Aquel mismo sábado, Manguinha había estado esperando a Acerola, Laranjinha, Jaquinha y Verdes Olhos en la esquina del
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para fumarse un porro, pero no tuvo suerte: todos estaban con sus novias. Le apetecía fumarse un par de petas antes de meterse en casa para ver una película arropado por un flipe agradable. El tiempo pasaba y no aparecía ninguno de sus amigos. Decidió ir a casa de Jaquinha. Sabía que él tenía grifa porque el día anterior había comprado mogollón de bolsitas en Curral das Eguas. Estaba lloviendo y soplaba viento, y, pese al paraguas, Manguinha no pudo evitar que se le mojaran sus pantalones Lee de rodillas para abajo. La luz se iba y volvía con cada trueno, y la tormenta asustaba a los perros, a los gatos vagabundos y a las gallinas en el fondo de los patios.
—¡Jaquinha! —gritó ansioso.
—No está aquí —respondió la voz de un niño.
Manguinha regresó por donde había venido: hizo un poco de tiempo en el
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, deambuló por la Praga Principal y se quedó más de una hora observando los autobuses que llegaban, pero no apareció ningún amigo que le diese una china. El drogata se remangó los pantalones, volvió a abrir el paraguas y se precipitó hacia la casa de Tê. «Tendrá que fiarme una bolsita», pensó en voz alta.
Tê estaba sola en casa; sus hijas se habían ido al baile del club. La vieja estaba preparando las bolsitas de marihuana que había comprado en Curral das Eguas. Ahora ya no tenía a nadie que le llevase la hierba hasta su casa, como hacía Ercílio, que además de comprarle comida a su madre también le pasaba la droga. Tere había comenzado a traficar seis meses después de su llegada a la favela. Antes, sólo traficaba su marido, pero le daba demasiado a la bebida y se gastaba todo el dinero en juergas que se repetían día tras día. Como siempre perdía dinero y marihuana, solía quedarse sin mercancía para ofrecer a sus clientes, lo que obligaba a sus hijos y a su mujer a pasar necesidades. Acabó muerto porque, para mostrarse valiente, robaba a cualquiera, y así, en poco tiempo, acumuló varios enemigos. Un día atracó a un maleante que, inmediatamente después del asalto, le reventó la cabeza con seis balas calibre 38.
El único bien que le dejó a su familia fueron cinco kilos de grifa que Tere pensó en regalar a sus amigos, pero las amigas le aconsejaron que revendiese la hierba: muy tonta sería si se la regalaba a los drogatas; toda aquella grifa valía un dineral.
Así inició su vida en el delito. Su negocio, ahora bien administrado, le rindió buenos frutos. Logró ampliar la casa, sus hijas cambiaron sus vestidos raídos por ropa decente y se alimentaban mejor. Compró un sofá, un armario, una nevera y albergaba planes de adquirir también un televisor; en fin, que no tenía de qué quejarse: su vida había mejorado considerablemente.
Se preparaba para acostarse cuando oyó la voz cautelosa de Manguinha a través de una rendija de la ventana. Contestó que ya iba, después de verlo en el portón por la puerta entreabierta.
—¿Cuántas quieres, hijo?
—Sólo quería una bolsita, pero resulta que estoy medio pelado, ¿sabe? Si usted me la vende, mañana, antes del mediodía, le traigo la pasta.
—Yo no vendo al fiado, pero si quieres fumar uno conmigo, puedes entrar —dijo la vieja.
