Tutankamón había sido sepultado ayer, por así decirlo; apenas cuatro mil años antes, mientras que Rama acaso fuera mucho más viejo que la humanidad. Esa pequeña tumba del Valle de los Reyes hubiera quedado perdida en los corredores por los cuales ellos terminaban de pasar, pero el espacio que se extendía más allá de esa cerradura, de ese sello final, debía ser lo menos un millón de veces más amplio. En cuanto a los tesoros que quizá contenía... bueno, eso estaba fuera de los límites de la imaginación.
Nadie había hablado por los circuitos de radio en los últimos cinco minutos. El bien entrenado equipo no informó siquiera verbalmente cuando todas las verificaciones fueron completadas. Mercer se limitó a dar la señal de OK, y le indicó la entrada del túnel. Era como si todos hubiesen comprendido que estaban viviendo un momento para la historia, demasiado importante para ser interrumpido por la cháchara menuda e innecesaria.
Esto convenía a Norton ya que, por el momento, tampoco él tenía nada que decir. Encendió la luz de su linterna, dispuso sus propulsores, y se deslizó lentamente hacia abajo por el corto corredor arrastrando tras él su cable de seguridad. Unos segundos más tarde se encontraba en el interior de Rama.
¿En el interior de qué ? Ante él sólo había oscuridad; el haz de luz de su linterna no tropezaba con el menor resplandor. Había esperado algo así, aunque en realidad no lo había creído.
Todos los cálculos demostraron que la pared más lejana quedaba a decenas de kilómetros de distancia; ahora sus ojos le decían que así era en verdad. Mientras flotaba lentamente en medio de esas tinieblas experimentó la súbita necesidad de la confianza brindada por ese hilo que lo unía a sus compañeros, una impresión más fuerte de lo que recordaba haber experimentado jamás antes, ni siquiera en el transcurso de su primer viaje de reconocimiento. Y esto era ridículo. Había mirado sin vértigo a través de años luz y los megaparsecs; ¿por qué había de sentirse tan impresionado, tan perturbado, por unos pocos kilómetros cúbicos de vacío?
Estaba meditando sobre ese problema cuando el regulador de impulso, en un extremo del cable de seguridad, lo frenó suavemente hasta detenerlo, con un apenas perceptible rebote. Hizo girar el haz de luz de la linterna, tan inútil para horadar la espesa oscuridad, e intentó examinar la superficie de la cual terminaba de emerger.
Podía haber estado revoloteando sobre el centro de un pequeño cráter, que era en sí mismo un simple hoyuelo en la base de un cráter más grande. A ambos lados se levantaba un complejo de terrazas y rampas —todas geométricamente precisas y obviamente artificiales— que se extendían hasta donde alcanzaba el haz de luz. Más o menos a cien metros pudo ver las salidas de los otros dos sistemas de cierre automático, idénticos a ése.
Y eso era todo. No había nada particularmente exótico o extraño en el espectáculo. En verdad, el lugar guardaba una considerable semejanza con una mina abandonada. Experimentó una vaga sensación de desencanto; después de tanto esfuerzo debió haber habido alguna dramática, hasta trascendental revelación. Luego se recordó a sí mismo que su campo de visión sólo se extendía a unos doscientos metros. La oscuridad, más allá, bien podía contener más maravillas de las que estaba preparado para afrontar.
Informó brevemente a sus expectantes y ansiosos compañeros, y luego agregó:
—Enviaré una bengala. Tiempo: dos minutos. Ahí va.
Con todas sus fuerzas lanzó el pequeño cilindro hacia arriba —o hacia afuera— y comenzó a contar los segundos mientras el artefacto atravesaba el haz de luz. Antes de haber llegado al cuarto de minuto había desaparecido de su vista; cuando llegó a los cien segundos, resguardó sus ojos y enfocó la cámara.
Siempre había sido hábil para calcular el tiempo; sólo se había pasado dos segundos de la cuenta cuando el mundo quedó envuelto en luz. Y esta vez no tuvo motivos para sentirse defraudado.
Ni siquiera la extraordinaria potencia luminosa de la bengala pudo iluminar toda la extensión de esa enorme cavidad pero Norton alcanzó a ver lo suficiente para apreciar su planeamiento y su titánica escala. Se encontraba en uno de los extremos de un cilindro hueco, de lo menos diez kilómetros de ancho y de largo incalculable. Desde su punto de vista en el eje central alcanzó a divisar tal cúmulo de detalles en las paredes curvas a su alrededor que su mente no pudo absorber más que una mínima fracción de los mismos.
Estaba contemplando el panorama de un mundo entero a favor del simple resplandor de un relámpago, y procuró con un deliberado esfuerzo de la voluntad fijar la imagen su mente.
A su alrededor, las laderas escalonadas del cráter se levantaban hasta fundirse con la sólida pared que bordeaba el cielo.
No; esa impresión era falsa; debía descartar tanto los instintos de la Tierra como los del espacio, y volver a orientarse adaptándose a un nuevo sistema de coordenadas.
