Ciudad de Dios (20 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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—Amor, Dios es amor… —balbució.

Sin despedirse de sus amigos, el converso se marchó de la favela un mes después de la visita de los religiosos. Abandonó los naipes, la navaja, el revólver, los vicios y su lucha contra la mala suerte para siempre. De vez en cuando comentaba con Cleide que esta vez sí le había sonreído la fortuna. Consiguió un trabajo en la empresa Sérgio Dourado; allí le explotaban, pero a Martelo no le importaba. La fe sofocaba el sentimiento de rebeldía suscitado por la segregación que sufría debido a que era negro, prácticamente analfabeto y apenas tenía dientes. Los prejuicios provenían de esa gente que no tiene a Jesús en el corazón. Tuvo dos hijos con Cleide y, siempre que podía, regresaba a Ciudad de Dios a predicar el Evangelio.

—¿Cómo es posible que el tío se haya pirado así, sin decirles ni adiós a sus amigos?… Siempre me pareció medio chalado, ¿sabes? Nada le gustaba, estaba siempre cortando el rollo, le tenía miedo a todo… ¡Vaya cagueta! —le dijo Inferninho a Lúcia Maracaná cuando supo que Martelo se había ido.

—Dicen que se ha vuelto muy religioso.

—Sí, me lo contó Madrugadão, pero no me cabe en la cabeza. Aceptar todo lo que el pastor dice, ser pobre para el resto de tu vida y que no te importe…, eso es de gilipollas. Pero él sabrá lo que hace, ¿no? Supongo que si el tío se ha convertido es porque realmente está dispuesto a ser un santo. Por eso se las piró.

Inferninho dejó a Maracaná con sus quehaceres domésticos y se fue a Allá Arriba, donde vivía Luís Ferroada, su nuevo compañero. Ferroada, de veinte años y con una treintena de crímenes a sus espaldas, era un joven de mala catadura, fuerte, mulato, esbelto y albino. Su fama de perverso corría ya por todas las favelas de Río de Janeiro. Sin motivo alguno, disparaba contra sus vecinos y los desvalijaba, o los amenazaba tan sólo para imponer respeto. Dado que había pasado cinco años en la cárcel, no conocía al Trío Ternura. A sus amigos les decía que huyó de la prisión la noche de Carnaval, después de reducir a dos celadores embriagados. Cuando Inferninho llegó, Ferroada estaba limpiando su arma.

—¿Qué pasa, chaval? Pasa —le dijo Ferroada y le abrió la puerta de su casa.

—He estado de palique con Maracaná.

—Pues yo he estado pensando en si de verdad te vas a cargar a ese poli. La gente dice que el tío va por ahí gritando que te va a hacer picadillo. Siempre que pilla a alguien, le pregunta si te conoce, si sabe dónde vives… Tienes que cargártelo de una vez, si no…

—Voy a dejarlo tieso. Si estuviese hoy de servicio, lo liquidaría ahora mismo, ¿sabes? Pero deja, que ya me ocuparé de él… ¡Anda, págate una cerveza! —finalizó Inferninho.

Se encaminaron hacia el Bonfim con paso tranquilo. En el trayecto, Inferninho le comentó que Inho había aparecido en la zona con mucho dinero, pero que se lo había fumado rapidito. Estaba más arisco, más agresivo. En su opinión, era el compañero ideal para unirse a ellos.

—Tengo que conocer a ese chaval.

—Dijo que volvería por aquí, tal vez nos lo encontremos.

—Ya… Esos tipos de ahí, ¿los ves?, consiguieron una pasta gansa en un solo día…

—¿Te acuerdas de aquel colega del que te hablé? —le interrumpió Inferninho.

—Sí.

—Se ha vuelto un meapilas, tronco… ¡Vaya cagueta! Ahora le ha dado por decir que sólo Jesús salva. Me dan ganas de meterle un tiro…

—¿De qué te estaba hablando?