En cuestión de segundos decidió seducirlo. Hacía mucho tiempo que nadie le daba placer. Manguinha se sentó en el sofá cochambroso y observó la sala: san Cosme, Do Um y san Damián iluminados por la lamparilla de aceite; una vitrina antigua con algunos vasos de colores; un juego de té; la mesita de la sala llena de objetos domésticos y telarañas oscilantes al mínimo soplo de aire. Tê preparó con esmero un enorme cigarrillo de marihuana: cuanto más colocado estuviera Manguinha, más fácilmente lo seduciría. Encendieron el porro. La vieja afirmó que aquella grifa era especial. Ofreció un güisqui al drogata y le dijo que tenía unas rayas de coca para después de fumar. A Manguinha le encantó la idea. Fumaba rápido para poder consumir la cocaína, un lujo que escapaba a sus bolsillos y bastante difícil de encontrar. La vieja sugirió que fuesen a su habitación, alegando que podría llegar una de sus hijas y no quería que la viesen esnifando. Corrió las cortinas, puso la droga en un plato caliente y cogió una cuchilla de afeitar, que guardaba en la parte superior del armario, para picar la cocaína. Mientras transformaba en polvo las piedrecitas de la farlopa, camelaba a Manguinha diciéndole que no sabía por qué le tenía tanto afecto, que jamás había esnifado con ningún cliente, que él era el primero y el único, y que siempre que quisiese esnifar o fumar bastaba con que le diese un toque.
—¿Por qué no te quitas esos pantalones mojados? Ponlos detrás de la nevera. Se secan muy rápido.
—¡Estupendo! —asintió Manguinha.
Aprovechó también para quitarse la camisa. Daba cuerda al juego de la vieja. La luz de la lamparilla del santo, que atravesaba la leve tela de la cortina, iluminó la piel blanca de Manguinha. Tê cogió más maría.
—¿Nos fumamos otro? Así, cuando esnifemos, nos pillamos un buen colocón.
La vieja pidió a Manguinha que liase el porro y preparó diez rayas de coca en el plato. Mientras fumaba, deslizaba su mano por la pierna del drogata. Repitió la operación varias veces. Como Manguinha no se inmutó, Tê apoyó definitivamente la mano en su muslo derecho.
—¡Qué pierna tan peluuuuuda! —dijo con voz melosa.
Manguinha se mantuvo en silencio. La vieja cerró los dedos sobre el muslo, luego acercó la mano a la polla dura del porrero y dejó que reposase allí. El porro iba por la mitad. Con un gesto lento sujetó el pene por encima del gayumbo.
—Hum… ¡Está durita tu cola!, ¿eh?
Comenzó a hacerle una paja. Manguinha ni se inmutó, como si todo fuera de lo más normal. La vieja sabía que él tenía energías para hacerla gozar. «La vida es muy buena», pensó mientras sacaba del gayumbo la polla del muchacho. Comenzó a chuparla en el acto. Manguinha sintió asco al comienzo, pero la avidez de la vieja lo hizo correrse en poco tiempo. Al recuperarse, le pidió que lo hiciese de nuevo. Olvidaron la cocaína en el plato, el porro en el cenicero, la lluvia en el tejado. Entró a fondo en la vieja. Sin saber por qué, Manguinha se acordó de su madre, de su novia, de sus amigos… Intentó parar aquello, pero no pudo: sentía verdadero placer. Y acabó poco a poco por quedarse allí como si estuviese perdidamente enamorado.
Tê se revolcaba por las cuatro esquinas de la cama; ni sus hijas, que eran jóvenes, que no tenían varices ni el pecho caído, y que tenían todos los dientes, habían pescado a un joven tan guapo. Quizás un día podría pasear con él del brazo por la calle, presentárselo a sus amigas como su marido; pero no, era un sueño desmedido. Si siguiese así, sería demasiado bueno. Llegó al orgasmo varias veces. Cuando sentía que el drogata iba a correrse, aun consciente de que él se recuperaba con la rapidez de sus dieciocho años para volver a empezar, disminuía los movimientos para que él se quedase el mayor tiempo posible encima de ella. Cuando Manguinha se corría, Tere le chupaba la polla con avidez. Era feliz.
