—Lo que pasa es que tenemos problemas con un tal Chinelo Virado, ¿lo conocéis? Ya he recibido un montón de quejas de él, que bebe cachaza como una esponja y se pone violento con los clientes, que sus bolsitas de grifa vienen muy cortadas, que coge a las mujeres por la fuerza, ¿me entendéis? —Miraba a todos, pero al final de las frases fijaba la vista en Pardalzinho con el propósito de reforzar su argumentación—. Los muchachos siempre andan con ganas de esnifar farlopa y él nunca tiene. Cuando a mí se me acaba, van a buscarla a su puesto, pero nunca encuentran, y lo peor es que anda machacando y robando a la gente de los Bloques Nuevos, ¿sabéis? Así que vamos a tener que quitarlo de en medio; si no, los currantes se quejan y quienes nos jodemos somos nosotros… Vamos a quitarlo de en medio, vamos a quitarlo de en medio…
Pardalzinho captó el mensaje y coincidió con su amigo, a pesar de saber que todo su relato era mentira: hacía mucho tiempo que Miúdo quería pillar el puesto del Bloque Viejo para ostentar el control absoluto de aquella parte de la favela. Miúdo no mencionó que quería hacerse con el puesto de Chinelo Virado por el dinero, porque no quería repartir los beneficios con nadie, salvo con Pardalzinho, que era su amigo del alma, su amigo hasta el punto de decidir ser compadres antes incluso de tener hijos y estaba seguro de que el primero que fuese padre pediría al otro que apadrinase a su hijo; un amigo al que no abandonaría nunca en una fuga, un amigo que mataría a cualquiera que se hiciese el chulo con el otro. No habían acordado nada, porque un compañero que se precie de serlo tiene que saberlo todo sobre el otro. De todos ellos, sólo Pardalzinho y Miúdo eran así desde la niñez, des de la época de limpiabotas en el centro de la ciudad, desde el primer robo, desde sus correrías por el morro de São Carlos. Guiñar un ojo, o soltar una carcajada, o el gesto de rascarse la cabeza, valían más que una frase con todos sus componentes. Por eso se había dado cuenta, cuando lo miraba de reojo, de que Miúdo le estaba pidiendo que con firmase la necesidad de cargarse a Chinelo Virado. De cualquier manera, aun sin ayuda, Miúdo induciría a sus compañeros a hacer lo que quería, porque siempre mandaba en todo: dirigía los atracos, los robos, el reparto de las ganancias, y hasta en las horas de ocio era él quien marcaba el ritmo. Las palabras de Pardalzinho no fueron tan enfáticas como las de Miúdo, pero bastaron para que se tomara la decisión de matar a Chinelo Virado aquella misma noche. Después, Pardalzinho llamó aparte a su amigo para intentar convencerlo de que dejara vivo a Chinelo Virado; en su opinión, bastaba con expulsarlo. Miúdo respondió breve e incisivamente:
—¡Hay que matarlo! ¡Cría cuervos, que te sacarán los ojos!
—¡Joder! ¡Sólo piensas en matar, matar, matar, nunca se te ocurre otra solución!
—¿Tienes una solución mejor?
No eran todavía las ocho de la noche cuando Miúdo y sus amigos se dirigieron a buen paso hacia los Bloques Viejos en busca de Chinelo Virado, que había comenzado a vender temprano y había entregado a su camello cincuenta bolsitas de marihuana preparadas por él mismo mucho antes de ir a la playa, donde, como siempre, se quedó hasta la hora del almuerzo. Antes de comer jugó a la pelota en el Campão y, después del almuerzo, se fue a echar la siesta.
Se despertó a la hora del trapicheo nocturno y bajó, sin asearse, saltando de dos en dos los pequeños peldaños de la escalera del edificio donde vivía. Pasó por el puesto, recogió el setenta por ciento del di ñero recaudado y le preguntó al camello si merecía la pena colocar más bolsitas a la venta. El camello le hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo que la policía había hecho dos redadas y que ya le había costa do un buen sofocón vender aquella carga de cincuenta bolsitas. Chinelo Virado echó un vistazo a su alrededor y se aseguró de que la policía no merodeaba por allí. Puso el dinero en una bolsa de plástico, volvió a casa a toda prisa, contó el dinero, apartó una pequeña can ti dad para unas cervezas y se fue a jugar a los naipes.
