Ciudad de Dios (40 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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Tras convertirse en un maleante dispuesto a todo, abastecedor de drogas, revólveres y municiones, recuperó el respeto de Miúdo, que ya había oído hablar de la organización y alguna que otra vez le preguntaba cómo funcionaba la cosa.

En una de sus visitas a la cárcel, Tiãozinho y Cola-Cola anunciaron a Manguinha que los iban a soltar. Tiãozinho pidió a Manguinha que les consiguiese un buen refugio y que vendiese todos los revólveres, reservando algunas pistolas; con ellas desvalijarían algunas casas en cuanto saliesen y, así, levantarían un poco el puesto de droga, que andaba mal por falta de mercancía.

Era martes y a Manguinha sólo le quedaba un revólver por vender. Se dedicó a divulgar por todas partes que tenía un revólver en oferta, a ver si así le daba salida, pues desde que a Miúdo le había dado por comprar sólo pistolas, la demanda de revólveres había caído considerablemente.

En las proximidades del
Batman
, se le acercó un chorizo que se ga naba la vida atracando autobuses y desvalijando a transeúntes.

—Déjame ver esa arma —le pidió el tipo.

Manguinha se la entregó. Por la mirada del ladrón, Manguinha adi vinó sus intenciones de agenciarse el revólver por la cara, y pronto vio confirmadas sus sospechas.

—¡Oye, guapito, esta arma no es buena! —dijo el ladrón sin comprobarla siquiera.

—¿Que no es buena? —replicó Manguinha, exagerando una tranquilidad irónica.

—¡Tú eres un pijo, chaval! ¡Tu padre tiene dinero! Tienes buena lacha, podrías conseguir empleo en cualquier sitio, no necesitas la pista… ¡No es buena! ¡El arma no es buena! —sentenció, sin saber que Manguinha, a esas alturas, era un maleante mucho más peligroso que él.

—Pues vale, lo que tú digas. Pero escúchame bien —continuó Manguinha—: ¡te vas con ésta al infierno, hijo de puta! —dijo, sacando una pistola 765 de detrás de la cintura.

Sólo en ese momento el ladrón se percató de que el revólver que el otro le vendía no estaba cargado. Así pues, de repente, se arrodilló y suplicó a Manguinha que no disparase.

—¡Túmbate en el suelo!

Acerola y Laranjinha, que estaban en el
Batman
, al oír los gritos de Manguinha se acercaron a ver qué pasaba. Incluso después de escuchar el relato de su amigo, intentaron convencerle para que perdonara la vida del chorizo, y sólo a fuerza de insistir mucho lo consiguieron.

—¡Pero desaparece hoy mismo de la favela si no quieres que te mate! —le amenazó Manguinha antes de irse.

Los tres amigos se dirigieron a la casa de Manguinha y pasaron la noche esnifando cocaína y bebiendo güisqui. Al principio, Acerola se negó a esnifar, pero cuando Mauricio le dijo que por una sola vez no le pasaría nada, decidió acompañar a sus amigos.

Conversaron sobre crímenes, fútbol y mujeres. Por la mañana, Manguinha les anunció que esa tarde iría con sus compañeros a robar unos negocios de Barra da Tijuca. Como Tiãozinho y Coca-Cola también eran blancos y altos como él, habían planeado disfrazarse de médicos para pasar inadvertidos. Ya había conseguido la ropa, un maletín estilo 007, unas gafas de sol y otras graduadas, relojes y zapatos.

—Oye, hermano, no insistas con eso, tu padre es teniente… Lo que tienes que hacer es buscarlo y volver a estudiar, ¿entiendes? —le aconsejó Acerola.

