En Ciudad de Dios, un delincuente miraba a aquel ser que se movía con dificultad encima de la cama. Se levantó de la silla tambaleándose. Hacía tres días que no comía nada. Examinó los cuchillos que tenía en casa, apartó el más grande, lo afiló en el borde del fregadero y encendió un cigarrillo con la brasa del que estaba fumando. Le entraron ganas de beber más y se echó un vaso de cachaza en el gaznate sin dar el trago al santo. Fumaba compulsivamente, la ceniza se desparramaba en el suelo de cemento duro. Recorría con la mirada las sillas cojas, las telarañas del techo; el ruido del agua que goteaba del grifo defectuoso en el fregadero era tan familiar como la pantalla estropeada, la que había sobre la mesita de noche, que había sobrevivido a dos crecidas. La nevera, equilibrada con una piedra y dos tacos de madera, se estremeció y después se quedó en silencio. Lo que sentía era una caldera que se balanceaba de un lado al otro de su corazón. Por un segundo, pensó en echarse atrás, pero la determinación de hacer sufrir a su mujer tenía bases sólidas: desde el día en que vio a aquel ser asqueroso, se apoderó de su espíritu un deseo de venganza; ese deseo había crecido amargamente, se había multiplicado al azar y se había instalado irreversiblemente dentro de su pecho. Sabía que la idea de dejar pasar las cosas volvería a martillearle la cabeza, pero también sabía que ella se iría, como se había ido su paz. Las mujeres que joden con otro hombre merecen todas las plagas de la eternidad. Aquella hija de puta lo iba a pagar caro. Nunca se lo diría, pero la amaba como un perro, aunque el odio había adquirido la misma proporción. Ahora era un perro enfermo.
«¿Por qué? ¿Por qué?», se preguntaba.
El la había recogido, rendida, una noche. Le había montado una casa, le había comprado ropa, la había mandado a la peluquería para que le arreglasen aquel pelo maltratado y la bruta fue a liarse con otro hombre. Pensó en el cariño que le había dado a aquella vagabunda que no conseguía que nadie le pusiese una casa, en las noches que tuvo que salir a descargarse en otro sitio para aplacar los deseos que le suscitaba su mujer embarazada, en las veces en que acercó el oído a su vientre en el afán de sentir al feto. Imaginaba a su mujer pasando la lengua por la punta de la polla de un blanco cualquiera, abriendo el coño para recibir un carajo blanco, y quizás incluso el de un paraíba. A ella siempre le gustaron los blancos, por eso no quitaba los ojos del televisor a la hora de las telenovelas, donde los negros brillaban por su ausencia. Cuando aparecía en la pantalla el tal Francisco Cuoco, ella casi se corría de gusto.
La angustia de imaginar a su mujer gozando con otro le llevó a buscar dentro de sí mismo la más cruel de las venganzas. Recorrió de nuevo la casa con la mirada, pero ya no veía nada. Su ira tenía las mismas dimensiones de la fiebre, sentía escalofríos y frío en medio de aquel calor de tres dimensiones. Sus pensamientos discurrían tan veloces que no recordaba lo que había pensado un minuto antes.
Varias veces, en sueños, se imaginó ejecutando minuciosamente la venganza. Pero estaba tan acostumbrado a las fatalidades que no se daba cuenta de que sólo lo había soñado. Al despertarse, tenía que mirar aquel bultito para comprobar si de verdad había ocurrido. Cuando percibía la realidad, aquel tumor, brotado durante el sueño, se recomponía y tornaba más homogéneo.
Bebió otro vaso de cachaza, muy despacio, con una cruel sonrisa esbozada en el rostro. El santo se quedó de nuevo defraudado. Cogió el cuchillo con la rapidez del demonio; siempre había tenido el convencimiento de que ciertos actos deben iniciarse a toda prisa, pues de lo contrario no cuajan, no surten efecto. Puso al recién nacido encima de la mesa. Éste, en un primer momento, se movió como si fuesen a tomarlo en brazos. El hombre sujetó el bracito derecho con la mano izquierda y comenzó a cortar el antebrazo. El bebé se retorcía. El hombre tuvo que colocar la rodilla izquierda sobre su pecho. Las lágrimas del niño salían como si quisiesen llevarse las retinas, en un llanto sobrehumano.
