Marisol hablaba y todos pensaban en Adriana: morena, de cuerpo perfecto, pelo largo, rostro esculpido y aquellos muslos capaces de dejar a cualquiera meándose de gusto. En aquella época salía con Thiago, que escuchaba los planes de Marisol medio mosqueado. Estaba convencido de que la arenga de Marisol iba destinada a impresionar a Adriana. No se puede confiar en los amigos cuando se tiene una novia guapa y apetecible. «Al contrario, hay que mantenerlos lo más alejados posible», pensaba. En cuanto Marisol hizo una pausa más larga, Thiago replicó con aspereza al discurso de su amigo, afirmando que ése era un asunto exclusivamente suyo: puesto que la chica era su novia, él mismo se encargaría de dejar las cosas claras a aquel cabronazo.
Después se calló y al cabo de un rato se levantó y se zambulló en el mar. En un principio, Marisol se quedó cortado, pero reaccionó enseguida y le dio la razón a su amigo, aunque dejó claro que sería mejor que todos estuviesen juntos cuando Thiago fuese a zurrar al cabronazo en cuestión. En caso de que los colegas del aporreado quisiesen ir a por él, ellos estarían preparados para impedirlo. En realidad, Marisol había montado aquel numerito porque había echado el ojo a la novia de su amigo. Si Thiago cortaba con ella, no esperaría ni un segundo para conquistar a esa preciosidad.
Estuvieron un rato recordando peleas pasadas. La del Cascadura Tenis Club les dejó con la moral bien alta, porque dejaron hechos polvo a los tipos de Pombal y ganaron la pelea en territorio enemigo. La trifulca comenzó en el momento en que uno de ellos dio un pisotón a Vicente. Incluso después de las disculpas, el tipo de Pombal recibió un puñetazo por la izquierda, lo que alertó a los amigos del agredido, que acudieron en su ayuda. Buen motivo para que los muchachos de Ciudad de Dios acabasen repartiendo mamporros y puntapiés indiscriminadamente entre los asistentes al baile. Hasta los vigilantes recibieron una paliza.
Inho nació en la favela Macedo Sobrinho en 1955. Era el segundo de una familia de tres hijos. Se quedó huérfano de padre a los cuatro años. Su progenitor murió ahogado mientras pescaba en la playa de Botafogo y dejó a la familia en apuros porque nunca había tenido un trabajo estable. Su madre, obligada a trabajar fuera de casa, dejó a sus hijos al cuidado de parientes. Al maleante lo crió la madrina, y creció en la casa en la que ésta trabajaba, en el barrio del Jardín Botánico. La comadre, sin embargo, no insistió lo bastante en que siguiese yendo al colegio. Faltó a casi todas las clases de primaria: vestido con el uniforme del colé, se iba a la favela Macedo Sobrinho, donde se pasaba el día jugando en la calle. Los vecinos se lo contaban a su madre, que, a su vez, hablaba con la madrina sobre el niño, pero nada de eso surtía efecto. La madrina alegaba que ya había pedido a la señora de la casa en que trabajaba que fuese a buscarlo y lo llevase al colegio, pero ésta se negaba, echándole en cara que ya había sido muy generosa al dejarlo vivir en su casa, que más no podía hacer. La madrina no tenía tiempo para ir detrás de él durante el día, cuando jugaba en la favela y se dedicaba a hacer recados para los maleantes. La madre se lamentaba: «¡Los ricos siempre ayudan a medias!».
A Inho le gustaba llevar las armas a los maleantes hasta el lugar donde éstos iban a atracar. Sin embargo, su mentalidad de niño de seis años no llegaba a comprender el alcance de sus acciones. Sabía que no estaba bien, pero tener siempre unas monedas en el bolsillo para las golosinas, para los cromos de los álbumes de los equipos de fútbol, las cometas, el hilo, las canicas y la peonza valía la pena.