Manguinha meneaba la cabeza y aseguraba que ya no tenía cerebro para estudiar; además, con los estudios no se convertiría en un hombre rico, que era lo que pretendía. Afirmaba que no sería maleante toda la vida, sólo el tiempo suficiente para conseguir un poco más de pasta y, con la que ya tenía, comprar una hacienda en lo más remoto del interior del país. Sería capaz incluso de irse a Paraguay y dedicarse a la apicultura, un sueño amasado desde que oyera a la profesora de ciencias naturales hablar de las abejas.

Acerola y Laranjinha se despidieron y cada uno siguió su camino pensando en qué excusa darían en casa por pasar la noche fuera. Manguinha se duchó; mientras bebía un poco más de güisqui, oyó que alguien daba palmadas en el exterior. Con la pistola en la mano, se acercó a mirar por el agujero que había hecho en la pared y que le permitía observar el patio sin ser descubierto. Al comprobar que eran Tiãozinho y Coca-Cola, les gritó que el portón estaba abierto.

Tras repasar el plan, todos se fueron a dormir, pues Tiãozinho y Coca-Cola tampoco habían pegado ojo en toda la noche. Después del almuerzo, se arreglaron y salieron.

La cuadrilla de Miúdo apareció en la calle alrededor del mediodía, momento en que se despiertan los maleantes, siguiendo así las enseñanzas de Zeca Compositor, músico de la escuela local, que en su samba de
quadra
decía:

Mientras haya pringados en el mundo,

los golfos despiertan a mediodía.

Y fueron todos a la casa de Almeidinha, uno de los muchachos del barrio, que había prometido preparar un buen almuerzo para Miúdo y su panda.

—¡Quiquiriquí, quiquiriquí! —soltó el gallo de Almeidinha mientras miraba desconfiado a Miúdo, que ordenó a Otávio que fuera a comprar diez kilos de patatas y cinco gallinas para completar el almuerzo.

Otávio salió a la carrera. No veía la hora de que llegase el almuerzo, valga la expresión, tan cacareado durante la semana.

El gallo, de tanto oír comentarios a propósito de su existencia, antes incluso de que el sol naciese se puso a picotear, arteramente, la cuerda que lo sujetaba a un pedazo de bambú clavado en el suelo, hasta que la dejó lo suficientemente floja para que se cortase al menor tirón. No se escaparía, sin embargo, mientras Almeidinha no le echase los granos de maíz que tanto le gustaban, cosa que aún no había ocurrido.

Es cierto que el gallo de Almeidinha no podía entender bien lo que sucedía por tener raciocinio de gallo, pero al mirar a aquel montón de criollos con las bocas llenas de dientes, bebiendo cerveza, mirándolo de reojo, fumando marihuana y diciendo que no esnifarían para no perder el apetito, no cantó, como acostumbraba, y se quedó allí, a su bola, esperando la comida.

Otávio llegó en taxi con las cinco gallinas envueltas en periódicos y con las patas atadas. Marcelinho Baião ayudó al chico a llevar las aves a la cocina. Miúdo mandó que soltasen a las gallinas en el patio para que el gallo pudiese echarles un quiqui y muriese feliz; de esa forma, su carne quedaría más tierna y sabrosa. La mujer de Almeidinha decía que el gallo debía ser el primero en entrar en la olla, porque su cocción era más lenta. El gallo, olvidándose de todo, saltó encima de una gallina y enseguida buscó otra, y todos aplaudieron, mientras Almeidinha aguardaba con un enorme cuchillo en la mano. El gallo no daba respiro a las gallinas. Aunque todo le decía que iría a parar a la olla, no creía que fuera a morir. Cosas de gallo. Pero al ver de reo jo cómo sostenía el cuchillo aquel que durante toda su vida había considerado su amigo, no le cupo la menor duda de que todo apuntaba a su defunción. En el primer intento, se libró de la cuerda, que se había ido aflojando mientras se cepillaba a las gallinas, se balanceó entre los invitados y salió huyendo por las callejuelas.

—¡Atrapadlo! —gritó Miúdo.

