Ciudad de Dios (35 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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Doña Tereza Katanazaka abrió el portón y dijo que estaba sola. Conversaron sobre vaguedades. Marisol bebió agua y se despidió.

Al salir de la casa de su amigo, encontró a Thiago con un palo en las manos:

—¿Qué pasa, tío? ¡Si me estabas buscando, ya me has encontrado! —dijo Thiago con los ojos desorbitados, una seriedad hierática, medieval, y determinación para liarse a hostias hasta la muerte.

—¿Qué hay, Verdes Olhos? ¡Quédate un rato más! ¡Vamos a fumar otro! —dijo Acerola en la Praga da Loura una mañana de mucho sol.

—Hermano, hoy es viernes, estoy pelado y no puedo pasarme el día fumando. ¡Tío, que tengo que trabajar! ¡No soy un vago como tú, chaval! —bromeó Verdes Olhos y siguió hacia el Otro Lado del Río, cargado con una caja de herramientas para colocar un portón de hierro en la casa de Bigodinho.

Caminaba feliz, con la felicidad de quien se ha colocado con un buen porro. De vez en cuando se cambiaba de mano la caja de herramientas. Encendió un cigarrillo antes de cruzar el puente, y después cargó él con el portón que su compañero acarreaba sobre la espalda hasta la casa de Bigodinho.

Verdes Olhos y su socio se habían embarcado en aquel negocio desde hacía un mes, tiempo suficiente para descubrir las triquiñuelas y secretos de la profesión. El principal truco que habían aprendido consistía en colocar el mínimo de cemento en el marco, arrancar el portón de madrugada, pintarlo de otro color y revendérselo a otra persona.

—Oye, Verdes Olhos, no me apetece mucho hacerle esa faena a Bigodinho.

—No te preocupes, chaval. Bigodinho es un golfo, pero no se va a meter con nosotros. Él no es de ésos… Además, ¿cómo se va a enterar? Volvemos de madrugada y arrancamos el portón. ¡Nadie ha desconfiado de nada hasta hoy!

—Bueno, tú sabrás.

Bigodinho aún dormía cuando Verdes Olhos golpeó la puerta de su casa. El delincuente se despertó asustado: pensó que era Miúdo, que le reclamaba de nuevo su revólver. Se lo había pedido prestado para un atraco porque el suyo no le funcionaba bien, pero, después de reducir, robar y matar al dueño de una farmacia en Madureira, fue perseguido y capturado por dos policías militares que le quitaron el botín y el revólver de Miúdo.

Miúdo fue muy duro cuando Bigodinho le contó lo ocurrido. «¡Dentro de una semana quiero mi revólver o, si no, cinco millones, o medio kilo de oro! De lo contrario, te reviento los sesos, ¿está claro?».

Aunque se dedicase a atracar todos los días, Bigodinho sabía que era imposible conseguir lo que Miúdo quería en una semana. El maleante miró por la ventana y respiró aliviado al ver a Verdes Olhos y a su socio. Aun así, amartilló su revólver estropeado y salió de casa.

Se aseguró de que Miúdo no andaba cerca, guardó el revólver, sacó veinte cruzeiros del bolsillo y se los dio a Verdes Olhos para saldar el pago del portón y de su instalación. Se sentía bien complaciendo a su mujer, que tanto le había insistido en que cambiara el portón. Ahora los niños ya no se escaparían de casa.

A Verdes Olhos le extrañó ver a Bigodinho con el revólver en la mano, pero colocó el portón, tal como lo había planeado. Ahora sólo quedaba esperar a la madrugada, quitarlo y vendérselo a otro incauto.

