Cita con Rama (4 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cita con Rama
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La doctora Thelma Price era una figura familiar por sus frecuentes apariciones en la pantalla de los televisores, aunque se había hecho famosa cincuenta años atrás durante la explosión arqueológica que siguió al vaciado de ese vasto museo marino, que era el Mediterráneo.

Bose recordaba todavía el entusiasmo y excitación de aquella época, cuando los tesoros perdidos de los griegos, los romanos, y una docena de civilizaciones más fueron restituidos a la luz del día. Esa fue una de las pocas ocasiones en que lamentó estar viviendo en Marte.

El exobiólogo Carlisle Perera era otra elección obvia; lo mismo que Dennis Solomons, historiador de la ciencia. Bose no se sentía tan feliz con la presencia de Conrad Taylor, el célebre antropólogo, que se hiciera famoso al combinar en forma original la erudición y el erotismo en su estudio de los ritos de la pubertad en Beverly Hills, a fines del siglo veinte.

Nadie, sin embargo, habría podido disputar el derecho de Sir Lewis Sands a pertenecer al comité. Un hombre cuya inteligencia y cuyos conocimientos sólo podían compararse con su urbanidad, se decía de él que únicamente perdía la compostura cuando se le llamaba el Arnold Toynbee de su época. Empero, el gran historiador no estaba presente en persona. Se negaba obstinadamente a abandonar la Tierra, aun para asistir a una reunión tan trascendental como ésa.

Su imagen en estéreo, imposible de diferenciar de la suya verdadera, ocupaba la silla de la derecha de Bose, y, como para completar la ilusión, alguien había colocado una copa de agua frente a él. Bose consideraba esta clase de tour de force tecnológico una pantomima innecesaria, pero resultaba sorprendente comprobar cuántos grandes hombres experimentaban un placer infantil al estar en dos lugares a la vez. A veces este milagro de la electrónica producía cómicos desastres. Bose recordaba una recepción diplomática en cuyo transcurso alguien trató de caminar a través de un estereograma, y descubrió, demasiado tarde, que se trataba de la persona en carne y hueso. Y resultaba aún más gracioso observar a dos proyecciones tratando de estrecharse las manos.

Su Excelencia, el Embajador de Marte ante los Planetas Unidos, llamó al orden a su mente sacándola de sus divagaciones, carraspeó para aclararse la garganta y dijo:

—Caballeros, el comité está en sesión. Creo que estoy en lo cierto al afirmar que ésta es una reunión de talentos extraordinarios, convocados para tratar de una situación también extraordinaria. Las directivas impartidas por el Secretario General son las de evaluar tal situación y aconsejar al comandante Norton cuando sea necesario.

Este era un milagro de simplificación y todos lo sabían. A menos que se produjera una verdadera emergencia, el comité jamás entraría en contacto directo con el comandante Norton, y aun esto suponiendo que el comandante Norton conociera la existencia del comité.

El comité era una creación temporal de la Organización de los Planetas Unidos, que presentaba sus informes a través de su director al Secretario General de la misma. Por cierto, la Vigilancia Solar era parte de la O.P.U., pero en lo relativo a operaciones, no en el aspecto científico. En teoría, esto no debía establecer una gran diferencia; no había razón que impidiera al Comité Rama —o a cualquiera de sus miembros, si se daba el caso— llamar al comandante Norton y brindarle un consejo útil.

Pero las Comunicaciones Extra-espaciales resultaban muy costosas. Sólo podía establecerse contacto con el
Endeavour
a través del Planetcom, una corporación autónoma, famosa por la exactitud y eficiencia de sus intervenciones. Costaría mucho tiempo establecer una línea de crédito con Planetcom. En alguna parte alguien se estaba ocupando de eso, pero por el momento las despiadadas computadoras de Planetcom no reconocían la existencia del Comité Rama.

—Este comandante Norton —dijo Sir Robert Mackay, el embajador de la Tierra—,tiene una enorme responsabilidad. ¿Qué clase de persona es?

—Yo puedo responder a eso —dijo el profesor Davidson, mientras sus dedos volaban sobre el teclado de su ayuda-memoria. Frunció el ceño ante la abundancia de información que le presentó la pequeña pantalla, y comenzó a hacer una rápida síntesis.

—William Glen Norton, nacido en 2077, en Brisbane, Oceana. Educado en Sydney, Bombay, Houston. Luego cinco años en Astrogrado, especializándose en propulsión. Cumplió su primera misión en 2102. Tuvo los consabidos ascensos... teniente en la tercera expedición Perséfone... se distinguió durante el decimoquinto intento de establecer una base en Venus... Hum... hum... una hoja de servicios ejemplar... Doble ciudadanía, de Tierra y Marte. Una esposa y un hijo en Brisbane; esposa y dos hijos en Port Lowell, con opción a tercer...

—¿A tercera esposa? —inquirió Taylor con expresión de inocencia.

—No, a un tercer hijo, por supuesto —replicó secamente el profesor, antes de sorprender la sonrisa en la cara del otro.

