Ciudad de Dios (44 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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Tres días después, Espada Incerta consiguió un revólver a través de Sandro Cenourinha en una escapada que hizo hasta la favela. Atracó una gasolinera y se encaminó a la casa de su madre, doña Margarita, cuya vista se había deteriorado con el paso de los años y además padecía de asma. Ninguna de las palabras de la vieja hicieron mella en el maleante, que se había despertado en mitad de la noche y en esos momentos se encontraba en la cocina friendo un huevo para comer con fariña. Saldría después para saldar la deuda. Oyó ruidos en el exterior de la casa, pensó inmediatamente en la policía, corrió hacia la habitación, abrió la ventana y se precipitó al patio.

Lloviznaba; la calle estaba desierta y las luces mortecinas de los postes, distantes entre sí, iluminaban la noche. Sigiloso, saltó la cerca del vecino, llegó al fondo del patio y de nuevo salvó la empalizada con sus piernas largas y ágiles. Oyó que los hombres le llamaban.

—Antonio, te están llamando —dijo la madre al oír la voz de los desconocidos.

No obtuvo respuesta. Mientras avanzaba casi a tientas hacia la puerta, la madre de Espada Incerta iba explicando que su hijo estaba allí hacía un momento, pero que ya se había ido. El hombre que le había vendido la droga, desconfiando de la inocencia de doña Margarita, abrió fuego contra la fina puerta de madera y varias balas se incrustaron en el cuerpo de la vieja.

Al oír los tiros, Espada Incerta trató de acelerar el paso, pero no reparó en una patrulla de la policía militar que se encontraba en una calle adyacente. Los policías, sin mediar palabra, comenzaron a disparar. Espada Incerta respondió a los tiros, pero cuando se percató de que le quedaban pocas balas, optó por rendirse.

—¡Vamos a matar a ese hijo de puta enseguida! —dijo el cabo.

—No, vamos a llevárnoslo a comisaría —dijo el sargento, con la esperanza de que Espada Incerta cantara hasta el más mínimo detalle de los entresijos del tráfico de la zona.

Un sábado, a finales de mes, Busca-Pé se dirigía a pasos cansinos a su trabajo en el Macro. Ya no aguantaba más aquella vida de dependiente. Lo que quería realmente era dedicarse a la fotografía. Trabajaría un tiempo más y haría todo lo posible para que lo echasen y, con el dinero de la indemnización, compraría la tan soñada cámara fotográfica, se apuntaría a un curso y listo.

Los sábados de final de mes son los mejores días para atracar en los comercios, porque suelen estar muy llenos de clientes. El encargado del supermercado, que tenía ya en el punto de mira a dos ladrones de Los Apês, observó la seña que éstos hicieron a Busca-Pé cuando pasaron junto a él con un televisor y se disponían a salir aprovechando la confusión de los cajeros. Busca-Pé no tenía más remedio que dejarlos pasar si no quería verse obligado a cambiar de favela para preservar su vida. Cuando se percató de que el encargado había observado toda la jugada, se asustó y fingió no haber visto nada.

Los guardias de seguridad apresaron a los ladrones y les dieron una paliza; no querían denunciarlos para que el nombre del comercio no apareciera en la página de sucesos de los periódicos. Busca-Pé trabajó el resto del día preocupado por la posibilidad de que los ladrones pensasen que él los había delatado. Pero no ocurrió nada.

Cuando Busca-Pé llegó al trabajo el lunes de la semana siguiente, se le ordenó que se presentase en la oficina de la dirección. El muchacho confirmó todo lo que había dicho el encargado. Sin dejar de mirar a los ojos de su interrogador, Busca-Pé explicó con mucha vehemencia lo que podría ocurrirle si delatase a los dos ladrones, pero no le hicieron caso y acabó despedido.