Verdes Olhos se fue a comprar marihuana. Había oído decir que la buena estaba en Los Apês, así que se encaminó hacia allí reconfortado por el calor del sol y un viento leve que soplaba a favor de su alegría en el apogeo de sus diecisiete años. También compraría tres bolsitas para regalárselas a sus amigos y pasar un buen rato. Con el colocón, el cielo se vería más aterciopelado, la luz más brillante, y todo lo que dijese u oyese sería más gracioso. Entre amigos, siempre disfrutaba de lo lindo. No debía haber problemas con la engañifa del portón, pero si Bigodinho llegase a tener la más mínima sospecha, le devolvería el dinero y le invitaría a un porro. Todo saldría bien.

Media hora más tarde, se fumaba un porro en compañía de Laranjinha, Acerola, Jaquinha y Manguinha. Verdes Olhos contaba con entusiasmo el golpe X-Escorpión-1, como él mismo lo había bautizado; gesticulaba ilustrando cómo preparaba la mezcla para encajar el portón y cómo lo robaba en las madrugadas de los lunes, cuando las calles estaban siempre vacías. Se había cansado de vender el mismo portón a la misma persona y, para no dar el cante, después de la segunda venta, él y su ayudante, el fiel Valentín, pintaban el portón para volver a timar a otro incauto. Se vanagloriaba de ser el único que vendía el mismo producto a varios clientes y aseguraba que era un hombre de negocios de mucho éxito. Los amigos se reían.

—¡Si Bigodinho se entera de que has sido tú, se va a cabrear mucho! —afirmó Laranjinha.

—¡Pues si se entera, querrá entrar en el negocio! —contestó Manguinha, mientras se liaban el segundo porro.

Continuaron charlando hasta la hora del almuerzo. Laranjinha y Acerola eran los únicos que seguían yendo al colegio. Manguinha lo había abandonado, pese a la insistencia de Laranjinha, Acerola y Jaquinha para que regresase; últimamente le había dado por la cocaína. En opinión de su madre, esos amigos eran una mala compañía y le recomendaba que saliese con los niñatos de la Freguesia, que eran blancos y guapos como él. El padre de Manguinha, oficial de la policía militar, ya lo había desheredado por esnifar cocaína y hurtar dinero en casa, además de varios objetos valiosos que luego vendía para poder comprar la droga. Sin embargo, en lugar de echar a Manguinha de casa, optó por mudarse él.

Manguinha invitó a Jaquinha y a Verdes Olhos a esnifar cocaína en su casa una vez que Laranjinha y Acerola se fueron.

Al volver del colegio, Acerola se enteró de que en el puesto de Bica Aberta había entrado maría de la buena, así que se bajó del autobús en la Praga Principal con la intención de comprar una bolsita para después de la cena. Según le habían dicho, Vítor, el camello de ese puesto, estaría sobre las cinco en las inmediaciones del
Batman
distribuyendo el producto. Cuando llegó, no sólo compró la marihuana, sino que incluso se quedó un rato charlando con el camello mientras compartían un porro. Después se despidió. Dudó entre volver por el puente de la Cedae o por el puente grande; al final se decidió por el primero. Precisamente de allí venían Miúdo, Marcelinho Baião y Biscoitinho flanqueando a Bigodinho, que lloraba y suplicaba que le dieran más tiempo para conseguir el dinero. Acerola le preguntó a Miúdo qué ocurría. Miúdo le contó la historia y afirmó que iba a matar a Bigodinho en la Vaquería. Los ojos de Bigodinho miraban a Acerola pidiendo toda la piedad del mundo. La piedad de la vida, la piedad suplicada por todos los que saben que en breve tendrán el cuerpo acribillado de balas. Acerola intercedió ante un interlocutor irreductible al comienzo de la conversación pero que, poco a poco, se fue suavizando hasta que concedió una semana más a Bigodinho para que consiguiese diez millones en vez de cinco, por no haber cumplido el plazo.

Aquel mismo día, Bigodinho atracó dos establecimientos comerciales y un par de autobuses, y desvalijó a cinco transeúntes. También robó un coche que él mismo se encargó de desguazar para venderlo por piezas, pero en total sólo consiguió ciento cincuenta mil cruzeiros. Aunque cada vez estaba más agobiado, todavía tenía la esperanza de pillar un buen chollo y eso sólo ocurriría si salía todos los días con la disposición del primer día; en realidad, pensaba, si consiguiese reunir un millón de cruzeiros, se iría de la favela para siempre. Así que se entregó a la faena.

