Ciudad de Dios (38 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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—¿Dónde has visto que un maleante celebre un banquete de bodas, chaval?

Pardalzinho se había quedado con la casa de un traficante asesinado por Miúdo. Aquella misma noche pidió a Buizininha que comprase la cena en la churrasquería y se la acercase a su casa alrededor de la medianoche. El día anterior se había llevado a dos camellos para que pintasen y limpiaran la casa, y Madrugadão se había quedado a cargo de los retoques de albañilería y fontanería, además de responsabilizarse del montaje del armario. Quedó todo listo para la luna de miel.

En cuanto terminó de hablar con Miúdo, Pardalzinho se despidió de sus amigos, montó en la bicicleta y se dirigió al lugar en el que había quedado con Mosca.

La noche se quedó vacía después de irse Pardalzinho. Miúdo tenía ganas de esnifar, pero optó por volver a fumar maria para dormirse. Él mismo se lió el porro, que fumó solo en el portal de un edificio. A la mañana siguiente la cuadrilla estaba reunida en las inmediaciones del Bloque Siete cuando, por la calle del brazo izquierdo del río, apareció Biscoitinho con dos chicos amarrados con una cuerda. De vez en cuando les asestaba culatazos en sus cabezas ya ensangrentadas. Los chicos habían atracado un autobús de la línea 690 repleto de habitantes de los pisos.

—¡No se debe robar en los autobuses de la favela! ¡Ya os lo habíamos dicho! ¡Vais a tener que pasar por el pasillo polaco!

Los integrantes de la cuadrilla formaron una doble fila y obligaron a los ladrones a pasar tres veces entre ellos, mientras les asestaban culatazos sin piedad alguna. Bigolinha, que tenía nueve años, perdió el sentido. Miúdo, creyendo que no era más que un truco para que dejaran de golpearle, comenzó a darle puntapiés y más culatazos. Acto seguido y entre carcajadas, descargó su 9 milímetros en el cuerpo del niño. Después pidió a Camundongo Russo que disparase al otro ladrón en el pie; luego cogió otro revólver, él mismo apuntó al crío y le ordenó que se marchase sin mirar hacia atrás, pues de lo contrario moriría.

El niño salió cojeando y avanzó apoyándose en la pared del edifico. Tenía la impresión de que el mundo se había detenido y el silencio de aquellos minutos se le antojó el más grande que sus oídos habían percibido hasta entonces. Miúdo dispararía en cualquier momento; si se distanciase un poco del edificio, el tirador no podría apuntar guiándose por la pared. Intentó alejarse, pero no lograba andar sin apoyo, así que volvió junto a la pared. Si supiese rezar, rezaría; si supiese volar, volaría; si saliese vivo de aquélla, nunca más robaría dentro de la favela. Volvió a oír los gritos de su madre cuando ésta lo mandaba a conseguir dinero. Desgracia, mucha desgracia había en su vida, moriría por la espalda. Faltaban tres metros para llegar al extremo del edificio. Aceleró el paso, dobló la esquina aliviado y se detuvo para respirar y mirarse la herida. Cuando apoyó el rostro en el lateral del edificio para comprobar que nadie lo perseguía, recibió un tiro en mitad de la frente. Con el arma apuntada, Miúdo se había mantenido inmóvil durante todo el tiempo que el chaval tardó en llegar hasta la esquina e incluso después de doblarla.

—Anda, Marcelinho Baião, coge un coche y tira a esos gilipollas en el Callejón del Sací.

Y, como si nada hubiese ocurrido, siguió haciendo planes, sin mirar a Pardalzinho, que lo llamaba loco con los ojos humedecidos.

Dos días después, un periódico reproducía la foto de los niños asesinados diciendo que había sido un crimen bárbaro. Miúdo, que escuchaba a Pardalzinho mientras leía la crónica, le preguntó qué significaba «bárbaro». Pardalzinho no supo responder, pero Daniel, que había ido allí para recibir cinco bolsitas de marihuana, regalo de Pardalzinho, explicó a todos el significado de la palabra.