No se encontraba en el punto más bajo de ese extraño mundo, sino en el más alto. Desde allí, todas las direcciones partían hacia «abajo» no hacia arriba. Si se apartaba de ese eje central moviéndose hacia la pared curvada —que ya no debía considerar como una pared— la gravedad iría gradualmente en aumento. Cuando alcanzara la superficie interior del cilindro, podría permanecer erguido en ella en cualquier punto con los pies hacia las estrellas y la cabeza orientada hacia el centro del tambor giratorio.
El concepto era suficientemente familiar: desde los más tempranos comienzos del vuelo espacial, la fuerza centrífuga había sido utilizada para simular la gravedad. Era tan sólo la escala de esta aplicación lo que resultaba tan tremendo, tan abrumador. La más grande de las estaciones espaciales, Syncsat Five, tenía menos de doscientos metros de diámetro. Tardaría tiempo en acostumbrarse a algo que tenía cien veces esas dimensiones.
El paisaje tubular que le rodeaba estaba salpicado de áreas de luz y sombra que podían ser bosques, campos, lagos helados o ciudades; la distancia y la luminosidad decreciente de la bengala hacía imposible la identificación. Había líneas estrechas que podían ser carreteras, canales o rios entubados formando una red geométrica apenas visible ya; y muy abajo del cilindro, en el límite mismo de la visión, se extendía una faja de aún más profunda oscuridad. Esta formaba un círculo completo que rodeaba el interior de ese mundo, y Norton recordó de pronto el mito de Oceanus, el mar que, según creían los antiguos, rodeaba la Tierra.
Aquí, tal vez, había un mar más extraño aún, no circular sino cilíndrico. Antes de helarse en la eterna noche interestelar, ¿tendría olas, mareas, corrientes... y peces?
La bengala lanzó sus últimos destellos y se extinguió: el momento de la revelación había pasado. Pero Norton supo que mientras viviera esas imágenes seguirían impresas en su mente. Cualesquiera que fuesen los descubrimientos que trajera el futuro, nada borraría nunca esa primera impresión. Y la historia jamás le quitaría el privilegio de haber sido el primer hombre de la humanidad cuyos ojos se posaron en la obra de una civilización extraña.
—
H
emos lanzado ya cinco bengalas de larga duración por el eje del cilindro, de modo que disponemos de una buena cobertura de fotos de toda su extensión. Con todas las principales características hemos trazado un mapa. Aunque son pocas las que hemos podido identificar, les hemos dado nombres provisionales.
»La cavidad interior es de quince kilómetros de largo y dieciséis de ancho. Los dos extremos tienen forma de cuenco, con geometrías bastante complicadas. Hemos llamado al nuestro, Hemisferio Norte, y estamos estableciendo nuestra primer base aquí, en el eje.
—Partiendo radialmente del cubo central, con una separación de 120 grados hay tres escaleras de casi un kilómetro de largo. Todas terminan en una terraza o meseta circular, que rodea el cuenco. De allí parten otras tres enormes rampas, en la misma dirección, que descienden hasta la planicie. Si imaginan un paraguas con sólo tres varillas colocadas a espacios regulares, tendrán una idea de la forma de este extremo de Rama.
»Cada una de esas varillas es una escalera, muy empinada cerca del eje y aplanándose al aproximarse al llano. Las escaleras —las hemos denominado Alfa, Beta y Gamma— se interrumpen en cinco terrazas circulares más. Estimamos que deben tener entre veinte y treinta mil peldaños. Presumiblemente sólo se utilizaban en casos de emergencia, puesto que es inconcebible que los Ramanes —o como quiera que los llamemos en adelante— no contaran con otro medio para llegar al eje de su mundo.
»El Hemisferio Sur muestra un aspecto totalmente distinto. Para empezar, no tiene escaleras y ningún llano cubo central. En cambio, hay un inmenso mástil de kilómetros de largo a lo largo del eje, con seis más cortos alrededor. El conjunto es muy extraño, y no podemos imaginar qué significa.
»A la sección cilíndrica de cincuenta kilómetros entre los dos cuencos la hemos bautizado 'Planicie Central'. Perecería una locura utilizar el término 'planicie' para describir algo tan obviamente curvo, pero creemos que está justificado. Lo curvo aparecerá plano ante nuestros ojos cuando descendamos allí, tal como el interior de una botella debe aparecer plana a una hormiga que camine alrededor de ella en su interior.
»El rasgo más notable de la Planicie Central es la faja oscura de diez kilómetros de ancho que la circunda en la mitad. Parece hielo, de modo que le hemos dado el nombre de Mar Cilíndrico. Y en el centro justo hay una especie de isla de forma ovalada, de unos diez kilómetros de largo y tres de ancho, cubierta de altas estructuras. Porque nos recordaba a la antigua Manhattan, la hemos llamado Nueva York. Sin embargo, no creo que se trate de una ciudad; más parece una inmensa fábrica o una planta de procesos químicos.