Con el dinero de la indemnización tenía suficiente para pagar la entrada de una cámara fotográfica Canon, pero después tendría que hacer frente a las mensualidades, además de entregar dinero en casa… Buscó en los periódicos con la intención de encontrar una cámara de segunda mano: bastaría para aprender; pero comprobó que le hacía falta más de la mitad de lo que tenía para poder comprar la más barata. Enojado, hizo trizas el periódico y se fue al puesto de droga de Los Apês para comprar marihuana. Se dirigía al bosque de los Eucaliptos para fumarse un porrito a solas cuando divisó a Barbantinho, de quien se había alejado desde que éste había comenzado con su rollo religioso. Evitó al viejo amigo, cruzó el puente y, mientras caminaba por la orilla del río, oyó que alguien lo llamaba.

—¿Qué hay, Ricardinho? —saludó Busca-Pé.

—¡Joder! Tengo una depre tremenda…

—Dímelo a mí, que me echaron del trabajo, no me alcanza el dinero para hacer lo que quiero y estoy jodido, ¿entiendes?

—Nos vendría bien un porro.

—¡Yo tengo hierba, vamos a fumar juntos!

—Ya me imaginaba que tendrías algo.

A medida que avanzaban por el puente de la Cedae, la depresión de Busca-Pé comenzó a perder cuerpo, no por la presencia del amigo ni por la marihuana que iba a fumar, sino por la belleza del lugar: aquel campo inmenso, el lago, los almendros y el bosque.

Mientras fumaban, no pararon de hablar de los temas más variopintos. Con la mirada perdida, se terminaron el tercer porro.

—¿Te apetece que nos busquemos la vida? —propuso Ricardinho.

—¡Qué remedio!

—Tenemos que levantar el ánimo, ¿no? —enfatizó Ricardinho.

—¡Claro que sí! —exclamó Busca-Pé.

Dos días después, a eso de las diez, los dos amigos esperaban en la última parada de la favela al autobús que hacía el recorrido Ciudad de Dios-Carioca. Subieron al autobús y se acomodaron en el asiento de atrás. El objetivo era esperar a que el autobús estuviese lleno, y después desvalijar a la cobradora y a los pasajeros. Tenían que acabar la faena antes de que el vehículo iniciase la subida de la sierra del Grajaú, lugar donde vivía Ricardinho, que había robado una pistola de dos cañones a su abuela. Había intentado que su primo le prestase un revólver, pero se negó. Tendrían que arreglárselas con la vieja pistola.

En la parada siguiente, sólo subió una mujer con dos niños que comentó que el autobús había tardado mucho. La cobradora contestó que la culpa no era suya, sino de los dueños de la empresa, que Tacaneaban los coches para cubrir la línea, y continuó hablando, dirigiéndose a los muchachos. Busca-Pé respondió y la charla se prolongó durante buena parte del trayecto. En la plaza de Añil, Ricardinho dijo a Busca-Pé que había llegado el momento, sacó la pistola de la cintura y dijo en voz baja:

—¡Ahora!

La cobradora, que no había visto la pistola, creyó que se levantaban para pasar al otro lado del torniquete y les dijo:

—Uno de vosotros puede pasar por debajo, así pagáis un solo billete.

Ambos se miraron y resolvieron que era más conveniente hacer lo que ella había sugerido.

—Menos mal que éste es el último viaje —dijo la cobradora.

—¿Cuántos haces? —preguntó Busca-Pé, mientras se sentaban de nuevo.

—Cuatro.

—Es mucho tiempo, ¿no?

—Sí, ya estoy harta de este trabajo.

El autobús se detuvo en otra parada y subió una pareja. Busca-Pé dejó que el conductor arrancase y dijo:

—¡Ahora!

Los dos se levantaron y miraron a la cobradora, que les preguntó:

—¿Ya os vais? —y añadió—: Que Dios os acompañe.

—No, no nos vamos. Queríamos fumar un cigarrillo.

Se sentaron una vez más y decidieron no asaltar aquel autobús porque la cobradora era una tía tope legal.