El espíritu del asesino se debatía, pero no admitía la posibilidad de deponer su actitud. Sentía el placer de la venganza, se reía sólo de pensar en la cara que pondría su mujer, no sabía si odiaba más al bebé o a la mujer. Actuaba de modo automático, como si lo absorbiese la fuerza de un engranaje, como si fuese la grasa absorbida por la fuerza de un engranaje.
La venganza determinaba aquel crimen, y el crimen, en su forma, por su propia naturaleza, llevaría la marca del orgullo herido de un macho.
Le costaba tajar el hueso; cogió el martillo que estaba bajo el fregadero y, con dos martillazos en el cuchillo, concluyó la primera escena de aquel acto. El brazo cercenado no saltó de la mesa, quedó ante los ojos del vengador. El niño pataleaba a rabiar, su llanto era una oración sin sujeto ni un Dios que la oyese. Después ya no pudo llorar con fuerza, su única actitud era aquella mueca, la rojez que quería saltar de los poros y aquella manera de sacudir las piernecitas. Despacio, empezó a cortar el otro brazo, aquel bultito blanco tenía que sentir mucho dolor. Se le ocurrió no valerse más del martillo, el niño sufriría más si cortase lentamente la parte más dura. El sonido del cuchillo al cortar el hueso era una melodía suave a sus oídos. El bebé se debatía con aquella muerte lenta. Le costó cercenar las dos piernas, y se ayudó del martillo. Aun sin sus cuatro miembros, el bebé se sacudía. Con el cuchillo en la mano, el asesino alzó el brazo por encima de su cabeza, luego lo bajó y clavó el cuchillo en aquel corazón indefenso. Sabía que, si lo metían en chirona, sus compañeros de celda intentarían darle por culo, porque, en general, a los delincuentes les repugnan los asesinos de niños. Pero no dejaría que nadie le diese por culo; estaba dispuesto a morir, pero volverse marica, jamás. Para la traidora, eso sería la redención y ella sólo merecía el suplicio eterno. No, no podía dejar que ocurriese, no tendría la mala suerte de que lo apresasen, se escondería en sitios apartados donde nadie pudiera encontrarlo.
Juntó las partes del cuerpo como quien monta un rompecabezas, lo metió todo en una caja de zapatos, y se encaminó hacia la casa de su suegra sin saber muy bien dónde pisaba. Con una mano se presionó el lado izquierdo del pecho a fin de calmar los redobles de aquella víscera furiosa. Al contrario de lo que solía hacer, dio unas palmadas frente al portón. Su cuñada más joven lo atendió e inmediatamente fue a avisar a su esposa. Ésta había ido a casa de su madre, a dos calles de su casa, a buscar anís estrellado para prepararle una infusión al bebé, que parecía comenzar a sentir cólicos. El asesino se sentía ya vengado, faltaban pocos minutos para ver a su mujer sufriendo como una vaca en el matadero: al fin y al cabo, no era otra cosa que una vaca. El hombre no aceptaba que su hijo fuese blanco, ya que él era negro y la desgraciada de su mujer también. La esposa, pensando precisamente en su hijo, pues era la hora de darle de mamar, se apresuró. Antes de acercarse preguntó por el niño. El asesino, en vez de responder, esperó que ella llegase hasta él, destapó la caja y dijo:
—Entrégaselo al padre de tu hijo. ¿Pensabas que nunca lo descubriría?
La mujer, en un gesto impulsivo, sacó uno de los brazos del niño del interior de la caja. Sólo un hilo de sangre lo unía al resto del cuerpo del bebé. La mujer se desmayó, el hombre se dio a la fuga. Días después lo detuvieron.