El tabernero abrió la décima cerveza mientras Chinelo Virado barajaba las cartas. Cuando el tabernero le advirtió que la cerveza se calentaba, el traficante ofreció cerveza a las tres personas que estaban con él.
En la esquina, los amigos de Miúdo prepararon sus revólveres. Biscoitinho lanzó un silbido. Chinelo Virado miró. En un primer momento pensó que era la policía, pero después se percató de que era Miúdo, que le estaba haciendo una seña. Eso le hirió en lo más hondo, y pensó en su revólver, que se había dejado en casa. Soltó las cartas, apuró la cerveza de un trago y caminó vacilante por el centro de la calle. Nunca había imaginado que moriría a manos de Miúdo, pues él siempre lo había tratado con deferencia y hasta le enviaba de vez en cuando una bolsita de marihuana para sus muchachos. No sólo respetaba a Miúdo, sino que además nunca había tenido desavenencias con la gente de los Bloques Nuevos, incluso solía comprarle la mercancía de algunos de sus robos; por eso nunca pensó en una posible traición o ataque por parte de los rufianes de los Bloques Nuevos.
Pardalzinho era el único que no empuñaba un revólver. Por el silencio y la seriedad de todos, Chinelo Virado supo que era el blanco de los maleantes. De repente estiró el brazo hacia la izquierda, dio un grito y salió a la carrera hacia la derecha. Chinelo Virado pretendía asustarles, y su estratagema engañó a todos menos a Miúdo, que, incluso de lejos, con una pistola calibre 6,30 le acertó a la altura del pulmón derecho. Chinelo Virado siguió corriendo entre los edificios; subió al Bloque Cuatro y se sentó en el segundo tramo de la escalera. Los amigos de Miúdo ya se habían alejado cuando éste gritó que era una artimaña de Chinelo Virado. Regresaron para obedecer la orden de perseguir al fugitivo, una orden que Miúdo repetía con una risa llena de desesperación. En la autovía Gabinal, una
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iba en dirección a la Freguesia. El cabo advirtió el movimiento y ordenó al conductor que diese media vuelta. Los maleantes, cambiando de dirección, corrieron hacia el Morrinho para esconderse.
—Joder, que el tío os ha engañado, eso de gritar y salir corriendo era una trampa: ¡fingió que venía la policía y la lió para confundiros! Yo he sido el único que no se lo ha tragado…
—Pero los polis aparecieron…
—¡Los polis aparecieron después, chaval! Si todo el mundo hubiese apretado el gatillo en su momento, Chinelo ya estaría muerto. Pero yo le he dado, yo le he dado, le he dado…
Permanecieron poco tiempo en el Morrinho pues, desde donde estaban, pudieron ver que la
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volvía a la autovía Gabinal. Miúdo, que suponía que Chinelo Virado estaba vivo, pensó en registrar los Bloques Viejos para darle el tiro de gracia. Estuvo en un tris de dirigirse allí, pero se detuvo de repente, miró a Marcelinho Baião y dijo:
—¡Eh, Baião, tú que nunca has matado a nadie, ve y remátalo! Toma la 6,30, búscalo y, aunque creas que está muerto, dispara igual. Nunca has enviado a nadie al otro barrio. Ve y ya verás lo que se siente, ¿vale?
Marcelinho Baião titubeó, y ya iba a replicar cuando Miúdo insistió con un grito tajante:
—¡Ve y mata al tipo, chaval! ¿No eres de los nuestros? ¡Pues ve y mata al tipo!