En las calles, los niños que estudiaban por la mañana se divertían con las peonzas cerca de sus casas, y las niñas jugaban a las comiditas en los patios y en las escaleras de los pisos. Se veía tranquilidad en los rostros de la gente. El río y sus dos brazos corrían lentos a causa del verano, que se prolongaba desde hacía más de un mes. En el Ocio, los muchachos comentaban la última pelea en el baile; en las tabernas, los bebedores de cachaza se gastaban bromas trilladas, discutían sobre fútbol y contaban viejos chistes.

El lunes transcurría con normalidad: las vecinas intercambiaban cotilleos vespertinos y había gente que buscaba botellas para venderlas en los depósitos de bebidas o juntaba hierros y pelaba cables para vender el cobre a algún chatarrero. Algunos no habían probado bocado en todo el día. Los ladrones ya habían cumplido con sus tareas, los atracadores ya habían asaltado y matado a alguien fuera de allí y los mendigos que vivían en la zona llegaban en uno u otro autobús.

En la
quadra
Trece, una mujer comprobó la temperatura del agua que había puesto a hervir después de haber ido a la taberna un par de veces para buscar a su marido, que estaba emborrachándose con los amigos. Varias veces a lo largo del día pensó en desistir de sus propósitos, pero al verlo ebrio, decidió seguir adelante con su proyecto de ser feliz para siempre. La semana anterior había convencido a su marido para que se hiciese un seguro de vida y ahora lo mataría sin piedad.

En Los Apês, un grupo de niños, cuya media rondaba los siete años, se reunió en la escalera del Bloque Ocho. Se los conocía como los «Ángeles», porque todos habían nacido en Ciudad de Dios, y también como los «Caixa Baixa», porque nunca tenían dinero, al contrario que los rufianes de la cuadrilla de Miúdo, cuyos robos y asaltos les reportaban grandes sumas. Hambrientos, en ese instante devoraban tres pollos conseguidos en un atraco a una cantina situada en la plaza de Tacuara, adonde llegaron armados de hambre hasta los dientes.

Lampião decía, con la boca llena, que nunca más robaría para comer; juraba que abriría un gran negocio para no tener que arriesgarse a que lo pillasen todos los días y, para ello, haría lo mismo que Biscoitinho y Marcelinho Baião, que sólo afanaban casas y traían oro, dólares y armas. Un día, ese rollo de meter la mano en la cintura fingiéndose armado podía fallar, así que era hora de conseguir armas para apuntar a la cara de los pringados y ordenarles que pusieran todo en el suelo. Era humillante seguir haciendo favores a los maleantes a cambio de una miseria, restos de comida y bolsitas de marihuana.

A Otávio le gustaba ese currito de recadero. Siempre había dicho que de mayor quería ser traficante, pero lleva mucho tiempo conseguir que a uno lo respeten para ser camello y después vigilante hasta llegar a jefe. Para estar al frente de un puesto de venta tendría que esperar a que los antiguos dueños muriesen o los encerrasen o, si no, matar a todo el mundo, como había hecho Miúdo. No, robaría cosas gran des para llenarse los bolsillos de dinero.

De eso hablaban unos niños que se peleaban por llevarse a casa los restos de los pollos que habían robado.

Lampião llegó a su casa sin hacer ruido para no despertar a su madre ni a su padrastro. Este, sin embargo, no dormía, por si el muchacho traía algún dinero. El niño sólo le ofreció un muslo de pollo y recibió un sopapo a cambio, porque su padrastro no era ningún gil i pollas como para mantener a los hijos de otros ni vivía para proteger a vagabundos. Su madre intervino, y ésta también recibió lo suyo.

