ahora está perfecta.
—Como tú —murmura, me atrae hacia él y me besa apasionadamente—. ¿Estás mejor?
—Mucho mejor, gracias, señor Grey.
—El placer ha sido mío, señorita Steele.
Los invitados se están congregando en la gran pérgola. Christian me mira complacido —hemos llegado justo a tiempo—, y me conduce a la pista de baile.
—Y ahora, damas y caballeros, ha llegado el momento del primer baile. Señor y doctora Grey, ¿están listos?
Carrick asiente y rodea con sus brazos a Grace.
—Damas y caballeros de la Subasta del Baile Inaugural, ¿están preparados?
Todos asentimos. Mia está con alguien que no conozco. Me pregunto qué ha pasado con Sean.
—Pues empecemos. ¡Adelante, Sam!
Un joven aparece en el escenario en medio de un cálido aplauso, se vuelve hacia la banda que está a sus espaldas y chasquea los dedos. Los conocidos acordes de «I’ve Got You Under My Skin» inundan el aire.
Christian me mira sonriendo, me toma en sus brazos y empieza a moverse. Oh, baila tan bien que es muy fácil seguirle. Nos sonreímos mutuamente como tontos, mientras me hace girar alrededor de la pista.
—Me encanta esta canción —murmura Christian, y baja los ojos hacia mí—. Resulta muy apropiada.
Ya no sonríe, está serio.
—Yo también te tengo bajo la piel —respondo—. Al menos te tenía en tu dormitorio.
Frunce los labios, pero es incapaz de disimular su regocijo.
—Señorita Steele —me reprocha en tono de broma—, no tenía ni idea de que pudiera ser tan grosera.
—Señor Grey, yo tampoco. Creo que es a causa de todas mis experiencias recientes. Han sido muy educativas.
—Para ambos.
Christian vuelve a estar serio, y se diría que estamos los dos solos con la banda. En nuestra burbuja privada.
Cuando termina la canción, los dos aplaudimos. Sam, el cantante, saluda con elegancia y presenta a su banda.
—¿Puedo interrumpir?
Reconozco al hombre que pujó por mí en la subasta. Christian me suelta de mala gana, pero parece también divertido.
—Adelante. Anastasia, este es John Flynn. John, Anastasia.
¡Oh, no!
Christian sonríe y se aleja con paso tranquilo hacia un lateral de la pista de baile.
—¿Cómo estás, Anastasia? —dice el doctor Flynn en tono afable, y me doy cuenta de que es inglés.
—Hola —balbuceo.
La banda inicia otra canción, y el doctor Flynn me toma entre sus brazos. Es mucho más joven de lo que imaginaba, aunque no puedo verle la cara. Lleva una máscara parecida a la de Christian. Es alto, pero no tanto como Christian, ni tampoco se mueve con su gracia natural.
¿Qué le digo? ¿Por qué Christian está tan jodido? ¿Por qué ha apostado por mí? Eso es lo único que quiero preguntarle, pero me parece una grosería en cierto sentido.
—Estoy encantado de conocerte por fin, Anastasia. ¿Lo estás pasando bien? —pregunta.
—Lo estaba —murmuro.
—Oh, espero no ser el responsable de tu cambio de humor.