Bajaron en Grajaú, anduvieron al azar por las calles arboladas del barrio y concluyeron que era mejor entrar a robar en la única panadería abierta de las inmediaciones. Una vez dentro de la panadería, pidieron una Coca-Cola y esperaron a que el autobús asomase por el principio de la calle. Cometerían el atraco, cogerían el autobús, se bajarían en la segunda o tercera parada y entrarían en una calle más sinuosa.

—Coge la ficha en la caja, por favor —dijo el dependiente.

La cajera atendió a Busca-Pé con una sonrisa. Busca-Pé la miró fijamente con expresión de donjuán. Ella se rió de nuevo. Como era habitual en él, el muchacho inició un diálogo. La cajera era amable. «No es nada del otro mundo, pero justifica el gasto», pensó Busca-Pé. Bebieron la Coca-Cola a sorbos cortos para dar tiempo a que llegase el autobús. Cuando entró otro cliente, se apartaron y decidieron que no atracarían la panadería porque la cajera era una tía tope legal.

—Anda, vamos a coger un autobús que no pase por la favela para no toparnos con nadie conocido, ¿vale? Pero que nos deje cerca, así nos podremos salir como si no ocurriese nada —argumentó Ricardinho.

—Está bien —asintió Busca-Pé.

El 241 llegó vacío. Subieron como si no se conociesen y cada uno pagó su billete. Ricardinho avanzó hacia la parte delantera del vehículo, mientras que Busca-Pé atravesó el torniquete y se quedó en la parte trasera. El autobús inició la subida de la sierra. A medida que avanzaban, fue desplegándose ante sus ojos la panorámica de la zona norte de Río de Janeiro: se podía ver el Engenho Novo, el Engenho de Dentro, Riachuelo, Méier, las inmediaciones de la Penha, la isla de Fundão y del Governador; en el extremo izquierdo quedaban Bangu, Realengo y Padre Miguel. En el cielo no había luna ni nubes.

De repente, Busca-Pé se quedó mirando al cobrador. Era mulato y debajo de la camisa del uniforme llevaba una camiseta del Botafogo, equipo que había vencido al Flamengo el domingo anterior; ése era el destino del Botafogo: ganar a los pringados del Flamengo. Estaba convencido de que, cada vez que ganaba el Flamengo, era por trampa o confabulación de los directivos del equipo. Su mirada encuadró al cobrador, enfocó y clic, listo: pondría aquella foto al lado del póster de su equipo. Pensó en Ricardinho. Cuando su amigo gritase «¡Ahora!», tendría que meter la mano dentro de la camisa y comenzar el atraco.

El autobús paró en el Hospital Cardoso Fontes, donde subieron dos jóvenes que ayudaban a una mujer con aspecto enfermizo; dentro de cinco paradas llegarían a la Freguesia y listo: conseguiría el dinero para comprar su cámara.

Busca-Pé metió discretamente la mano dentro de la camisa. Bastaba con que su amigo gritase «¡Ahora!» para reducir al hincha del Botafogo. Esperó, esperó y nada. Miró por encima de algunos pasajeros y comprobó que su amigo charlaba alegremente con el conductor. Estaba claro que nunca gritaría «¡Ahora!». Decidió pasar hacia la zona delantera.

—¡El conductor es un tío tope legal! —le informó su amigo.

Bajaron en la plaza de la Freguesia. Al comprobar que sólo había un bar abierto, resolvieron atracarlo. Cuando cruzaban la calle un coche se detuvo a su altura:

—Eh, amigo, ¿cómo hago para ir a la Barra? —preguntó el conductor.

Con la habilidad del ratero rápido que creía ser, el muchacho contestó que justamente iban hacia allá y que, si los llevase, matarían dos pájaros de un tiro.

—Subid —dijo el conductor.

Al entrar, Busca-Pé guiñó el ojo a su compañero, como diciendo: «Esta vez lo tenemos fácil». El conductor arrancó y subió el volumen de la radio:

… O sol nao adivinha

Baby é magrelinha…

—¡Bonita canción! —exclamó Busca-Pé.