La segunda vez que salió con ánimo de dar un buen golpe, sólo consiguió la tercera parte del monto del día anterior. Se pasó el resto del día en su habitación, encerrado en el más absoluto mutismo, esnifando cocaína con desesperación y muy deprimido, algo que nunca le había sucedido. Sólo salía de la casa para ir a comprar más cocaína, siempre con el revólver amartillado y sobresaltándose ante el menor ruido.

La tercera vez, tuvo que salir a toda pastilla porque los vigilantes de la gasolinera que había elegido como blanco le dispararon sin remilgos y a punto estuvieron de reventarlo a balazos. Llegó a la favela sin zapatos, arañado y cojeando.

Era noche cerrada y, a pesar del caos que reinaba en su mente, alcanzó a ver a Verdes Olhos en el momento exacto en que arrancaba su portón. Se escondió en una calleja y se mantuvo al acecho. Lo que hacía Verdes Olhos lo irritó profundamente: seguro que le estaba robando porque se había enterado por Acerola de que tenía los días contados, de que su vida no valía una mierda. ¡Valiente hijo de puta! Se parapetaba en Miúdo para poder llevar a cabo su felonía. Esperó a que Verdes Olhos estuviese lo más cerca posible para apuntarle.

—¡Me lo estoy llevando para arreglarlo, colega! Incluso le he dejado un aviso a tu mujer —dijo Verdes Olhos, colocando el portón en el suelo y preparándose para atacar a Bigodinho. Este bajó el arma e intentó controlarse.

Valentin, el fiel escudero de Verdes Olhos, temblaba como un junco verde al viento y hacía todo lo posible para no cagarse de miedo ante la visión del revólver de Bigodinho, y éste se asustó cuando vio a su mujer que corría, acompañada de sus hijos, asegurando que esos dos habían robado el portón. Sin pestañear, disparó contra Verdes Olhos. Lo intentó de nuevo, pero el segundo proyectil no llegó a salir. Tampoco hacía falta: el corazón de Verdes Olhos estaba destrozado y el fiel escudero ya había puesto pies en polvorosa, antes incluso del primer y único disparo.

La noticia de la muerte de Verdes Olhos se difundió rápidamente. Acerola fue con sus amigos a avisar a la madre de Verdes Olhos y ocuparse de su entierro. En el velatorio, mientras fumaba un porro, comentó a sus amigos que había salvado la vida de Bigodinho pocos días antes. Tras el entierro, se dirigió hacia su casa pensando en la ironía del destino; se detuvo en una tienda para comprar un cigarrillo suelto y lo encendió. Cuando se volvió, vio a Miúdo inmóvil sobre la bicicleta, con un pie en el suelo, el otro en el pedal y cara de disgusto. Acerola lo miró fijamente, después bajó la cabeza y se dispuso a recibir la reprimenda de Miúdo.

—¿Te das cuenta? ¡No me dejaste matar al tipo, y él va y se carga a tu amigo! Pero no te preocupes, ¡ya me he encargado yo de liquidarlo! —dijo Miúdo y se alejó sin aguardar la réplica de Acerola.

El día en que cumplía dieciocho años, Cabelinho Calmo fue detenido mientras atracaba a una pareja en el centro de la ciudad. Le acompañaba Sandro Cenourinha, que se las piró al advertir que la policía se acercaba, sin preocuparse en comprobar si Cabelinho lo seguía: sabía que su compañero no querría largarse sin el botín.

Cabelinho Calmo permaneció unos días encerrado en una comisaría del centro. Le juzgaron y le condenaron a cinco años de cárcel por los crímenes que había cometido y por otros que se vio obligado a reconocer como propios tras sufrir todo tipo de torturas en comisaría.

