Por la noche, los dos amigos se fueron a esnifar coca en compañía de otros colegas a las laderas de la favela. Cuando se quedaron a solas, ya muy colocados, Aristóteles miró a Manguinha fijamente a los ojos y dijo:
—Hermano, quiero hablarte de algo serio, ¿vale? No tengo trabajo y mi mujer tiene que operarse de un quiste que le ha salido en el abdomen, ¿entiendes? Ella no quiere operarse en un hospital público, tú ya sabes cómo son, ¿no?
—¿Quieres pasta?
—¡No! Quiero que me consigas un kilo de maria para pasarla escondida en mis zapatos, ¿sabes? No estoy dispuesto a vender mi coche, quiero hacer algunos arreglos en casa y necesito conseguir un buen dinero. Conozco a unos tipos de mi confianza en Sapé, ¿sabes? Tú me das el kilo, que yo lo vendo enseguida.
—Está bien, puedo intentar que la organización llegue a un acuerdo contigo, pero nadie debe enterarse, ¿vale?
—¿Qué día?
—La semana que viene te doy una respuesta.
Coca-Cola hizo todo lo posible para convencer a Manguinha de que no entregase los dos kilos de marihuana a su amigo, pero, ante la insistencia de Manguinha, Coca-Cola acabó soltando un kilo, no sin antes recalcarle las numerosas exigencias del trato.
Aristóteles lo vendió todo, así que se ganó la confianza de la organización y recibió tres kilos más, que también liquidó sin tardanza. Algunos meses después, recibía cinco kilos de maría por semana Incluso sin haber liquidado la carga anterior, siempre tenía dinero para sus trajines, dinero que conseguía vendiendo marihuana a sus amigos y en los puestos pequeños de los barrios vecinos. A su mujer la operaron en una clínica privada, amplió la casa, se compró un coche nuevo, adquirió una motocicleta para su hijo e invitaba a cerveza a los muchachos del vecindario. Al cabo de un tiempo, comenzó a gastarse la pasta en tonterías y, un mal día, recibió una marihuana que estaba pasada y que, por tanto, era muy floja. Consiguió revender la droga, pero los muchachos fumaban y no sentían el efecto.
«Esta condenada maría sólo da hambre, sed y sueño. No te llega el colocón, que es lo bueno, ni aunque fumases toda la hierba del mundo», decían.
Aristóteles encontró a Manguinha en las proximidades del bar de
Batman
y se quejó de la calidad de la droga. Su amigo replicó afirmando que la que se recoge entre una cosecha y otra era así y que había que seguir vendiendo, sobre todo porque a Tiãozinho lo habían metido en el trullo.
—Hermano, los polis están pidiendo un pastón por soltarlo, ¿sabes? Hoy mismo voy a tener que mandar algo para que su mujer lo entre que en la comisaría y que él no firme nada, ¿entiendes? Y, dentro de una semana, tengo que enviar otro pastón para que los polis lo suelten; de lo contrario lo interrogarán y no lo soltarán. Hoy no pensaba venir por aquí, pero tengo que resolver un montón de problemas y necesito dinero, ¿comprendes? Te lo devolveré el día 10.
—¿Cuánto?
—Cincuenta mil.
—¡Coño! Yo tengo que pagar un mogollón de cosas, no sé si voy a poder…
—¡Anda ya! Cuando tú estabas hecho polvo, te eché una mano; y ahora que yo ando con problemas, te rajas.
—¡Vale, vale! Te lo daré.
Ese mismo día, el dueño del puesto de venta de droga de Sapé envió a un recadero en busca de Aristóteles.
—Hermano, la última hierba que trajiste era francamente una mierda, ¿sabes? Ahí tengo un mogollón de bolsitas de maria que no me sirven para nada. Acabaré teniendo que deshacerme de las bolsitas para no correr inútilmente el riesgo de que me pillen con ellas encima. ¿Entiendes? En fin, ¿puedes conseguirme buena hierba para levantar un poco el negocio?
—¡Claro que sí!