—¿Te gusta? —preguntó el conductor.

—¡Muchísimo!

—Entonces te gustarán Caetano, Gil, Gonzaguinha, Vinicius…

—¡Me encanta la música popular brasileña!

—Y seguro que le das al porro.

—No voy a decir que no…

—Se os nota en la cara… ¡Un porrero reconoce enseguida a otro, chaval!

Al llegar a la favela, Busca-Pé fue al puesto de venta de droga a comprar tres bolsitas para compartirlas con su nuevo amigo, que se había quedado con Ricardinho al borde de la Gabinal, bebiendo cerveza. Busca-Pé consiguió además una bolsita de regalo y, antes de despedirse, se intercambiaron las direcciones para quedar un día para oír una música guay y fumarse unos canutos. ¿Por qué no?

—Tal vez nos veamos algún día y entonces armaremos una buena.

—¡Genial!

—Quedaos con mi bolsita, que a mí no me apetece fumar ahora.

—Vale.

—¡Me voy!

—¡Que te vaya bien!

—¡Chupa, hija de puta! —gritó Butucatu, y propinó un nuevo sopapo en la cara, ya ensangrentada, de la mujer encinta.

Ella ya se la había mamado a Panga; ahora lo hacía con el compañero, mientras aquél aprovechaba para darle por culo. Ella gritaba, sangraba y recibía golpes en la barriga cada vez que decía que estaba embarazada. Siguieron así un buen rato, turnándose.

—¿Se la vas a meter por el coño? —preguntó Butucatu.

—No, sólo quiero su ojete.

Habían secuestrado a la mujer en el velatorio de su padre, víctima de un infarto. Se había pasado los dos últimos días recorriendo la ciudad para resolver y ultimar los detalles del entierro. Su madre, preocupada porque su hija estaba embarazada, había insistido en que no fuese al velatorio y, cuando vio que secuestraban a su hija en la capilla, se desmayó. Butucatu disparó al aire desde dentro del coche en el preciso momento en que Panga arrancaba velozmente.

La maltrataron sin piedad y, finalmente, se limpiaron con hojas de almendro. La mujer se levantó, se vistió en silencio, reprimiendo el llanto, y dijo:

—¿Estáis satisfechos ahora?

Entonces Butucatu, sin mediar palabra, golpeó repetidas veces con un palo la cabeza de quien fuera un día su novia. Se había sorprendido cuando ella decidió, sin previo aviso, acabar con el noviazgo, pero no se alarmó demasiado: las mujeres suelen tener esos prontos. Tarde o temprano volvería arrepentida, afirmando que había necesitado un tiempo para saber si lo amaba de verdad. Pero el maleante se había equivocado.

Panga la había visto abrazada con Angu y no tardó en contárselo a su compañero. Butucatu, al principio, no lo creyó; suponía que ella no tendría el valor de salir con un enemigo suyo. Nunca se habían peleado ni se habían liado a tiros, pero sólo por falta de oportunidad, porque Butucatu lo había amenazado de muerte con ocasión de un asalto en el que tuvo la sospecha de que Angu se había quedado con más dinero a la hora del reparto. No lanzó su amenaza delante de él, sino en presencia de sus amigos íntimos y de su compañera, que ahora lo sustituía por su rival. Si ella había sido capaz de hacer algo semejante, lo más natural es que en algún momento le contara su intención de eliminarlo.

Esperó la mejor oportunidad para matar a su ex mujer. Pudo haberlo hecho disparándola desde lejos, pero prefirió esperar la ocasión de acabar con ella poco a poco, porque las traidoras tienen que morir así: tras una tortura lenta, sufriendo como una vaca, pataleando como una gallina. Sentía dolor en su pecho, sentía como una pasión al revés, sentía la desconfianza de que su polla no fuese lo bastante grande para hacerla gozar dos, tres veces seguidas, y que le dijese, en el grado máximo del placer, que él lo era todo, que él era el único que la hacía gozar.

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