—De los tipos que consiguieron una pas…

—Ah, sí… Pues eso, que los tipos consiguieron un dineral en un santiamén. Salen en coche y atracan tres o cuatro gasolineras de un tirón… El mejor día es el viernes. Basta con agenciarse un compañero que conduzca; dicen que eso es mucho mejor que robar en una tienda, una panadería o una casa.

El viernes siguiente salieron antes de medianoche para atracar dos gasolineras en la Estrada dos Bandeirantes y una en la plaza de Tacuara. Sandro Cenourinha tuvo que ganar a los chinos con Madrugadão para poder ser el conductor. Ferroada no perdonaba a ninguna de las víctimas. Aunque no ofreciesen resistencia, el atracador les tiroteaba en el culo y les daba culatazos y puñetazos en la cara. Al único que hizo amago de encararse le descerrajó un tiro en la cabeza. Ferroada detestaba a los blancos pijos. Pensaba que les quitaban todos los puestos a los negros. Cuando vivía en la Baixada Fluminense, atracaba o puteaba a todos los blancos pijos que se cruzaban en su camino: así vengaba al negro al que le habían robado su lugar en la sociedad. Ahora, en Ciudad de Dios, hacía lo mismo. No era de los que huían de la policía porque, en su opinión, eso sólo lo hacían los caguetas. «Ya me he cargado a un montón de polis que se cruzaron en mi camino», soltaba siempre que podía.

Durante una buena temporada, se dedicaron a atracar en varias gasolineras de Jacarepaguá y Barra da Tijuca. Inferninho sólo salía a la calle los días en que Cabeça de Nós Todo libraba. Tenía la esperanza de que, con el paso del tiempo, el policía se olvidaría de él. Una noche salió del local de Chupeta medio pedo con la intención de agenciarse una puta para follar. Dio una vuelta por la Trece, subió por la Rua do Meio, bebió cachaza con vermú, encendió un cigarrillo. Notó que caminaba con pasos vacilantes y decidió volver a casa. Regresó por el mismo camino. Cuando se acostó, todo le daba vueltas y tuvo ganas de devolver. Se metió los dedos en la garganta y vomitó la cachaza, el vermú, la cerveza y las mollejas de gallina. En pocos minutos había conciliado el sueño. Dormía plácidamente, pese a los mosquitos que zumbaban en sus oídos y al tremendo calor que hacía, cuando, de repente, se le apareció Tutuca, vestido de rojo y negro, caminando sobre el fuego con un tridente en la mano. Inferninho se revolvió en la cama. Se encontraban en un lugar parecido a la
quadra
Trece, a la Quince, al morro de São Carlos, un lugar que se le antojaba conocido y al mismo tiempo extraño. El fuego que Tutuca pisaba disminuía y, en cambio, crecía en dirección a Inferninho; después se transformó en sangre, de la que surgieron Haroldo, Passistinha, Pelé y Pará, ataviados igual que Tutuca.

—¿Qué queréis? —preguntó Inferninho.

—Hemos venido a decirte que van a echarte de la vida, como nos pasó a nosotros —respondió Tutuca.

—¿Dónde estáis?

—Eso ahora no importa, pero si no quieres estar en nuestra compañía, será mejor que mates a Cabeça de Nós Todo —finalizó Tutuca, que se transformó poco a poco en humo, al igual que sus compañeros. El humo, tras mantenerse unos segundos inmóvil, se convirtió en un nuevo charco de sangre, donde Inferninho vio su propio cuerpo retorciéndose.

El maleante se despertó gritando. Los vecinos se asustaron, pero nadie se atrevió a acercarse a la casa para averiguar qué sucedía. Podría tratarse de la policía o de algún enemigo de Inferninho. Se quedaron quietos bajo las mantas. Inferninho se percató de que había sido un sueño y buscó a Berenice. Recordó que su compañera se había ido a casa de una amiga para ayudar en un aborto. La frágil claridad de la madrugada atravesó la cortina de la ventana de la sala. La pesadilla le ofuscaba sus pensamientos. Buscó la cocaína en la parte inferior del armario y la esnifó sin cortarla: estaba tan alterado que no se molestó en calentar el plato ni en triturar la droga. Se lo metió todo de un tirón. Después se lió un porro para apaciguar su espíritu.

