A partir de ese día, Cabelinho Calmo tuvo que follar con el jefe regularmente y actuaba como si fuera su mujer: le lavaba los calzoncillos, le doblaba las sábanas todas las mañanas y le servía la comida que les traían de un bar cercano a la cárcel. Cuando decía o hacía algo que al jefe no le gustaba, recibía una paliza. Con el paso del tiempo, se percató de que otros se encontraban en la misma situación; había más presos que estaban casados con los amigos del jefe, amos y señores de todo el pabellón. Saber que no era el único le ayudaba a soportar el sufrimiento, y su odio se atenuaba un poco, pero se dijo que un día se vengaría. La vida de mujer del jefe le proporcionaba buena comida, cocaína, sábanas, almohadas, mantas, bebidas, marihuana y agua fría. Los días de visita, tenía derecho a vestirse como un hombre para recibir a sus familiares. Pero, en la rutina de la cárcel, su atuendo eran unas braguitas rojas, color predilecto del jefe, que además lo obligaba a ponerse carmín y a usar pendientes. Cuando tuvo su primera diarrea, el jefe le exigió que usase una compresa.
—¡La diarrea de marica es menstruación! —le decían.
Cuando lo soltaron, se había convertido en una persona más dura, más sublevada con la vida. Recordaba las numerosas ocasiones en que lo despertaron arrojándole agua de sumidero en la cara, de la porra de los guardianes penitenciarios que le golpeaban la espalda sin motivo alguno. Cuando su marido no tenía dinero para procurarse comida del exterior, Bernardete se veía obligada a ingerir aquellas alubias escasas, aquel arroz en mal estado, aquella carne sin sabor e insalubre. Cuando el jefe se cansó de follar con Cabelinho, los privilegios de ser la mujer del jefe desaparecieron y su situación empeoró considerablemente. No le quedó más remedio que alimentarse con la comida del Desipé
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y beber aquella agua sucia, y sólo probaba la droga cuando algún visitante se la traía de extranjís, escondida en el culo o en el coño. Pilló un resfriado del que no pudo curarse en todo el tiempo que pasó en la cárcel, y poco a poco fue notando cómo su cuerpo era cada vez más ajeno a las órdenes del cerebro.
Pero se alegraba de estar vivo y cuerdo y de no haber sufrido la suerte de Camarão, su compañero de celda, que nunca había hecho nada malo en la vida hasta que un día, agobiado al ver impotente cómo el hambre minaba a su familia, decidió robar un queso en el mercado; los vigilantes lo pillaron in fraganti y lo entregaron a la policía que, también mediante tortura, le obligó a confesar la autoría de diversos crímenes. Juzgado y sentenciado, Camarão cumplió condena en aquella prisión donde, por haberse resistido a una violación, perdió la visión del ojo izquierdo como consecuencia del golpe que le dieron. Su cuerpo fue pergamino de varias cicatrices, pasto de la tuberculosis. Al cabo de un tiempo de zurras y enfermedades, Camarão dejó de tener conciencia de las cosas y su locura provocó que primero lo abandonase el sistema judicial y después su familia. En cuanto le soltaron, se dedicó a deambular por el centro de la ciudad, como tantos otros pordioseros. Seis meses después, murió en pleno día, sin recibir socorro ni compasión.
Cabelinho temió volverse loco al ver a tantos presos víctima de la demencia, la lepra y las enfermedades venéreas. La muerte violenta y la natural lo angustiaban incluso en sueños. Odiaba a aquellos guardianes que entregaban drogas a algunos presos para que traficasen con ellas porque, además de cobrar un precio desorbitado, exigían comisión sobre las ventas. Se sorprendía cuando los jefes aseguraban que aquel lugar era su casa y que, cuando los soltaran, tan sólo se irían de vacaciones, porque su verdadero hogar estaba allí dentro, porque allí se sentían a gusto. Y los presos que no recibían visitas, y en consecuencia no tenían dinero para comprar siquiera pasta de dientes o un tenedor para comer, se veían obligados a trabajar para los presos que les prestaban esas menudencias: les echaban agua para que pudiesen bañarse a gusto, les limpiaban la celda y, cuando tenían las piernas lisas y el culo respingón como él, les forzaban a hacer sexo oral y anal. Cabelinho Calmo recibía visitas que le llevaban dinero y tenía sus objetos de uso personal, pero el hecho de no haberse presentado al jefe el primer día de su ingreso en prisión lo convirtió en mujer de maleante.
En una ocasión, uno de los presos entregó una buena mordida a un guardia para sellar el acuerdo que facilitaría su fuga. Todo estaba preparado para que se escapase una Nochebuena, pues, por regla general, esa noche los guardias se ponían como cubas. El preso se despidió de los más allegados y prometió que, en cuanto consiguiese dinero, les mandaría una parte. La primera fase del plan salió bien, pero, en el último instante, el preso recibió cinco tiros del propio guardia con quien había hecho el acuerdo. Cabelinho se juró a sí mismo que jamás regresaría a la trena. Moriría si fuese necesario, se liaría a tiros con la policía para morir y no volver a la prisión.