—No me lo tomes en cuenta, ¿vale, colega? Y no comentes con tus compañeros que estoy descontento. Sólo te pido que me hagas ese adelanto, porque estoy en un momento jodido, ¿de acuerdo? —finalizó el dueño del puesto de la Vila Sapé, creyendo que Aristóteles era un camello vinculado con los grandes traficantes.
Dos semanas después, Tiãozinho ya estaba en la calle. Era hora de sanear las finanzas, aunque sólo tuviese para vender marihuana pasada.
Aristóteles suponía que bastaba con tener una actitud positiva para que la marihuana que recibiría el jueves por la tarde fuese de buena calidad. Sólo así la venta sería segura. Era lo único que podía hacer para salir de aquella situación. Debería haber seguido el consejo de su mujer: comprar el coche y las demás cosas en efectivo y parar con aquel mal rollo de vender marihuana. Había sido un tarugo, un verdadero tarugo; su afán por llevar los bolsillos llenos, y poder así fardar delante de todo el mundo, le había llevado a comprar todas las cosas a plazos en lugar de en efectivo, como le había aconsejado su mujer. No paró de lamentarse por las tonterías que había cometido.
Tanto Coca-Cola como Tiãozinho y Manguinha estaban convencidos de que Aristóteles tenía dinero escondido y de que sus quejas sólo obedecían a su codicia, a sus deseos de ganar más. Pese a la desconfianza que les inspiraba y a su insistencia en que estaba sin blanca, no titubearon en entregarle en depósito la maria de mala calidad.
Sin embargo, el dueño del puesto de Vila Sapé, al oler la hierba, comenzó diciendo que esa droga no tenía buena pinta; después se lió un porro y, al dar la primera calada, confirmó que no la compraría.
Entre tantas dificultades, Aristóteles ideó una forma de devolver el dinero a su amigo y, antes de pagar las cuentas pendientes, se pilló un colocón importante y compró y consumió coca en exceso en la convicción de que su problema estaba resuelto. Le había sobrado dinero para pagar las deudas pasadas y esperaba que su suerte lo ayudase a conseguir pasta para saldar las venideras. Además, estaba convencido de que podría liquidar la deuda de la marihuana que le habían fiado.
Pero Manguinha fue tajante.
—Hermano, los tipos quieren el dinero el sábado porque han de colaborar en una fuga, ¿entiendes? Y, además, tenemos que comprar hierba, así que a ver qué haces.
El sábado, alrededor de las once, Manguinha se presentó en casa de Aristóteles y golpeó el portón con las manos. Aristóteles se escondió y envió a su mujer para que le diera largas con la excusa de que había salido temprano. El cuento de la mujer no convenció a Manguinha, que se marchó muy mosqueado; se fue al
Batman
y se dedicó a preguntar a todo el que pasaba si había visto a su amigo. Después se fue a casa de su novia, almorzó y se echó una siestecita hasta las seis, hora en que decidió salir de nuevo a buscar a Aristóteles.
—Has estado ahí, ¿no? —le preguntó Manguinha.
—Sí… Fui a Vila Sapé, a ver si conseguía algún dinero, pero el tipo no tenía.
—Pero cumplirás con el trato, ¿verdad?
—¡Joder, tío! Estoy en ello…
Manguinha permaneció callado unos minutos; luego se pasó la mano por la cabeza y dijo:
—Está bien, veré lo que puedo hacer, pero intenta resolver el asunto lo antes posible.
—¿Vas a la Mangueira?
—No, voy al Fogueteiro para recoger un dinero, ¿vale? Pero me parece que los tipos estarán allí.
—¡Joder, colega! ¡Diles que me estoy ocupando!
—Se lo diré, quédate tranquilo.
Cuando Manguinha llegó al morro del Fogueteiro, un recadero le llevó el mensaje de que Tiãozinho y Coca-Cola estaban en el morro del Alemán en una reunión convocada a toda prisa por los jefes de la organización. Manguinha dio media vuelta y se fue para allá; quería enterarse de lo que ocurría, le gustaba estar cerca de los jefazos, contribuiría con ideas y aumentaría su prestigio.
—¿Dónde está el dinero? —preguntó Coca-Cola receloso en cuanto Manguinha llegó.