Un hombre se había emboscado detrás del club el Ocio. Alrededor de las diez de la noche, dijo a su esposa que iba a prestarle una almádena y un cuchillo a un amigo, pero en lugar de eso fue a tomarse unas copas y ahora estaba allí, solo, en la madrugada, dispuesto a lavar su honor.
Dos días antes, había seguido a su mujer cuando ésta salía del trabajo. Hacía mucho tiempo que desconfiaba de su compañera. Se quedó tranquilo al ver que había ido directa a la parada; aun así, cogió un taxi para ir detrás del autobús, como hacían los detectives en las películas de la tele. La mujer, en vez de apearse en la parada de costumbre, tocó el timbre a la altura de Los Apês. Al bajar del autobús, miró a todos lados, sin distinguir a su marido dentro del taxi, y abrazó a aquel individuo que pasaba siempre por enfrente de su casa en dirección al Otro Lado del Río. Le dio un beso en la boca y, cogidos de la mano, entraron en un bloque de pisos. «Seguro que van a la casa de algún amigo de él», pensó. El marido regresó a su casa a esperar a su mujer. Cuando llegó, quejándose de cansancio, ella comentó que no quería nada aquella noche, aduciendo que su patrona la había matado a trabajar e incluso la había obligado a quedarse hasta más tarde. El marido estuvo de acuerdo. Al día siguiente, él fue hasta la esquina a controlar la hora a la que el otro pasaba. El desgraciado pasó a las dos de la tarde y hasta lo saludó.
Ahora había llegado el momento de que Ricardo cruzase el puente del Ocio. El cabrón lloraba cuando vio a un hombre aparecer en la esquina del mercado Leão. Dejó que el individuo se acercase para asegurarse de que era el mismo que se cepillaba a su mujer. Sostuvo el cuchillo en la mano derecha, la almádena en la izquierda, se agachó y esperó que pasase. Entonces salió de puntillas y, por la espalda, con varios golpes, le cortó la cabeza. Se sacó una bolsa de plástico del bolsillo del pantalón, metió en la bolsa la cabeza ensangrentada y con los ojos desorbitados, volvió a su casa y arrojó la bolsa en el regazo de la adúltera.
En el motel, Inho andaba por el pasillo de la segunda planta en busca de víctimas. Quería robar, herir, matar a un fulano cualquiera. Los huéspedes, asustados por los tiros, comprobaban si las puertas estaban cerradas. Inho forzó la primera, la segunda, abrió la tercera después de disparar a la cerradura, como hacían los muchachos de las películas americanas. Una pareja se despertó y recibió unos tiros, aunque la herida no pasó de un arañazo. Los dejó limpios. Irrumpió en otra habitación. El hombre intentó reaccionar y acabó con una herida de bala en el brazo. Inho se disponía a entrar en otra habitación cuando oyó la sirena de la policía. Se tiró de cabeza por la ventana, dio una voltereta en el aire y cayó al suelo; echó a correr.
Cuando entró en el bosque, se sentía feliz: había participado activamente en el asalto. Para eso había tramado la llegada de la policía. No soportaba quedarse fuera, donde el tiempo no pasaba, mientras el mundo se agitaba allá dentro. Había deseado que alguna pareja entrase en el motel, así no haría falta simular ninguna situación para poder actuar, pero nada ocurría de verdad, ni la llegada de la policía ni la de nuevos huéspedes.
Inferninho, Carlinho Pretinho, Pelé y Pará se internaron en el matorral. Había que hacer el balance del robo, repartirlo incluso sin contar el dinero ni averiguar el valor de las joyas, porque, si los pillaba la pasma, quien llevase encima el botín estaba perdido.
—A Inho debe de haberle pasado algo. Habría preferido no venir con ese chico, ¿sabes? —dijo Inferninho mientras se enjugaba el sudor del rostro, y continuó—: Algo ha fallado, así que lo mejor es que nos piremos.