La cuadrilla salió detrás del gallo, pero el gallo de favela es arisco como el perro: entraba y salía de las callejuelas, ágil como un jaguar; fingía que se iba y no se iba, fingía que se iba y se iba, corría agacha do para no ser visto desde lejos; en las esquinas sólo sacaba la mitad de la cabeza para ver si el camino estaba despejado; alguna que otra vez alzaba el vuelo por unos quince o veinte metros, y después seguía corriendo desesperadamente hacia los Bloques Nuevos, lo que dificultaba su captura. La cuadrilla reía a carcajadas mientras perseguía su almuerzo. Miúdo, al doblar por una callejuela, se tropezó con un vendedor de ollas y ambos fueron a parar al suelo. Se levantó de golpe y mandó al tipo a tomar por culo.

—¡Disparad al gallo! —ordenó a gritos.

Y comenzó el tiroteo.

El gallo voló sobre el brazo izquierdo del río, mientras en sus oídos zumbaban tiros que agujereaban el suelo, y pasó entre los Bloques Siete y Ocho. Podría subir el Morrinho en pequeños vuelos o doblar hacia la plaza de Los Apês: se optó por lo primero. Nunca se oyeron tantos tiros en Los Apês. Incluso los curiosos que solían asomarse a la ventana para ver qué pasaba, decidieron alejarse al máximo de los cristales por miedo a que los alcanzase una bala perdida.

La cuadrilla estaba decidida a recuperar al gallo. El que lo matase vería aumentar su prestigio ante Miúdo, quien, todavía en el callejón, daba culatazos al ollero para que nunca más tropezase con él ni respondiese a sus insultos.

Cabelinho Calmo se dirigía a Los Apês en aquel momento pero, al oír los tiros, creyendo que era la policía dio media vuelta e intentó esconderse.

El gallo se escurrió en medio de un guayabal, donde ni siquiera la luz del sol lograba entrar; pensaba que había encontrado un buen escondrijo, pero comprobó lo erróneo de sus suposiciones cuando la cuadrilla de Miúdo se apostó allí dentro lanzando tiros al aire. El animal, sin poder volar, fue presa del pánico, y se lanzó a la carrera por aquel terreno accidentado, magullándose en la huida, pero sin tiempo para sentir dolor. Al cabo de unos minutos, cesaron los tiros. Se escondió debajo de unas hojas secas y esperó a que sus perseguidores desistiesen de capturarlo.

Una hora después, el gallo salió de su escondite y se encaminó hacia un caserón abandonado para corretear alegremente; luego salió por la Edgar Werneck y se fue de allí para siempre.

De nuevo en casa de Almeidinha, todos comentaban la astucia del gallo entre risas, porros y cervezas.

—Mejor así, porque la carne de gallo es muy dura —dijo la mujer de Almeidinha.

Media hora después, se oyó el grito de Otávio:

—¡Pan recién hecho! ¡Pan recién hecho!

Cinco policías se acercaban empuñando sus armas. «Pan recién hecho» era la contraseña que habían previsto en caso de que apareciese la pasma por la zona. La cuadrilla estaba a punto de salir en desbandada de la casa cuando Miúdo exclamó:

—¡Que nadie corra! Todo el mundo con el arma atrás. Si yo disparo, todo el mundo dispara, pero a matar, a matar…

La cuadrilla de maleantes se quedó de pie: eran más de treinta hombres armados con 38,9 mm y 765. Cuando el sargento Linivaldo vio aquel desafío, cerró los ojos. Comprendió de inmediato que cualquier intento por detener a los rufianes significaría su sentencia de muerte y la de sus compañeros. Así que disimularon y se escabulleron como si no hubiesen visto nada.

En el camino de vuelta a la comisaría, el sargento Linivaldo dijo a sus subordinados que tendrían que seguir con su trabajo como lo habían estado haciendo hasta ahora: sin salir de ronda. Carecía de hombres y armas para intentar detener a los maleantes y, como no había denuncia de atraco, robo o violación, no tenían motivo para preocuparse.