—Qué sueño más hijo de puta. ¿Será una advertencia? —pensó en voz alta.

Nunca había tenido un sueño de esa índole. Tal vez era una premonición de lo que iba a ocurrir. La cuestión era matar antes de morir. Cogió sus dos revólveres, que estaban calentándose en el motor de la nevera, para darles un baño de queroseno. Vio que le quedaban pocas balas y que los revólveres no estaban en buenas condiciones. «Maleante sin revólver es como puta sin cama», pensó, recordando la lección cavernosa y simple que su alma había aprendido de niño, cuando deambulaba con su madre por el barrio en busca de una habitación y su padre no tenía un revólver para atracar. Intentó controlar su cuerpo, que insistía en temblar. Pero ese policía cabrón tendría que encender muchas velas al Diablo para poder liquidarlo, porque él era valiente como pocos y lo demostraría, costara lo que costase.

Fuera, la mañana animaba las callejuelas invadidas por panaderos, carros lecheros y niños del primer turno del colegio. El ajetreo del día lo tranquilizó. La amenaza de muerte vuelve cualquier silencio sospechoso y todo ruido siniestro. Oyó girar el picaporte de la puerta de la cocina, se escondió detrás de la pared que separaba la sala de la cocina y se preparó para apretar el gatillo de los revólveres. Era Berenice.

Le contó el sueño antes incluso de que ella pudiese tomar conciencia de que estaba en casa. Berenice, al verlo tan tenso, intentó tranquilizarlo:

—Iremos al culto a hablar con la
pombagira
; estás preocupado y hace tiempo que no pasas por allí.

—¡Genial!

El lunes por la noche, Inferninho se presentó en el lugar de culto de Osvaldo para recibir energía.

—¿Tienes miedo de morir, muchacho? ¿Tienes miedo de volverte Echú? —le preguntó entre carcajadas—. ¿Cuánto tiempo hace que no vienes a hablar conmigo? —siguió sin dejar de carcajearse—. Yo no pido más de lo que doy. Doy protección a los mozos y los mozos no me hacen caso. Cuando todo mejora, los mozos se olvidan de lo que pido. Pero fui yo quien apareció en tu sueño —decía entre carcajadas—. ¡El de las botas negras tiene ganas de mandarte al otro barrio, pero no hagas caso, que lo tengo amarrado a mi pie! —dijo la
pombagira
.

Acto seguido pidió a su acólito que escribiese el nombre de Cabeça de Nós Todo en un pedazo de papel, atravesó el papel con un puñal y lo introdujo en un vaso con cachaza. Lanzó bocanadas de humo del puro en el vaso, se carcajeó una vez más y continuó:

—Tendrás que enterrar esto el lunes en Calunga Grande. El resto corre de mi cuenta. Pasados unos veinte días, al de las botas negras le va a ir mal en la séptima encrucijada que pase. Después vuelve aquí para hablar conmigo. Ahora bebe un poco de esto y pide mentalmente lo que quieres.

Inferninho pidió protección contra las balas, suerte con el dinero, muchas mujeres en su vida y salud para él y su esposa, quien, en el camino hacia el culto, le había anunciado que estaba embarazada.

El maleante tuvo la misma alucinación en repetidas ocasiones. Andaba alerta, incluso sabiendo que lo protegía la
pombagira
; no quería darle ninguna oportunidad al Kojak. En una semana sólo lo mismo siete veces seguidas y, para completar su desesperación, el sábado Ferroada le contó que Wilson Diablo había muerto: cuando jugaba a la pelota en el campito del Porta do Céu, Cabeça de Nós Todo, vestido de paisano, lo sorprendió y se lo cargó.

—Podría haberlo detenido, Wilson no tenía escapatoria. Pero, en lugar de eso, le ordenó que se tumbase en el suelo y apretó el gatillo.