—El tipo está pelado, ¿sabes? No ha logrado vender… —contemporizó Manguinha.
—¡Mátalo, mátalo! —le ordenó uno de los jefes.
Manguinha no tuvo necesidad de ir a la casa de su amigo, pues lo encontró en la Praga Principal.
—Oye, que los tipos están dispuestos a charlar contigo, ¿vale?
—Perfecto, mañana aparezco por el Fogueteiro y hablo con…
—Hermano, tiene que ser ahora. Trae tu coche, yo te espero aquí.
Manguinha se sentó al volante del vehículo; conducía en silencio al lado de su amigo, que intentó trabar conversación, aunque desistió al cabo de un rato. Manguinha pensaba en la familia de su amigo: no sería capaz de mirar a la cara de ninguno de sus parientes después de matarlo. Evocó las tardes que habían pasado juntos oyendo rock, bebiendo vino y fumando marihuana, y las mañanas en la playa, los bailes y las carreras de coches en el Alto da Boa Vista. Recordó cuando Aristóteles sacaba el culo por la ventanilla del coche y le decía a Manguinha que tocase la bocina, o cuando imitaba a Raúl Seixas, convencido de que el Diablo era el padre del rock. Iba a matar a su amigo, pero lejos de allí y sin que nadie se enterase.
Era una noche calurosa. Manguinha conducía a gran velocidad. Cuando pasaron por el Mato Alto, un lugar bastante solitario, pensó en detener el coche, decirle a su amigo que se bajase y dispararle por la espalda; pero la esperanza de que una conversación con los jefes podría salvar a su amigo de una muerte segura le impulsó a llevarlo hasta el morro del Alemán. Hizo un tímido intento por dialogar con su amigo, sugiriéndole que tal vez, si vendía el coche, podría saldar la deuda.
Manguinha pidió a Aristóteles que lo esperase en una ladera del morro y él subió los quinientos metros que lo separaban de la chabola donde los jefes aún estaban reunidos.
—Hermano, ese pringao está diciendo que cogió cincuenta mil y pagó en la fecha fijada. Cuando la hierba estaba buena, vendió a punta pala, o sea que pudo ahorrar algo, ¿me entiendes? Así que cárgate lo, cárgatelo… Nadie te mandó que lo trajeses. Desaparece con él lejos de aquí y cárgatelo… Hay que mandar dinero para la fuga del colega, ¿vale? Ese gilipollas coge la hierba y ahora dice que está pelado: ¡cárgatelo, cárgatelo!
Manguinha quiso interceder un poco más en favor de su amigo, pero le entró miedo: al fin y al cabo, se hallaba ante uno de los jefazos de la organización. Tenía que ser cruel, no podía negarse. Salió de allí con el arma en la parte de atrás de la cintura y el sabor de la muer te en la boca.
—Tenemos que ir hasta el Fogueteiro, los tipos se fueron hacia allá. Mientras conducía, Manguinha iba pensando dónde mataría a su amigo y se arrepintió de no haberlo liquidado en el Mato Alto. De pronto, le entró el impulso de cargárselo allí mismo y acabar de una vez por todas con el sufrimiento. Detuvo el coche antes de llegar a Irajá.
—¡Baja! —le dijo apuntándolo con el arma.
—¿Qué pasa, tío? ¡Somos amigos! ¿Te has vuelto loco?
Sin apearse del coche, Manguinha disparó dos veces al pecho de un Aristóteles atónito, arrancó y salió a toda pastilla. Al cabo de unos minutos, dio media vuelta y regresó al lugar donde había dejado el cuerpo sangrante de su amigo. Lo metió en el maletero. Sudaba, sentía frío, pensó que si lo auxiliase a tiempo lo salvaría; detuvo el coche y abrió el maletero para ver si su amigo todavía estaba vivo; sin embargo, fue incapaz de comprobarlo y decidió dejar el cuerpo allí mismo; comenzó a sacarlo del maletero, pero desistió en mitad de la operación; entró en el coche, no tenía noción de dónde estaba, el aturdimiento le paralizaba el alma, su corazón se aceleró mientras conducía en el calor de la noche.