«Estoy de acuerdo, un niño no debe delinquir, pero mucho peor es que ese chaval no tenga quien le dé algún dinero para saciar sus deseos infantiles», dijo el comisario de Gávea cuando prohibió a los detectives que le pegasen la primera vez que le sorprendieron con una pistola en una bolsa de papel.
El niño aún vivía en casa de la patrona de su madrina cuando comenzó a robar por las calles de la Zona Sur: ya que se aventuraba a llevarles las armas a los maleantes para un atraco, mejor sería arriesgarse del todo y tomar la iniciativa. Comenzó a desvalijar a las viejas de cabellos teñidos de azul en Leblon, Gávea y el Jardín Botánico fingiéndose armado. Con el dinero de los primeros atracos le compró un revólver calibre 22 a un amigo de la favela. Una vez armado, las mujeres jóvenes también se convirtieron en víctimas, del mismo modo que los hombres; incluso las tiendas comerciales sufrían los estragos de aquel malandrín, que no dejaba escapar cualquier ocasión que se le presentase.
En el tercer asalto con revólver, se cargó a la víctima, no porque ésta hubiese intentado defenderse, sino para experimentar esa emoción tan intensa. Y se rió, y esta vez su risa taimada, estridente y entrecortada se prolongó mucho más tiempo que en ocasiones anteriores.
Su vida delictiva aumentó conforme iba creciendo. Se entregaba a los atracos mañana, tarde y noche, pero, en ocasiones, los rufianes más veteranos del morro le quitaban lo robado. Incluso armado, Inho no se atrevía a defenderse de aquellos maleantes que tenían un puñado de crímenes a sus espaldas y ya eran lo bastante famosos como para amedrentar a cualquier novato. No obstante, él juraba venganza, una promesa de
vendetta
que se guardaba en el rincón más profundo de su alma. Mientras trabajaba duro para afirmarse en medio del círculo de malhechores, su madre conseguía una casa en Ciudad de Dios a los pocos días de su fundación, después de ir al estadio Mario Filho, en la época de las grandes inundaciones, haciéndose pasar por una de las afectadas por la catástrofe.
La madre de Inho se había propuesto ir a Ciudad de Dios a cualquier precio. Tener electricidad en casa y agua corriente para poder cocinar y ducharse le facilitaría las cosas, aun teniendo que levantarse de madrugada para trabajar: dejaría la comida lista para los niños y que Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús se encargase de ellos. Sí, abandonaría la Macedo Sobrinho, lugar que había arruinado su vida, nido de criminales desalmados que entregan armas a los niños para que salgan por ahí a hacer barrabasadas. Confiaba en Dios, en que Inho se apaciguaría lejos de allí, lejos de aquel infierno.
Se mudó a una casa en Allá Arriba y se llevó consigo la esperanza de bienestar que nunca abandonaría sus sueños, los ánimos para salir adelante sola con sus tres hijos y la determinación de hacer de ellos personas de bien, aunque para eso tuviese que matarse a trabajar y dejar de dormir y comer. La vida era dura, pero Dios se compadece de los pobres por ser misericordioso y justo, por eso le había dado salud y el don de lavar, planchar y cocinar muy bien. Con esa fe, absolvía de culpa a los hombres y todo corría por cuenta de Dios, de Nuestra Señora y de su fuerza de voluntad. Logró que Inho tirase el arma que tenía después de hablar, hablar y hablar, con los ojos llenos de lágrimas y voz sollozante en sus oídos, y él, de tanto escuchar, escuchar y escuchar, acabó pronunciando las palabras de la redención: «Vale, vale… Voy a trabajar de limpiabotas porque da dinero, pero eso de volver a aprender a leer, ¡eso sí que no!».