Al atravesar el último portón del presidio, agradeció a su
pombagira
que no le hubieran pillado consumiendo drogas o traficando por orden del jefe, pues sabía que sobornar a los guardias para trapichear tranquilo no era del todo seguro: el guardia que recibía el dinero se chivaba o mandaba a otro para recuperar la droga y vendérsela a otro preso. Conoció a algunos reclusos a los que les habían aumentado el número de años de condena por caer en esa trampa.
Calmo llegó a la favela receloso ante la posibilidad de que alguien se hubiese enterado de lo ocurrido en la cárcel. Antes de reencontrarse con los amigos, quiso asegurarse de que nadie sabía una palabra y para ello envió a Valter Negão, su hermano mediano, a averiguar qué decían de él. Para su satisfacción, sus amigos sólo hablaron de lo mucho que le echaban de menos y nadie hizo la más mínima referencia a su vida sexual durante el encierro. Pardalzinho entregó bastante dinero a Valter Negão para que se lo enviase a su hermano, creyendo que el maleante aún estaba encarcelado. Y Miúdo le ordenó que pasase por el puesto de Cenourinha para recoger trescientos cruzeiros y llevárselos a Cabelinho; dado que éste había caído en el atraco que ambos habían perpetrado, lo justo era que Cenourinha lo ayudase. Miúdo sabía que Cenourinha enviaba regularmente dinero a Luís Ferroada, así que no le costaría nada enviárselo también a Cabelinho. Cenourinha sólo le entregó la mitad de lo exigido por Miúdo y aseguró que le enviaría el resto más adelante. Cabelinho Calmo decidió quedarse recluido en su casa un día más.
Apareció en Los Apês de madrugada y escuchó por boca del propio Miúdo lo que éste había hecho en la favela; Miúdo le confirmó y le dio detalles de todo lo que ya sabía. Respondió secamente con un «no» cuando Miúdo le preguntó si lo habían maltratado en la trena. Pardalzinho envió a Otávio a comprar varias pizzas en un restaurante de la Freguesia y mucha cerveza en la taberna más cercana; tenían que celebrar que habían soltado a Cabelinho Calmo.
—¡Cabelinho está en la calle! ¡Cabelinho está en la calle! —gritaba Pardalzinho al abrazarlo.
Miúdo decidió que Cabelinho Calmo tuviera su propio puesto de droga y añadió que hablaría con Cenourinha, asegurando que éste no tendría el más mínimo inconveniente en darle una participación. Cabelinho se pasó toda la noche hablando de atracos, a lo que Miúdo replicaba que era mucho mejor dedicarse al tráfico.
Miúdo aprovechó las ocasiones en que Pardalzinho no le oía para inventar algunas mentiras sobre Cenourinha y sugerir a Cabelinho Calmo que se hiciese con el puesto de su colega; añadió que, si fuera necesario, ordenaría a tres camellos que le acompañaran para acabar con su rival. Nada de criar cuervos.
Cabelinho aceptó la sugerencia, pero antes comunicó sus intenciones a Pardalzinho, y éste le rogó que no matase a Cenourinha. Miúdo accedió a regañadientes. El pacto se zanjó antes del amanecer de aquel día soleado en el que Cenourinha, creyendo que Cabelinho Calmo todavía se hallaba en la cárcel, le daba vueltas a la idea de que sólo se quedaría tranquilo cuando hiciese llegar a su amigo el resto del dinero que había prometido.
En lugar de enviar a tres camellos, Miúdo en persona apareció como por ensalmo frente a Cenourinha, seguido de Cabelinho. Le reprochó haber esperado tanto para mandar dinero al amigo que había caído en una movida en la que ambos habían estado implicados y que sólo hubiese accedido a hacerlo cuando él se lo ordenó. A Sandro no le pasó inadvertida esa mirada huraña de Miúdo que tantas veces había contemplado. Sin pronunciar palabra, le entregó todo el dinero a Cabelinho Calmo, quien, tras contarlo, le pidió muy educadamente que le entregase toda la carga de marihuana y le sugirió que se agenciase otro lugar lo más alejado posible de la favela para vender drogas, porque allí ya no era bien recibido.
Miúdo estaba deseando que Cenourinha pusiese alguna pega; así tendría una excusa para quitárselo de en medio. Pero Cenourinha, muy astuto, se mostraba tan tranquilo como Cabelinho. Esbozó una risa irónica y, sin mirar a Miúdo, aseguró que siempre había pensado en dejar el puesto a Cabelinho Calmo, que para eso estaban los amigos. Pese a que nadie levantaba la voz, la gente que pasaba cerca de los traficantes aceleraba el paso por temor a que se liasen a tiros de un momento a otro.