—¿Estaba solo?

—Sí. Y con el pie sobre el fiambre afirmó que el próximo serías tú. Por la manera en que lo dijo, no parará hasta que lo consiga. Y tú pareces un papagayo en el trapecio: que sí, que no —bromeó Ferroada.

—¡Préstame ese fusil ametrallador! —suplicó Inferninho con tono preocupado.

—Ese no se lo presto a nadie. Pero te puedo dejar la 45. ¿Sabes tirar con ella? Es muy suave y mata todo lo que alcanza. Lleva balas dum-dum. Anda, vamos a la laguna a entrenar un poco. Pero primero pasamos por casa y nos fumamos un porro.

Mientras se fumaban un par de canutos, sólo hablaba Ferroada. Inferninho paseaba nervioso por la sala de la casa de su amigo pensando en su pesadilla. No entendía por qué Cabeça de Nós Todo estaba tan empeñado en matarlo. Su nerviosismo se reflejaba en cada uno de sus gestos: incluso para beber un vaso de agua había sido veloz como un ladrón. Se fueron hacia la laguna. Antes de comenzar las prácticas de tiro, Inferninho echó a los niños que jugaban allí.

—Esta arma no tiene tambor. Funciona con la base del peine. Basta con apretar esta palanca, que enseguida baja; para colocarla hay que encajarla aquí. Para apretar el gatillo, sujeta aquí abajo y tira de arriba hacia atrás. Si tiras sólo del martillo, el arma no dispara, ¿vale, chaval? Te lo voy a dejar porque confío en ti; si no, no te lo dejaba. Pero practica para que los polis no te liquiden, ¿vale, colega? Vamos a ver si has entendido lo que te he dicho.

Inferninho manoseó el arma sin prisa ni palabras. Se concentró en su
pombagira
, miró el cielo, donde había pocas nubes, a dos mariposas que iban y venían entre los almendros y a los niños que se alejaban hacia el bosque de Eucaliptos. Siempre habrá cosas para aprender, y para siempre, en el más breve espacio de tiempo. Estuvo tentado de pedir a su amigo que lo ayudara a preparar una emboscada a Cabeça de Nós Todo, pero se lo pensó mejor y optó por no decirle nada. Ferroada era un buen amigo, pero no tanto como para pedirle que se implicara en una operación en la que probablemente habría muerte de por medio y ningún botín como recompensa. Si fuese Tutuca, ni siquiera tendría que decirle nada, pero Tutuca ya no era más que un alma que atormentaba sus noches. Otra posibilidad era huir a toda prisa de la favela; a Berenice le encantaría, pero sabía que el dolor de saber que había sido un cobarde lo perseguiría hasta la eternidad y que incluso ella, en el fondo, lo consideraría un gallina. Sólo el viento se pronunciaba en aquel instante sobre las ramas de los almendros y los eucaliptos: tras balancear las matas a la orilla del río y dificultar el vuelo de las garzas, retornaba a la tez de Tutuca. La
pombagira
volvió a su mente. Tendría que hacer una gira fuerte para él. Ya había enterrado en el cementerio el nombre de Cabeça de Nós Todo escrito en un papel. La fe mueve montañas: movería la Piedra de Gávea para que aplastase el cráneo de Cabeça de Nós Todo. Ahora todo dependía de su fuerza, de su sangre fría. Sólo debía entrenarse en disparar con aquel chisme que tenía en sus manos. Sacó el peine, lo volvió a colocar, dispuso el martillo del arma según las indicaciones de Ferroada, apuntó al tronco del almendro más distante y disparó. Atinó en el blanco y Ferroada se sintió muy satisfecho. Erró solamente dos tiros de los diez que disparó. Como consideraba que ya había aprendido, dijo que no gastaría más balas en árboles y que guardaría el resto para incrustarlas en la espalda de Cabeça de Nós Todo.

—Por mí puedes seguir probando. En mi chabola tengo balas a punta pala —lo tranquilizó Ferroada.

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