La mañana de los sábados era siempre de los jugadores de fútbol y de billar. La tarde, como la mañana, no arrojaba misterios: los hombres dormían o seguían en las tabernas; las mujeres, despiertas desde temprano para hacer las compras y la limpieza de la casa, llenaban los salones de belleza después del almuerzo. Las noches de los sábados, que son siempre diferentes, pocas cosas se repiten y abundan los imprevistos, pues la gente está predispuesta para ello. La novedad hay que buscarla a la hora y en el local adecuados. Las noches de los sábados prometen encantos, romances nuevos, consolidación de amores. La juventud hacía fiestas americanas
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; en los patios, los niños jugaban hasta más tarde, los novios se encontraban, los porreros sabían en qué puesto se encontraba la mejor grifa y cuáles eran los policías de servicio, y se protegían en caso de que fuese la brigada de Cabeça de Nós Todo.
El club era siempre la mejor opción al final de la madrugada, incluso para los muchachos que tenían novia formal. Iban al baile a tirarse a alguna tía, porque un hombre de verdad tiene que cambiar el aceite todas las semanas; sólo los gilipollas se conformaban magreándose con sus novias.
Lucia Maracaná fue al baile sola, pues había roto con su ligue la semana anterior.
—No me voy a quedar en casa llorando por culpa de un hombre —se dijo, y resolvió ir al club.
El baile, animado por el grupo Los Devaneos, estaba en su mejor momento cuando Maracaná entró en el salón. Echó un vistazo alrededor en busca de amigos. El salón a media luz abrigaba penas de amor al son de ritmos lentos. En la hora de las sambas-canciones, no todo el mundo podía acercarse a una dama: sólo aquellos que tenían buen meneo y juego de piernas salían a exhibirse. Maracaná formó pareja con Passistinha y aprovechó para contarle el motivo de la ruptura. Su amigo, solidarizándose con ella, la abrazó, lo que provocó los celos de algunas mujeres.
—¡Si esas vacas me siguen mirando con cara de puta sin cliente, les daré un sopapo! —exclamó al oído de su amigo.
La música cesó y ocurrió lo que tenía que ocurrir: una tía que estaba colgada de Passistinha, fingiendo no ver a Maracaná, derramó sobre ésta una jarra de cerveza. La pelea comenzó en el pasillo y siguió en el zaguán con la colgada ya sin blusa, la cara arañada y la nariz sangrando. Lucia peleaba como un hombre: le gustaba golpear hasta ver a su contrincante en el suelo. Nadie las separó porque la contemplación de la colgada sin ropa les complacía. Passistinha tuvo que intervenir para poner fin a la gresca y se llevó a la celosa a la secretaría del club.
Era una morena alta, de ojos verdes y pelo largo. Trabajaba en el mercado Leão, vivía en las Ultimas Triagens y era la hija mayor de una familia de cinco vástagos. Vio a Passistinha por primera vez en su propio trabajo y desde entonces esperaba la oportunidad de acercarse a él. Ya repuesta, sin mirarlo a los ojos, dijo que había hecho eso porque estaba celosa. El maleante sonrió; sentía pena a la vez que orgullo. La invitó a beber algo en otro lugar. Iba a tirársela esa misma madrugada. Salieron a la noche en busca de una taberna abierta. Caminaron lentamente, contándose cosas de sus respectivas vidas, hasta que encontraron un barucho abierto y entraron para tomarse unas cervezas.
Ya eran más de las dos cuando Passistinha le confesó haber sentido una fuerte atracción por ella desde la primera vez que la vio; le dijo que había pensado incluso en invitarla a bailar, pero que se contuvo por temor a recibir una negativa. Mentía. La colgada fingía creerlo. Passistinha ya se imaginaba haciéndola gozar y a ella diciéndole: «¡Qué gusto, qué bueno!».
—Vamos a casa a comer algo. ¿Sabes cocinar?
—Claro.
Como siempre, la casa del delincuente estaba ordenada. La muchacha recorría con la mirada los muebles nuevos bien dispuestos en la sala. Observó los trofeos ganados en la samba y en el fútbol. Mientras Passistinha se duchaba, la morena elegía un plato rápido de hacer en aquella despensa bien surtida.
La crema de guisantes exhalaba un aroma delicioso en la madrugada de lluvia. Hacía frío.
Passistinha salió del cuarto de baño perfumado más de la cuenta y envuelto en un albornoz rojo y blanco.