Entre los presos de la cárcel de isla Grande regía un código. En aquella ocasión, los
sangras
, los que matan, y el
angra
, el chivo expiatorio que asumía la autoría de los crímenes en la comisaría de Angra dos Reis, ya habían sido seleccionados y avisados, y estaban listos. Tanto los
sangras
como los
angras
eran elegidos, por motivos diferentes, por los jefes de la organización que dominaba en la cárcel. En algunos casos, la elección obedecía exclusivamente a la duración de la condena; si era muy larga, un crimen más no la alteraría demasiado, pues todo el mundo sabía que, en Brasil, nadie cumple una pena superior a treinta años. Y luego estaban los que mataban o asumían la autoría de asesinatos para librarse de una muerte segura por haber violado, por haberse liado con mujeres cuyos maridos estaban encarcelados o por haber atracado a sus conciudadanos: eran muy conscientes de que, si llegaban a esa cárcel tras infringir el código ético de la organización, sólo les quedarían tres opciones: matar, morir o asumir la responsabilidad de los crímenes. El plan se ejecutaría cuando comenzase la samba, lo habían elaborado los jefes de la organización, y su lema era «Paz, justicia y libertad».
En aquella cárcel, los presos que violaban o se habían ido de la lengua cuando los detuvieron, o robaban a sus compañeros, u obligaban a los presos más débiles a echarles agua mientras se bañaban, es decir, todos aquellos que infringían a sus compañeros algún tipo de humillación, morirían.
Ferroada encabezaba la lista de los condenados a muerte, pues había llegado allí imponiendo el mismo terror que había sembrado en la favela, donde había violado, atracado a currantes, abusado en los repartos de los botines e incluso asesinado y arrojado al río a algunas personas por el simple hecho de que le caían mal.
Lo detuvieron los policías del Galpão una mañana, completamente borracho, al día siguiente de haber cometido dos atracos y haber vaciado el cargador sobre las víctimas. Esa misma mañana, Miúdo se plantó en casa de Ferroada, cogió el fusil que guardaba detrás de la nevera y lo escondió en un lugar que ni siquiera Pardalzinho conocía.
Ferroada se vanagloriaba de haber metido el Cruel, apodo de su pene, en los culos de varios reclusos. Les quitaba el dinero, los cigarrillos, la comida que les mandaba su familia y las mantas en época de frío; solía decir que era el amo de aquella mierda. Ferroada se tumbó sobre una manta junto a la pared izquierda del patio. Ordenó al primer preso que pasó que le hiciese una paja y éste cumplió la orden sin pestañear. En pocos minutos, todo el patio entonaba a una sola voz:
En esta colorida avenida
Portela hace su carnaval.
¡Leyendas y misterios de la Amazonia
cantamos en esta samba original!
Dicen que los astros se amaron
y no se pudieron casar.
La luna enamorada lloró tanto
que de su llanto nació el río…, el mar.
Cuando acabó la samba, había trece cadáveres ensangrentados en el patio. El hombre que estaba haciéndole la paja a Ferroada, al primer verso de la samba, sacó un cuchillo de la cintura con la mano izquierda y, de un tajo, le segó el escroto y parte del pene; siguió dándole cuchilladas en el abdomen, en los ojos y en los brazos de aquel cuerpo que se debatía en una postura egocéntrica, mientras los demás presos percutían donde podían al ritmo de la samba y cantaban cada vez más alto.
Por unos segundos reinó el silencio, inmediatamente roto por el tintineo de un cuchillo contra las rejas. Un interno, sólo uno, lo deslizaba por los hierros mientras gritaba que había matado a trece hijos de puta. Al asumir la autoría de los trece asesinatos, ese preso se había librado de una muerte segura. Era el
angra
.
Pardalzinho ya había abandonado el Bloque Siete cuando Miúdo y Cabelinho Calmo llegaron para festejar la toma del puesto de venta de droga de Cenourinha. Había pedido prestada la bicicleta a Camundongo Russo y había salido pedaleando sin rumbo fijo. En aquellos momentos seguía a Daniel a una distancia prudencial para que éste no advirtiera su presencia, admirando su aspecto y contemplando su belleza realzada por el sol. Pardalzinho se moría de envidia cuando veía al joven detenerse a dar besitos a las chicas más guapas de la favela. Quería ser guapo, vestirse como los pijos, ligar con aquellas chicas que salían con ellos y tener su aspecto de ricos: bronceados por el sol, con brillantina en el pelo y tatuajes en el cuerpo. Siguió a Daniel por la Rua Principal, haciendo un gran esfuerzo por distinguir la marca de las zapatillas, la camiseta y las bermudas. El único que poseía una bicicleta Caloi 10 como la del pijo era Camundongo Russo.
Doblaron, uno tras otro, la Rua do Meio y recorrieron algunos metros. Pardalzinho se puso a la altura del joven y, sin preámbulo alguno, lo desafió a una carrera. El punto de partida sería el segundo puente del brazo derecho del río: irían hasta las Ultimas Triagens y volverían al punto de partida. Aunque Pardalzinho sabía que perdería porque aún arrastraba las secuelas de la operación, pedaleó con fuerza y, para su sorpresa, fue delante toda la carrera. Estaba tan en forma como Daniel, que no salía de la playa y se pasaba el día haciendo gimnasia. Lo esperó con una amplia sonrisa dibujada en su rostro.