Tres de la tarde, cielo sumamente azul y calor riguroso en la ciudad de Río de Janeiro. Los tres amigos entraron en el edificio vestidos de médicos, con gafas de sol en los ojos y graduadas colgadas del cuello, reloj fino en la muñeca y ropa bien planchada. Dieron las buenas tardes al portero, repitieron el saludo con el ascensorista y subieron hasta el último piso, el decimotercero, porque tanto el negocio de compra-venta de oro como la agencia de cambio estaban allí.

El negocio de compra-venta de oro tenía una puerta de cristal, a prueba de balas, a través de la cual se podía ver todo el pasillo, lino de los vigilantes divisó a los tres médicos que se acercaban despacio y, antes de que los maleantes llamaran, les abrió la puerta.

—Buenas tardes, señores —saludó el vigilante.

En el interior de la sala, sólo estaban otro vigilante, un empleado y el dueño del establecimiento. Coca-Cola preguntó a cuánto pagaban el gramo. Al recibir la respuesta, comentó que le parecía muy barato. Fingió que meditaba sobre el precio y tosió tres veces. Inmediatamente, Manguinha y Tiãozinho sacaron las armas y redujeron a todo el mundo.

Tras obligar al propietario a abrir la caja, amarraron a las víctimas con el cable del teléfono y asestaron tres culatazos a cada uno en la cabeza.

En la agencia de cambio, tampoco tuvieron problemas.

—¡Vámonos! —dijo Manguinha en el pasillo.

—De eso, nada. Ya que estamos aquí, vamos a robar el resto.

Fueron desvalijando oficinas y pisos hasta el sexto piso, donde, des de una de sus ventanas, Manguinha divisó varios coches de la policía apostados frente al edificio y a una multitud en la calzada.

El recadero de la agencia de cambio, que llegó justo después del atraco, había avisado a la policía.

Nerviosos, estudiaron la posibilidad de saltar a los edificios vecinos, pero optaron por actuar conforme habían acordado. Bajaron corriendo hasta el segundo piso y cogieron el ascensor, donde se adecentaron, se secaron el sudor con la toalla de mano que habían robado del cuarto de baño del último piso desvalijado y salieron. Coca-Cola incluso preguntó a un soldado qué estaba ocurriendo.

—¡Están robando en el edificio, señor! ¿De dónde viene usted?

—Del segundo piso, pero no he visto nada extraño.

Tres meses después, Manguinha volvía a la favela bien trajeado, con un coche nuevo de su propiedad, licencia de autónomo, una gruesa cadena de oro al cuello y dos pistolas. Se había convertido en el chófer oficial de uno de los líderes de la organización y también en uno de los responsables de la distribución de cocaína en las favelas de la zona de Leopoldina.

—¿Os acordáis de aquellos atracos a los bancos, esos que eran todos a la misma hora?

—Sí.

—¡Hice tres, colegas! Operación Puntual, como la llamábamos —se pavoneaba Manguinha frente a Jaquinha, Laranjinha y Acerola—. Si queréis esnifar o fumar, id al Fogueteiro que ahí os pondré a tono —añadió.

Continuaron charlando tranquilamente hasta que, alrededor de mediodía, Manguinha se despidió y se fue a casa de Aristóteles, al que conocía desde niño, pero con quien trabó amistad ya de adolescente. Tan fuerte era esa amistad que Manguinha acabó granjeándose el cariño de toda la familia; y le querían hasta tal punto que, desde que su padre lo desheredó, comía todos los días en casa de Aristóteles; también dormía allí, le cogía su coche prestado y le permitían muchas otras cosas que sólo se conceden a los mejores amigos. Aristóteles lo recibió con la sonrisa de siempre, se ocupó de comprar cervezas y pidió a su esposa que sirviese el almuerzo.

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