—¡Qué va, chaval! Vamos pitando para Salgueiro, nosotros pode…
—¿Vas a encontrar un coche ahora, con los polis detrás de nosotros? interrumpió Inferninho con voz autoritaria.
Continuaron caminando en silencio por el bosque durante un buen rato. Después de pasar por el campo de Paúra, Inferninho dijo que tendrían que guardar la parte de Inho y, si por casualidad lo habían pillado, mandar el dinero a la cárcel. Se detuvieron junto a la higuera embrujada para, ahora sí, dividir el dinero en cinco partes iguales. Inferninho lamentó la llegada de la policía.
—¡Si no hubiesen aparecido, habríamos conseguido un botín cojonudo! ¡Habría sido realmente la hostia!
—¿Y si Inho se chiva? —preguntó Pretinho.
—Ese chaval es legal, tío. No se chivará.
Los mosquitos les impidieron quedarse allí mucho tiempo. Se dirigieron hacia la Trece con la intención de beber unas cervezas, fumarse un porro y jugar al billar. Dieron la vuelta por el lago y cruzaron el puente de la Cedae con cierta prisa. Al entrar en el primer callejón de la Trece, oyeron la voz del detective Belzebu:
—¡Si os lleváis la mano a la pistola o corréis, os frío!
Haciendo caso omiso a la amenaza, se lanzaron a toda pastilla por los callejones. Un porrero que venía con un canuto encendido trató de escapar al verlos cómo corrían, pero sus pasos no lo llevaron muy lejos. Una ráfaga de ametralladora de Belzebu le acribilló la cabeza. El porrero se retorció sobre el agua que borboteaba de una cloaca atascada. Belzebu, despreciando a los otros chicos, salió decidido detrás de Inferninho. Éste llegó a la orilla del río corriendo en zigzag. Antes de llegar al final de la primera calle, entró en un patio, saltó la cerca del fondo y alcanzó la Rua do Meio. Cabeça de Nós Todo, que montaba guardia en la esquina, se unió a la persecución. El policía militar, en medio de la agitación de la carrera, le dijo al detective que él se ocupaba de Inferninho. Belzebu, a regañadientes, retomó la búsqueda de Pretinho, Pelé y Pará. Inferninho, al oír solamente los tiros del 38, calculó correctamente que Belzebu ya no iba tras él y decidió devolver los disparos. Cuando doblaba una esquina, esperaba a que su perseguidor apareciese en el otro extremo de la calle y apretaba el gatillo. No haría eso si el enemigo llevase una ametralladora, pero, en igualdad de condiciones, gana el más listo. Cabeça de Nós Todo le insultaba, decía que aquella vez no tenía escapatoria. Cuando pasaron junto al bar de
Batman
, se intercambiaban tiros de manera espaciada.
Al oír el tiroteo, Manguinha y Verdes Olhos se deshicieron de una colilla y se dieron a la fuga. Cabeça de Nós Todo avistó a otros dos policías en la Rua Principal y disparó de inmediato para alertarlos. Se sumaron a la persecución. Desesperado, Inferninho irrumpió en una casa con la idea de tomar a un niño como rehén, pero no tuvo éxito: no había nadie en la casa. Su pensamiento, entrecortado, le recordó que debía saltar muros, cercas, subir a los tejados para localizar a sus perseguidores y saber qué dirección tomaban. Creyó que la mejor opción sería seguir hacia el Lote. Se dirigió hacia allá, pero las piernas, de pronto, no obedecían las órdenes del cerebro. Para recuperarse, decidió subir al primer árbol frondoso que vio.
En Allá Abajo, Carlinho Pretinho, Pelé y Pará se enzarzaban a tiros con Belzebu y el detective Careca. Belzebu vio que algo no funcionaba en su ametralladora y, furioso, no pensaba ya en detenerlos, sino en mandarlos al quinto infierno. Pelé y Pará seguían a Pretinho, lo que irritaba a éste. Decidió librarse de sus compañeros.