—Date una ducha. El agua está calentita. Te hará bien —sugirió Passistinha.
Después de la ducha comieron, y el maleante comenzó el cortejo besándole las rodillas.
Cuando la lluvia se mezcló con la claridad de la mañana, Passistinha intentó comenzar de nuevo.
—Me duele la cabeza —repuso la chica.
—No es para menos, la loca aquella se ensañó contigo. Quédate ahí echadita mientras voy a la carrera a la farmacia. Enseguida vuelvo.
La morena repasó mentalmente la noche que había tenido; si no hubiese sido por la tal Lúcia Maracaná, habría resultado perfecta. «¡Qué hombre!», suspiraba. Además de guapo, cariñoso, educado y limpio, era bueno en la cama. Sin duda, su madre u otra mujer se ocupaba de su ropa. Resolvió preparar café, pero antes, movida por la curiosidad, se acercó al armario. Cuando el café estuvo listo, se tumbó. Passistinha tardaba, pero no se atrevió a esperarlo en la calle; hubiera resultado demasiada familiaridad para el primer día. Ya habían dado las ocho cuando un grito sostuvo en el aire una sola frase que iba repitiéndose:
—¡Passistinha ha muerto, Passistinha ha muerto, Passistinha ha muerto!
Se produjo un corte en la mañana, provocado por una frase con verbo intransitivo y sujeto muerto. Las esquinas de las calles se llenaron de llanto. Fallaban todas las hipótesis de que el final de la vida del maleante fuese mentira.
La morena acabó desmayada en brazos de una vieja. Agachado en un callejón, Inferninho, a quien nunca habían visto llorar, dejaba que las lágrimas le cayesen en las rodillas. Lúcia Maracaná no derramó lágrimas, no pronunció palabra alguna; se limitó a sufrir en silencio en la puerta de su casa. Tutuca, Carlinho Pretinho, Pelé y Pará se enteraron de la muerte de su amigo en el Bonfim. La noticia corrió como bala perdida por Ciudad de Dios.
En Allá Enfrente cubrieron el cuerpo con una sábana azul; todo el que llegaba encendía una vela para que la luz, mucha luz, iluminase los misterios del camino por los que comenzaba a transitar el alma de Passistinha. Era la única manera de ayudar a aquel maleante que nunca había hecho feos a nadie: llegaba a las tabernas e invitaba a rondas, respetaba a todo el mundo, daba dinero a los niños, estaba siempre de buen humor, frente a él nadie demostraba flaqueza.
—Passistinha ha muerto, ¡pero viva el rojo y blanco del Salgueiro, de la Unidos de São Carlos, y el bloque carnavalesco Mal Aliento! —se alzó una voz en la multitud.
En comisaría, el conductor que lo atropello respondía a las preguntas del cabo:
—¿Cómo se le ocurre retroceder sin mirar atrás?
—¡Pero si yo miré!
—¿Y cómo es que no vio al muchacho? —preguntó de nuevo el cabo sin obtener respuesta.
Mientras, fuera, la multitud gritaba:
—¡A lincharlo! ¡A lincharlo! ¡A lincharlo!
La gente se agolpaba en las esquinas para comentar la vida y la muerte del maleante. En el ardor de los hechos, y haciendo caso de una información que procedía de una fuente segura, Lucia Maracaná forzó la puerta de una mujer en la
quadra
Catorce. Una semana después de que Passistinha la abandonase, habían visto a esa mala bruja en el cementerio enterrando un sapo con la boca cosida y rezando la oración de la muerte. «Si él no es mío, no será de nadie más», decía a sus amigas. Cuando Maracaná penetró en la casa, la mujer ya había huido por la parte trasera para no volver a pisar jamás la favela. Por la tarde se suspendió el partido entre el Unidos y el Oberom del campeonato de Jacarepaguá. Dodival, un amigo del
passista
, fue a dar la noticia a la gente de las escuelas de samba dilectas del fallecido. La llovizna atravesó el velatorio.