El padrastro no lo decía, pero estaba convencido de que ella defendía a aquel hijo de puta porque veía en él el rostro de su padre; el mucho afecto que le daba era una manera de amar al otro. Un día lo mataría a hostias para no vivir con el recuerdo del primer marido de su esposa. Lampião, después de la zurra, se fue a dormir sin derramar una sola lágrima, porque todo el mundo sabe, y nunca está de más repetirlo, que los hombres, si lo son de verdad, nunca lloran.

—Cuando una mujer empieza a incordiar así, la solución es tirarse pedos delante de ella, pedos y más pedos sin parar.

—¿Cómo? —preguntó el marido.

—Compra dos kilos de rabadilla, dos de patatas, berros, ordena a la parienta que lo cocine y tú vete al bar a ponerte a tono. Después vuelve a casa; si a toda esa mierda le echas guindilla, te tirarás pedos sentado, de pie, en cuclillas, de rodillas, despierto y dormido. Tú tírate pedos sonoros, troceados, calefas, volcánicos, con burbujas, silbantes, dudosos, huérfanos y con rabo.

—Hoy estuve a punto de tirarme un pedo en la cara de la hija de puta. ¿Por qué las mujeres son así? ¡Coño! Me deslomo todo el día, no me compro nada para que haya de todo en casa, no me pongo agresivo, ni se me ocurre pegarle, tampoco a los niños, no molesto a nadie… ¿Qué tiene de malo que quiera tomarme una cervecita? Beberse un trago antes de la cena… Que se vaya a tomar por culo, ¿no? ¡Échame un buen trago con esa cachaza de Minas, anda!

—¿Por qué no empiezas hoy a tirarte pedos? Si te comes unos torreznos, tendrás suficiente munición.

—Ponme unos torreznos, bajito.

—¡Bajito lo será tu padre, tío! —respondió el dueño de la taberna antes de servir al marido protestón.

El hombre se comió cinco torreznos, se bebió tres copas más de cachaza con vermú, además de una cerveza para lavar el estómago, y se dirigió tambaleándose a su casa. Abrió el portón con cierta dificultad; tenía verdaderas ganas de mear y aceleró el paso hacia el cuarto de baño, pero la orina se escurrió pantalones abajo y mojó la alfombra de la sala. Se dio una ducha sin quitarse la ropa, sorprendido por el silencio de su esposa en la cocina. Pensó en decir algo, pero prefirió evitar toda conversación para no acabar peleándose; se quitó y amontonó la ropa sucia y empapada bajo el lavabo del cuarto de baño y se acostó, no sin antes ponerse unos calzoncillos. En pocos minutos roncaba de lo lindo. La mujer lo arrastró hasta la cocina y le echó el agua hirviendo en la cabeza.

La detuvieron por homicidio con premeditación y se quedó sin el dinero del seguro.

—Hermano, yo sólo quiero vender pizzas, refrescos y zumos, ¿está claro?

—¡Tienes que vender también cerveza, chaval! Todo el mundo bebe cerveza…

—No, no… No estoy dispuesto a aguantar a borrachos. Ya tengo una cocina industrial, dos batidoras, una máquina para hacer zumo de naranja, vasos y un montón de cosas. Lo único que falta es un local apropiado para empezar. Entonces, ¿te mola? Yo me quedo con el cincuenta por ciento y el resto os lo repartís entre el cocinero y tú. Pero sólo veremos dinero cuando yo termine de pagar lo que debo. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! —dijo Busca-Pé con una amplia sonrisa y la mano estirada para recibir un apretón de manos de Álvaro Katanazaka, con quien ya había intentado abrir una tienda de utensilios de cocina.