En la calle, la gente estaba sentada en los portones de las casas, algunos niños jugaban a la pelota, unos adolescentes preparaban una fiesta americana y los bares estaban repletos. Manguinha sólo veía la carretera, no reparaba en los semáforos; por su mente cruzó la idea de parar frente a un ambulatorio para dejar el cuerpo y marcharse; temblando, apretó el acelerador del Opala. Evocó la imagen de Aristóteles en el caserón abandonado, esforzándose por salvar a una niña que se ahogaba en la piscina. Su amigo tenía buen corazón, no merecía morir de aquella manera. Oyó la sirena de un coche patrulla detrás de él y aceleró aún más. Se metía contra dirección, se subía a las aceras; se arrepintió de no haberse librado antes del cuerpo. Cruzó el viaducto de Madureira, pegó un frenazo al final de la bajada y tomó la dirección de Cascadura; miró por el espejo retrovisor y, al comprobar que ya no lo perseguía nadie, disminuyó la velocidad, pero continuó saltándose los semáforos durante diez minutos más. Subió la sierra de Grajaú y, a mitad del camino, detuvo el coche, arrojó el cuerpo al bosque y regresó a la favela trastornado.
—¿Qué hay, Negó Velho? ¿Has visto a Laranjinha? —preguntó Manguinha en las proximidades del
Batman
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—Hace un buen rato que estoy por aquí y no lo he visto.
Manguinha decidió ir a la casa de su amigo.
—¿Qué hay, Laranjinha?…
En cuanto Laranjinha respondió que estaba a punto de irse, Manguinha abrió el portón, hizo lo mismo con la puerta y, sin decir nada, lo abrazó llorando, con el cuerpo aún tembloroso.
—¿Qué te pasa, chaval?
Manguinha no lograba articular palabra, sólo sollozaba. Laranjinha lo sentó en el sofá y le ofreció un vaso de agua con azúcar, que Manguinha bebió lentamente.
—¡Tote, Tote, he matado a Tote! —confesó.
Una mezcla de odio y pena cobró cuerpo en los ojos de Laranjinha.
—Él me dijo que te debía dinero.
—A mí no…, tenía una deuda con la organización, ya los conoces, ¿no? Tuve que liquidarlo porque yo lo metí en tratos con los tipos, pero no quería matarlo…
Laranjinha dio la espalda a su amigo y el silencio invadió la sala de la casa. Miraba hacia la calle intentando entender lo absurdo de la situación. Su madre entró por el portón.
—¡Mi madre!
Manguinha se limpió los ojos, empujó el mango de la pistola un poco más hacia dentro de la bermuda y saludó a la madre de su amigo. Doña Rita lo miró desconfiada y aguzó el olfato, husmeando para saber si ambos estaban fumando marihuana.
Acto seguido, Manguinha se despidió de su amigo y se dirigió hacia el morro del Fogueteiro, donde fumó cinco porros, se bebió una botella de güisqui y vomitó; de nuevo en su casa, se lavó la boca e intentó dormir un poco, pero soñó cosas horribles, se despertó gritando, con lo que asustó a los vecinos. Cuando se dio cuenta de que había sido una pesadilla, se sentó en la cama y el letargo del alma lo obligó a quedarse en esa posición hasta el amanecer.
—Mira, monta un puesto ahí, en Allá Arriba, ¿vale? Puedes vender hierba y nieve porque el que manda soy yo, ¿entiendes? Ni Miúdo ni Cabelinho tenían por qué coger tu puesto de Allá Abajo. ¡Monta el negocio ahí, móntalo ahí! Si alguien quiere pasarse de listo, dímelo que lo borro del mapa —dijo Pardalzinho a Sandro Cenourinha; había transcurrido un año desde que envasaran por primera vez la droga juntos y se lo había encontrado cabizbajo en el Ocio pidiendo un cigarrillo a un bebedor de cachaza—. ¿Quieres dinero? —continuó Pardalzinho—. ¡Toma estos billetes, anda! Y cuando estés mejor me los devuelves, ¿vale, tío? ¡El que manda aquí soy yo!