Marcelinho Baião sujetó la pistola con manos temblorosas y el corazón desbocado. No le quedaba más remedio que acatar la orden. Miúdo siempre le daba dinero para comprar un kilo de esto o de aquello, también le había dado ánimos en su primer atraco, y tenía que reconocer que su vida había mejorado considerablemente desde que se juntó con él. Amartilló la pistola y salió, y dobló las esquinas de cada edificio llevando su miedo, su nerviosismo y la sagacidad de sus diez años junto con el arma, que apenas le cabía en las manos; la voz de Miúdo acompañaba sus pasos: «¡Ve y mata al tipo, chaval!».
Las calles estaban desiertas; algunos curiosos seguían desde detrás de las cortinas lo que ocurría. Baião cruzó la plaza de la barriada; sus ojos recorrían en toda su extensión las rectas que iba atravesando. Chinelo Virado se había escondido, no había duda. Menos mal, qué suerte, el traficante no moriría en sus manos. Comenzaba a torcer el torso para dar media vuelta cuando notó cierto movimiento en la entrada de un edificio. Se acercó a la carrera. En el vestíbulo del edificio había varias personas con la desesperación pintada en el rostro. Tenía que averiguar qué pasaba. Si no mataba a Chinelo Virado, quedaría mal con Miúdo, y si lo hacía, ganaría consideración, sería respetado. Tendría que matar, porque Miúdo ya había matado, Camundongo Russo ya había matado, Bocina ya había matado, todos ya habían matado, sólo faltaba él. Tendría fama de mal bicho. Matar, matar, matar… Verbo transitivo que exige objeto directo ensangrentado. Una víctima que se defendía tenía que morir, un chivato tenía que morir, un hijoputa tenía que morir. Matar. Miúdo había dicho: «¡Ve y mata al tipo, chaval!».
Subió los escalones y, al llegar al cuarto tramo de la escalera, vio a Chinelo Virado; una mujer estaba dándole agua. La mujer se percató de que alguien se acercaba; tal vez se tratase de algún pariente que venía a auxiliar al traficante. Sin volverse, dijo que el chico estaba perdiendo mucha sangre. Baião no oyó sus palabras, no oía nada, no pensaba en nada. De nuevo oyó la voz fina y estridente de Miúdo: «¡Ve y mata al tipo, chaval!».
Respiró hondo y, veloz como el rayo, pasó su cuerpo delgado por debajo de las piernas de la mujer y disparó seis veces en el pecho de Chinelo Virado.
Dos días después de la muerte de Chinelo Virado, Miúdo decidió que se dedicaría a vender la mejor grifa de todo Río de Janeiro, y para ello pidió en depósito veinte kilos de maría a un traficante que apareció en la zona y que le aseguró que podía suministrarle toda la grifa que quisiese. Miúdo le comentó a Pardalzinho que, cuanto más rápido vendiese aquella droga, más rápido se enriquecería. El truco consistía en asegurarse una buena clientela y después ir disminuyendo la cantidad de maría en cada bolsita.
En pocos días, su camello se ventilaba una carga de cincuenta bolsitas cada media hora, y había recibido la orden de trocar la marihuana por objetos robados, revólveres y todo lo que tuviese algún valor. Al cabo de unas semanas, ya tenía farlopa buena y abundante para ofrecer a sus clientes, que daban a cambio cadenas de oro robadas y armas de los más variados calibres.
El movimiento en el puesto de droga fue en aumento. Los Apês era de fácil acceso para los clientes de fuera, que incluso hacían cola para comprar buena grifa. Todo iba sobre ruedas. Los ladrones solían llevar revólveres para cambiar por cocaína y marihuana, y el camello de Miúdo trabajaba armado, porque eso de que un camello trabaje sin arma es una cutrez. Pardalzinho era el único socio de Miúdo, y el único en quien éste confiaba. Los demás amigos tenían que robar para conseguir la guita. Les entraba el dinero a raudales, y Miúdo contempló la posibilidad de contratar una persona que supiese leer y escribir para administrar las finanzas. Esa persona no podía ser un maleante: en la primera oportunidad, metería la mano en la caja. Tenía que ser un trabajador y un amigo, uno que lo estimase desde niño, que nunca hubiese robado, pero que también tuviese una actitud enérgica, un verdadero hombre, que no dudase en actuar con mano de hierro si fuese necesario. Mientras meditaba sobre este asunto, se dedicó a deambular por Los Apês mirando a la cara de todos aquellos con quienes se cruzaba.