De hecho, aquella primera tienda jamás existió, pues decidieron comenzar vendiendo de puerta en puerta. Después sí, después abrirían un pequeño comercio en la favela y, con dedicación y pensamientos positivos, pronto, muy pronto abrirían sucursales y contratarían empleados. Sin embargo, incluso con aquel folleto confeccionado por Katanazaka, que informaba de que los beneficios se donarían a un orfanato, obtuvieron poco más de un salario mínimo durante el primer mes, periodo en el cual, además, descuidaron el colegio, anduvieron todo el día dentro y fuera de la favela e invirtieron dinero en la compra de mercancías en el mercado de Madureira. Y todo para conseguir sólo aquella miseria, de la que aún tuvieron que reservar la mitad para reponer la mercancía vendida.

—Nadie tiene que saberlo, ¿está claro? Si no, pasa lo de siempre con los envidiosos y el negocio no funciona —le previno Katanazaka.

—Hay que comprar un amuleto y ponerlo en el local desde el primer día.

Estuvieron charlando un rato más y, entre calada y calada del porro que se estaban fumando, y de forma barroca, surgían algunas ideas para la nueva empresa. En cuanto acabaron de fumar, Busca-Pé se des pidió y salió de casa de Katanazaka, que en esos momentos echaba ambientador por la sala para que no se notara el olor a marihuana, pues sus padres no tardarían en llegar. Busca-Pé cogió su Caloi 10, bicicleta que todo joven moderno deseaba tener, avanzó quinientos metros y, de repente, dio media vuelta y pedaleó con más fuerza de vuelta a la casa de su socio.

—¿Te acuerdas de aquella tiendecita que está al comienzo del barrio Araújo?

—Sí.

—¡Pues el tío alquila el local! Cuando pasaba por delante, se me ocurrió la idea.

—¿Estarán esos tíos hoy allí?

—Puede ser…

—¿Vamos allá?

—¡Vamos!

Katanazaka cogió su bicicleta y siguieron por la calle del brazo izquierdo del río.

—Hay que tener aval o dejar un depósito, y tanto el inquilino como el avalista tienen que ganar tres veces más que el valor del alquiler. ¿Dónde vivís? —quiso saber el dueño.

—En Ciudad de Dios —contestó Busca-Pé.

—¿Y vosotros queréis alquilar el local? —preguntó el dueño áspera mente al oír esa respuesta.

—No. Es mi padre —respondió Katanazaka.

Salieron de allí entusiasmados con la posibilidad de alquilar la tienda. El alquiler era alto pero, con la experiencia que tenían y la publicidad que planeaban hacer, conseguirían aquella cantidad todos los meses, claro que sí. Sólo tenían que falsificar la nómina de don Braga, padre de Katanazaka, y de eso se encargaría Busca-Pé, que, además de fotógrafo, se había revelado como un gran artista plástico. El dinero del depósito ya estaba garantizado: vendría de la indemnización y el finiquito que Álvaro Katanazaka recibiría el lunes, pues lo habían des pedido del trabajo.

Don Braga no puso pegas; hacía todo lo que su hijo le pedía, y no por ser un padre condescendiente, no, sino porque veía en su hijo al prototipo de un empresario de éxito y, siendo así, tendría mucho dinero, dinero que él nunca había sabido cómo conseguir. Este hecho no le impedía ser sensible y amar con toda sus fuerzas a su hijo Álvaro, que sería lo que él no había sido y, para eso, lo ayudaría siempre que pudiese.

Busca-Pé aceptó la invitación de almorzar en la casa de Katanazaka. Era algo necesario y agradable. Necesario porque así se pondría enseguida a la tarea de la falsificación; agradable porque la comida de doña Tereza Katanazaka era la mejor que había probado en toda su vida.

—Tienes que preparar las tres últimas nóminas —le recordó Katanazaka.

—Hay cosas peores. ¿Hay gillette, pegamento y máquina de escribir? Va a haber que sacar unas copias chapuceadas, ¿entiendes?

—Ya nos las arreglaremos.

Todo resultó como Busca-Pé había planeado: para alquilar el local, bastaba con presentar el carné de identidad de don Braga y las tres nóminas falsificadas.

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