La risa se extendió alrededor de la mesa, aunque los terráqueos, tan presionados por la falta de espacio en su planeta, parecían más envidiosos que divertidos. Después de un siglo de decididos esfuerzos, la Tierra seguía fracasando en sus intentos de mantener su población por debajo de la marca del billón.

El Profesor Davidson prosiguió:

—Nombrado comandante a cargo de la nave
Endeavour
perteneciente a Vigilancia Solar. Primer viaje para retrogradar satélites de Júpiter... Hum... ésa fue una misión difícil... se hallaba en una misión relacionada con asteroides cuando se le ordenó prepararse para esta operación... hecha antes de vencer el plazo.

El profesor apagó la pantalla de su ayuda-memoria, y miró a sus colegas.

—Pienso que hemos tenido mucha suerte, si se considera que era el único hombre de que podíamos disponer con tan poco margen de tiempo. Pudo muy bien habernos tocado en suerte el usual capitán adocenado... —hablaba como si se refiriese al típico azote del espacio, la pistola en una mano y el machete en la otra.

—La hoja de servicios nos prueba tan sólo que es competente —objetó el embajador de Mercurio (población: 112.500, pero en aumento)—. ¿Cómo reaccionará ante una situación totalmente nueva, como es la que se presenta?

En la Tierra, Sir Lewis Sands se aclaró la garganta. Un segundo y medio más tarde, lo hacía en la Luna.

—No es exactamente una situación nueva —le recordó a su colega—,aun cuando hace tres siglos de la última. Si Rama es un mundo muerto, o deshabitado (y hasta ahora todas las evidencias lo sugieren), Norton se encuentra en la posición de un arqueólogo que descubre las ruinas de una cultura desaparecida. —Hizo una cortés inclinación de cabeza en dirección de la doctora Price, quien respondió con un gesto de asentimiento—. Ejemplos obvios son Schliemann en Troya, y Mouhot en Angkor Vat. El peligro es mínimo, aunque, desde luego, nunca se puede descartar por completo un accidente.

—Pero, ¿y si hay engañabobos y mecanismos misteriosos a los que se han estado refiriendo esa gente de Pandora? —preguntó la doctora Price.

—¿Pandora?—repitió el embajador de Mercurio con rapidez—. ¿Qué es eso?

—Es un movimiento de chiflados convencidos de que Rama es un peligro en potencia —explicó Sir Robert, con tanta turbación como le era dable a un diplomático demostrar—. Una caja que no debe ser abierta, ya sabe usted a qué me refiero. —Dudaba mucho de que el mercuriano lo supiera; no se alentaban los estudios clásicos en aquel planeta.

—Pandora... paranoia —refunfuñó Taylor—. Oh, sí, claro, tales cosas son concebibles, pero, ¿por qué una raza inteligente ha de querer apelar a esos recursos infantiles?

—Bueno, aun descartando tales cosas desagradables —prosiguió Sir Robert—, nos queda la posibilidad aun más ominosa de un Rama habitado y activo. En ese caso la situación será la de un encuentro entre dos culturas, a niveles tecnológicos muy distintos. Pizarro y los Incas. Peary y los japoneses. Europa y África. Casi invariablemente las consecuencias fueron desastrosas, para una de las dos partes o para ambas. No estoy haciendo ninguna recomendación; simplemente señalo los precedentes.

—Gracias, Sir Robert —respondió Bose. Era una molestia pensó, tener a dos «Sires» en tan pequeño comité; en esos días, el título de caballero era un honor al que pocos ingleses escapaban—. Estoy seguro de que todos hemos pensado en esas alarmantes posibilidades. Pero si los seres del interior de Rama son... esto... malévolos, ¿importará realmente lo que nosotros hagamos?

—Podrían ignorarnos si nos alejamos.

—¡Qué!... ¿Después de haber viajado billones de kilómetros y miles de años para visitarnos?

La discusión había alcanzado su punto de despegue, y ahora se sostendría por sí sola. Bose se echó hacia atrás en su sillón; dijo poco, y esperó que surgiera un acuerdo general.

Todo ocurrió tal como había previsto. Los miembros del comité convinieron en que, habiendo abierto la primera puerta, era inconcebible que el comandante Norton no abriera la segunda.

Dos esposas

S
i sus dos esposas comparaban alguna vez sus videogramas, pensaba el comandante Norton más divertido que preocupado, el hecho le acarrearía a él una cantidad de trabajo extra. Ahora le bastaba con hacer un solo videograma y duplicarlo, agregando a cada uno algún breve mensaje personal y una fórmula cariñosa antes de enviar las casi idénticas copias, una a Marte y otra a la Tierra.

Desde luego, era harto improbable que sus dos esposas hicieran tal cosa; aun a las tarifas reducidas aprobadas para las familias de los astronautas resultaría demasiado costoso. Y no tendría sentido. Sus dos familias mantenían muy buenas relaciones e intercambiaban los saludos habituales en los cumpleaños y aniversarios. No obstante, en general, tal vez fuera mejor que ambas muchachas no se hubieran encontrado nunca y probablemente nunca se encontrarían.