»Pero hay algunas ciudades —o, en todo caso, pueblos, centros—; por lo menos seis. Si fueron construidas para seres humanos, cada una podría contener cincuenta mil personas. Las bautizamos Roma, Pekín, Moscú, París, Londres y Tokio. Están unidas por caminos y algo que parece un sistema ferroviario.
»Debe haber material suficiente para siglos de investigación en este helado casco de un mundo. Tenemos cuatro mil kilómetros cuadrados para explorar, y sólo unas pocas semanas de tiempo. Me pregunto si alguna vez se desvelarán los dos enigmas que me obsesionan desde que entramos en Rama: ¿quiénes fueron ellos, y qué anduvo mal?»
La grabación había terminado. En la Tierra y en la Luna los miembros del Comité Rama se relajaron, y luego comenzaron a examinar los mapas y fotos extendidas delante de su vista. Aunque los habían estudiado durante varias horas, la voz del comandante Norton les agregaba una dimensión que ninguna fotografía o dibujo podía comunicar. Él había estado realmente allá; había visto con sus propios ojos ese extraordinario mundo durante los breves momentos en que la luz de las bengalas iluminó su noche larga como la eternidad. Y él era el hombre que iba a conducir toda expedición para explorarlo.
—Doctor Perera, ¿desea usted hacer algún comentario?
El embajador Bose se preguntó por unos instantes si tal vez no debió ofrecer primero la palabra al profesor Davidson, por ser éste el decano de los científicos presentes y el único astrónomo. Pero el viejo cosmólogo parecía encontrarse todavía bajo los efectos de un débil estado de shock, y evidentemente fuera de su elemento.
Durante toda su carrera profesional pensó siempre en el Universo como en un campo de acción para las titánicas fuerzas impersonales de la gravitación, el magnetismo, la radiación. Nunca creyó que la «vida» desempeñara un papel importante en el esquema de las cosas, y consideraba su aparición en la Tierra, Marte y Júpiter como una aberración accidental.
Pero ahora había pruebas fehacientes de que la vida no sólo existía fuera del sistema solar, sino que además había escalado alturas que superaban todo lo alcanzado por el hombre hasta entonces y lo que tenía esperanzas de alcanzar en siglos por venir. Más aún, el descubrimiento de Rama suponía un desafío para un dogma predicado por Davidson durante años. Cuando se le presionaba suficientemente, admitía de mala gana la posibilidad de que hubiera vida en otros sistemas estelares; pero siempre mantuvo el absurdo de imaginar que esos supuestos seres pudieran alguna vez salvar los abismos interestelares.
Tal vez los habitantes de Rama habían fracasado efectivamente en el intento, si el comandante Norton no se equivocaba al creer que su mundo era ahora una tumba. Pero al menos intentaron la hazaña en una escala tal que indicaba una enorme confianza en el resultado final. Si esto había sucedido una vez, seguramente debió de suceder muchas otras en esta galaxia de cien billones de soles. Y alguien, en alguna parte, triunfaría finalmente.
Ésta era la tesis que (sin pruebas pero con una fuerza considerable de argumentos) el doctor Carlisle Perera había estado exponiendo durante años. Era ahora un hombre feliz, aunque también el hombre más frustrado. Rama había confirmado espectacularmente todos sus planteos, pero jamás podría poner el pie en su interior o siquiera verlo con sus propios ojos. Si se le hubiese aparecido de pronto el demonio, ofreciéndole el don de la teletransportación instantánea, habría firmado el contrato sin molestarse en leer lo escrito en letra pequeña.
—Sí, señor embajador, creo que dispongo de alguna información de interés. Lo que tenemos aquí es indudablemente un «arca del espacio». Es una antigua idea en la literatura astronáutica. He podido determinar su origen en el físico inglés J. D. Bernal, que propuso este método de colonización interestelar en un libro publicado en mil novecientos veintinueve; sí, ¡hace doscientos años! Y el gran pionero ruso Tsiolkovsky adelantó algunas propuestas similares incluso con anterioridad.
»Si se desea viajar de un sistema estelar a otro, se dispone de un determinado número de opciones. Suponiendo que la velocidad de la luz sea un límite absoluto, y esto no ha sido «todavía» completamente establecido a pesar de lo que hayamos oído en sentido contrario —(se oyó un bufido de indignación pero ninguna protesta formal por parte de Davidson)—, se puede realizar un viaje rápido en una nave pequeña, o un viaje lento en una nave gigante.
»Parece no haber razón técnica alguna que impida a un vehículo espacial alcanzar el noventa por ciento, o más, de la velocidad de la luz. Eso significaría una duración de viaje de cinco a diez años entre estrellas vecinas; algo tedioso, tal vez, pero no impracticable, sobre todo para seres cuyo lapso de vida puede calcularse en siglos. Uno puede imaginar viajes de esta duración realizados por naves no más grandes que las nuestras.