Le enviaron a la penitenciaría Lemos de Brito, adonde se dejó conducir sin perder la calma —haciendo honor a su nombre— y con escasas palabras. Una vez dentro, se las apañó para lograr dormir en la celda, y no salió de allí en una semana.

En la medianoche de su décimo día entre rejas, un preso lo despertó diciéndole que el jefe quería hablar con él de inmediato. Se levantó tranquilamente, abrió la puerta de la celda y comprobó que al fondo del pasillo había cinco hombres jugando a las cartas. Miró al interno que le había dado el recado. El tipo le indicó con la cabeza la dirección que debía seguir. Cabelinho se acercó a los hombres, que siguieron jugando a las cartas sin mirarle. Cabelinho Calmo esperó inmóvil unos minutos. Cuando se disponía a hablar, lo cortaron de repente.

—¿De dónde eres?

—De Ciudad de Dios.

—¿Qué delito has cometido?

—Atraco a mano armada.

—¿A qué rufianes conoces?

—Oye, compadre, déjame dormir…

—¿Qué es eso de «compadre», chaval? ¿Acaso he apadrinado a algún hijo tuyo?

Por la forma airada en que el jefe pronunció esa última frase, Cabelinho se percató de que se avecinaba gresca y se preparó para la pelea.

—¿Tienes dinero? —continuó el hombre con camiseta del Club de Regatas de Flamengo, mientras los demás seguían jugando como si tal cosa.

—No.

—¿Cómo es que vienes a la trena y te permites el lujo de no presentarte al jefe? No hablas con nadie ni intentas relacionarte. Y si estás sin blanca, ¿cómo es que tienes cigarrillos? ¡Tú estás de coña! Para que te enteres: una vez me la jugaron unos tipos de Ciudad de Dios, ¿sabes? —mentía el jefe—. Y tú pagarás por eso, ¿queda claro? —Permaneció un rato callado y después continuó—: ¡A partir de ahora te llamas Bernardete y estás casada conmigo! —concluyó el de la camiseta del Flamengo lo suficientemente alto para despertar al resto de los presos del pabellón.

Cabelinho Calmo arremetió con violencia contra el jefe, pero éste esquivó el golpe y le hizo la zancadilla, de modo que Cabelinho tropezó y se dio con la cabeza contra las rejas de una celda. El impacto lo dejó grogui y los demás aprovecharon para propinarle puntapiés y mamporros durante un buen rato. Ensangrentado y sin fuerzas para levantarse, lo arrastraron hasta su cubículo, donde permaneció sin moverse una semana. Durante el tiempo que duró su recuperación, recibió cigarrillos, pasta de dientes y comida de fuera del presidio; imaginaba que algún amigo lo había reconocido y le ayudaba para quese recuperase. Pero al séptimo día recibió también un ramo de flores, y se levantó de la cama hecho una furia. Tiró las rosas al suelo y preguntó quién era el hijo de puta que estaba jugando con él.

—¿Aceptas todo y cuando llegan flores te pones de los nervios? —respondió el jefe desde el fondo del pasillo.

Cabelinho, con el cuerpo levemente dolorido, se dirigió al centro del pasillo. Le hizo señas al jefe para que se acercase a pelear, y recibió oVa paliza. Después, el jefe ordenó a los otros presos que lo llevasen a su camastro.

—¡Quitadle la ropa!

Mientras tres lo sujetaban, otro preso le bajaba los pantalones, pese a los intentos infructuosos de Cabelinho por impedirlo. El jefe observó que los calzoncillos tenían palominos y ordenó que lo soltasen. Con un cuchillo al cuello, Cabelinho se duchó y, todavía mojado, lo obligaron a tumbarse boca abajo en la cama. De nuevo intentó oponer resistencia, pero un pequeño corte en el cuello bastó para que se quedara quieto. Los presos se encargaron de mantenerle inmovilizado mientras el jefe le afeitaba los pelos de piernas y nalgas para, acto seguido, meterle el rabo en el ojete.

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