Myrna había nacido en Marte, y en consecuencia no toleraba la alta gravedad de la Tierra. En cuanto a Carolina, aborrecía hasta los veinticinco minutos que era la máxima duración de cualquier viaje terrestre.

—Siento mucho haberme retrasado un día con esta transmisión —prosiguió Norton con su mensaje, después de los consabidos preámbulos—, pero, lo creas o no, estuve ausente de la nave espacial en las últimas treinta horas.

»No te alarmes: todo está controlado y marcha perfectamente. Nos ha supuesto dos días de trabajo, pero ya hemos dominado el complejo sistema de las cerraduras automáticas. Dos horas nos hubieran bastado si hubiésemos sabido lo que ahora sabemos. Pero no queríamos arriesgarnos; enviamos cámaras de control remoto por delante, y revisamos las cerraduras una docena de veces para asegurarnos de que no se cerrarían después que hubiéramos pasado.

»Cada cerradura es un simple cilindro giratorio con una ranura en un costado. Uno pasa a través de esta abertura, hace girar la palanca ciento ochenta grados, y la ranura encaja entonces con otra puerta por la que se puede pasar. O flotar, en este caso.

»Los de Rama hicieron verdaderamente seguras estas cosas. Hay tres cerraduras cilíndricas, una detrás de la otra, justo dentro de la corteza exterior y debajo del pilar de entrada. No imagino cómo podría fallar ni una sola, a menos que alguien la estropeara con explosivos, pero si eso ocurriese habría una segunda, y luego una tercera.

»Y eso es sólo el comienzo. Una vez abierta la tercera cerradura permite el acceso a un corredor recto de casi medio kilómetro de largo. Está limpio y vacío, como todo lo que hemos visto hasta ahora. Cada pocos metros hay pequeños huecos que probableniente sirvieron como receptáculos para la luz; aunque ahora reina una oscuridad total que inspira, no me importa confesártelo, un poco de miedo. Hay asimismo dos ranuras paralelas en la pared, de un centímetro de ancho más o menos, que corren a todo lo largo del túnel. Sospechamos que en su interior hay alguna especie de lanzadera, lo cual la convertiría en una transportadora para llevar bultos —o personas— de un lado al otro. Por cierto nos ahorraría mucho trabajo si pudiésemos hacerla funcionar.

»Ya he dicho que el túnel tiene medio kilómetro de largo. Bien, por nuestros ecos sísmicos sabíamos que éste era el grosor del casco, de modo que, obviamente, lo habíamos casi atravesado. No nos sorprendió, pues, hallar otra de esas cerraduras cilíndricas al final del corredor.

»Sí. Y otra, y otra más. Esta gente parece haberlo hecho todo por triplicado. Nos encontramos ahora en la cámara de la tercera y última cerradura, esperando el OK de la Tierra antes de trasponer la puerta a la que da acceso. El interior de Rama está sólo a unos pocos metros de distancia. Me sentiré mucho más feliz cuando termine este suspense.

»¿Recuerdas haberme oído hablar de Jerry Kirchoff, ese amigo mío que tiene una biblioteca tan grande, compuesta por libros de verdad, que por no dejarla no quiere abandonar la Tierra? Bien, Jerry me habló de una situación parecida, allá, a principios del siglo veintiuno..., no, en el siglo veinte. Un arqueólogo descubrió la tumba de un rey egipcio, la primera que no había sido saqueada por ladrones. Sus hombres tardaron meses en abrirse camino cavando, cámara tras cámara, hasta llegar a la pared final. Entonces tiraron abajo la mampostería y él, sosteniendo una linterna, metió la cabeza por la abertura. Se encontró contemplando una cámara colmada de tesoros incalculables; oro y joyas.

»Tal vez este lugar es también una tumba; parece más y más probable por momentos. Aun ahora, no se percibe el menor rumor, la más ligera insinuación de actividad.

»Bien, mañana se habrá desvelado la incógnita».

Norton detuvo la grabadora. ¿Qué más diría sobre su trabajo, se preguntó, antes de proseguir con un mensaje personal para cada una de sus familias? Normalmente, jamás entraba en tantos detalles, pero estas circunstancias eran bien poco normales. Podía ser la última grabación enviada a sus seres queridos. Les debía por lo menos una explicación detallada de lo que estaba haciendo.

Cuando ellos vieran las imágenes y oyeran esas palabras, él se encontraría en el interior de Rama..., para bien o para mal.

A través del cubo

J
amás antes se había sentido Norton tan hermanado con ese egiptólogo muerto hacía tantos años. Ningún otro hombre, desde que Howard Carter se asomó por primera vez a la cámara mortuoria de Tutankamón, pudo haber conocido un momento como ése. No obstante, la comparación resultaba casi ridículamente grotesca.

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