La madre apartó una pequeña suma de su salario y no paró hasta encontrar una silla de limpiabotas; pero todas tenían un precio muy por encima de la cantidad que había reservado. No importaba, ahorraría hasta juntar lo suficiente, pues si todo salía como deseaban, el mundo se dividiría en varios munditos, y cada uno escogería un mundito del color que más le apeteciese. Si no podía comprar la silla ese mes, sería al siguiente, porque ésa era la voluntad de Dios, y no había lamentos que valieran, pues Dios era sumamente bondadoso. Por eso mismo, antes de recibir el salario siguiente, le llegó la feliz información de que en la
quadra
Veintidós había un carpintero barato. Partió en pos de la suerte en cuanto supo que quedaba muy cerca de su casa.
—¡Barato! —respondió el carpintero cuando la madre de Inho le preguntó el precio.
Prometió la silla para esa misma semana por la mitad de la cantidad que ella había ahorrado. El carpintero, al que le gustaba charlar, afirmó que ya había hecho sillas de limpiabotas para niños que en aquel momento eran hombres bien situados, y se explayó sobre otras historias referentes a sillas de limpiabotas. La madre de Inho sonreía y acabó desahogando sus penas con el carpintero. Le contó las tribulaciones que pasaba con su hijo y estuvo a punto de echarse a llorar, pero se contuvo. El carpintero, que se llamaba Luís Cándido, se mantuvo serio, porque era serio y siempre lo había sido, porque seria era la vida del pobre, seria era la desigualdad social, seria era la corrupción, el racismo, la invasión estadounidense, la propaganda fría del capitalismo… Hombre serio, mujer seria, hijo serio, disparos serios, miseria seria, la muerte cierta. Todo era muy serio para el carpintero Luís Cándido, que habló con suma seriedad:
—Señora, puede venir a recoger la silla mañana mismo, y no hace falta que me pague nada.
—Pero, señor, si ya es muy barato… Yo…, yo…, yo…
—Puede venir a recogerla mañana y, si no le da miedo andar tarde por la calle, puede venir hoy mismo, hacia la medianoche, que la herramienta de trabajo de su hijo estará lista.
—¡Es usted un hombre muy bueno! Que Dios ilumine su bon…
—Señora, quiero que sepa que yo no soy un hombre bueno, y que no creo en Dios en absoluto. Yo soy marxista leninista. Creo en la fuerza del pueblo, en los movimientos de base, en la organización del proletariado, y voy más lejos, ¡creo en la lucha armada! Creo en una ideología y no en el Dios de la Iglesia católica, al que utilizan para calmar al pueblo, para convertir a los trabajadores en corderos. Seguro que la señora para la que trabaja su cuñada es católica, pero ¿por qué no dejaba que su cuñada llevase al niño al colegio? ¿Por qué no lo ayuda de verdad, como usted misma ha dicho? Usted tiene que ser marxista leninista, tiene que concienciar a la gente para que lleguemos a tomar el poder… ¿No se da cuenta de lo que han hecho con nosotros? Nos han metido en este culo del mundo, en estas casitas de perro, con esas cloacas tan mal hechas que ya están atascadas. No hay autobuses, no hay siquiera un hospital, no hay nada, nada, excepto serpientes que se meten por los desagües, y alacranes y ratas que andan por los tejados. ¡Tenemos que organizamos!
El carpintero Luís Cándido gesticulaba, se ponía y se quitaba el sombrero negro, con sus ojos vivos puestos en el rostro de la madre de Inho, que ignoraba lo que quería decir «marxista leninista» y «proletariado». Sólo sabía que el carpintero conocía muchas cosas, que tenía buen corazón e iba a hacer la silla de limpiabotas de Inho. Se quedó un rato más contemplando a aquel hombre delgado, viejo, vestido con un traje negro, que de vez en cuando enseñaba a sus alumnos de carpintería, a través de gestos, sin perder el hilo de la charla, un nuevo secreto de la profesión.
No se puede negar que, en sus primeras horas como limpiabotas, en la plaza de São Francisco, Inho intentó enderezarse. Un lunes soleado fue con Pardalzinho y Cabelinho Calmo, unos amigos que había hecho el día en que llegó a la favela, a ganarse la vida lustrando los zapatos de los blancos encorbatados del centro de la ciudad. Los tres se turnaban en la tarea. Inho miró duramente al primer cliente que le tocó durante el tiempo en que estuvo en la silla. El odio a la pobreza, las marcas de la pobreza, el silencio de la pobreza y sus hipérboles se reflejaban visiblemente en el semblante del cliente. Inho lo intentó: abrillantó con esmero los tres primeros pares de zapatos que tuvo ocasión de cepillar. Al cuarto, de repente echó al cliente de la silla, le dio un mamporro en la nuca y le robó los zapatos, el dinero, la cadena, la pulsera y el reloj. Antes de irse, dijo al tipo, que estaba tirado en el suelo, vomitando y completamente aturdido:
—¡Puede quedarse con la silla! —Y riéndose con su risa taimada, estridente y entrecortada, se alejó corriendo por las calles del centro.
Horas más tarde, Pardalzinho regresó a recoger la silla, los trapos y el betún, y se lo llevó todo a otro punto de la ciudad para repetir la operación. Durante casi dos meses, atracaron a los clientes que se sentaban en la silla para que les limpiaran los zapatos.
El mejor lugar del mundo era Estácio, donde quedaba la Zona do Baixo Meretrício y el morro de São Carlos. Cuando salían del centro de la ciudad, el trío se internaba en las profundidades de la Zona do Baixo Meretrício para vender allí los objetos robados, fumar marihuana y beber cerveza. En esa zona se iniciaron los tres en la vida sexual. Después se iban al morro de São Carlos, donde Cabelinho pasó su primera infancia y tenía muchos amigos, lo que le proporcionaba un lugar para dormir a cualquier hora que llegase. Ciudad de Dios se les antojaba demasiado tranquila, con mucho bosque, muy oscura, todo acababa temprano. São Carlos era estupendo, siempre había batucada y palmas en la calle de la escuela de samba Unidos de São Carlos y samba de partido alto en las laderas del morro. Cuando no había animación en el morro, se iban a la Zona do Baixo Meretrício. Nada de hacerse pajas en el cuarto de baño: follaban con tres mujeres diferentes en una sola noche. Allí valía la pena vivir y gastarse el dinero.
Inho logró engañar a su madre durante bastante tiempo, aduciendo que desde la casa de su amigo era más rápido llegar hasta el centro de la ciudad, y que, si fuese a casa todos los días con aquella silla, acabaría muy cansado. Al principio su madre le creyó, pero comenzó a sospechar al reparar en el nerviosismo que Inho presentaba las veces en que se dejaba caer por casa. Sus modales, la manera de hablar, aquella risa taimada, estridente y entrecortada, el montón de dinero en el bolsillo, todo eso no indicaba nada bueno. Además, los amigos que iban a buscarlo tenían cara de rufianes. Su intuición de madre fue certera y las evidencias lo corroboraron. Cuando por fin encontró un revólver calibre 32 escondido en el patio, decidió dejar todo en manos de Dios. Antes, no obstante, despertó a Inho a cachetazos y, con el revólver en la mano, le preguntó llorando:
—¿Para qué es esto? ¿Para qué es esto?
—¡Para atracar, matar y ser respetado!
Desde aquel día, Inho jamás volvió a pisar a la casa de su madre; optó por quedarse en São Carlos o en casa de su madrina, que también había conseguido una vivienda en la favela. En una de sus idas a Ciudad de Dios, trabó amistad con Madrugadão, Sandro Cenourinha, Inferninho, Tutuca, Martelo y los demás maleantes de la barriada, que escuchaban divertidos sus aventuras en el centro de la ciudad, en el morro de São Carlos y en la Zona do Baixo Meretrício.