En su rostro se dibujó una sonrisa cuando divisó a lo lejos a Carlos Roberto, que siempre estaba dispuesto a darle ideas estimulantes y siempre le aconsejaba que se alejase de los maleantes que le rodeaban, pues todos los delincuentes, decía, son como serpientes. Desde que lo conoció, Miúdo nunca había visto a Carlos Roberto de cháchara con los amigos; todo lo contrario, era un individuo serio, respetado tanto por los veteranos como por los muchachos de la favela. Así pues, corrió al encuentro de Carlos Roberto, le hizo una propuesta de trabajo y Carlos Roberto la rechazó. Pero Miúdo insistió, argumentando que no tendría que empuñar un arma, sino tan sólo administrar el dinero y destinar una partida para la compra de hierba y nieve. También tendría que ocuparse de los camellos, pero eso no le ocuparía mucho tiempo ni entrañaría peligro alguno. Se limitaría a manejar el dinero y a negociar con los traficantes; nada de envasar la droga ni de ir a comprarla. A Carlos Roberto le costó aceptar, pero al final decidió que el asunto no le vendría mal para redondear su sueldo…
—Os explico: Carlos Roberto estará al frente conmigo, ¿vale? Y todo lo que él diga está bien. Todos tenéis que rendirle cuentas a él, ¿entendido? No tenéis que hablar de pasta conmigo —dijo Miúdo a los camellos en una reunión convocada un día después de coordinar la administración de los puestos de venta con Carlos Roberto.
Los días en Los Apês transcurrían como Miúdo pretendía: los puestos vendían, el oro se acumulaba dentro de una bolsa que guardaba en un lugar secreto, y las armas que los ladrones obtenían de las casas que desvalijaban en Barra da Tijuca y en Jacarepaguá acababan siempre en sus manos. Prohibió los atracos en Los Apês: quien desvalijase a algún habitante de la zona en que se hallaban sus puestos de venta de droga moriría. Para dar ejemplo, mató a un ladrón sin el menor motivo y aseguró a todos que lo había liquidado porque el sinvergüenza había atracado a un vecino de Los Apês que no quería darse a conocer. En realidad, el muerto era hermano de un rufián, ya fallecido, que había dado una paliza a Miúdo después de robarle el botín que había conseguido en un atraco realizado en Botafogo en la época de sus andanzas en la Macedo Sobrinho. Miúdo, antes de matar al hermano de su agresor, recordó que había jurado vengarse de éste a la primera oportunidad. Así, no sólo se había vengado, sino que de paso había amedrentado a los ladrones de la zona. A eso se le llamaba matar dos pájaros de un tiro.
—Esa costumbre de atracar a los vecinos nos acaba jodiendo, porque enseguida van a quejarse a la poli, y la poli viene y hace redadas.
Miúdo necesitaba contar con el aprecio de los vecinos de la zona; de ese modo, si se veía obligado a fugarse o a pedir ayuda, no le faltaría quien le echase un cable.
El amo de Los Apês se paseaba de vez en cuando por Allá Arriba, siempre acompañado de su cuadrilla. Quería averiguar todos los detalles: quién traficaba con droga, qué puesto —si es que había alguno— vendía mucho, y quién abastecía los puestos de la zona. Las mayores informaciones las obtenía de Tê, cuyo afecto mutuo se remontaba a épocas muy tempranas. Le gustaba Allá Arriba: había sido su primera residencia en Ciudad de Dios, y ahí conoció a Pardalzinho, Cabelinho Calmo, Luís Ferroada, Tutuca, Inferninho y Martelo. Siempre que andaba por aquellas laderas, se acordaba de Carlinho Pretinho y Cabelinho Calmo, que cumplían condena en la cárcel Lemos de Brito. Un día de éstos les mandaría dinero. En las tabernas pagaba las copas de los muchachos del barrio y, mientras les daba palmaditas en la espalda, les invitaba a que visitaran Los Apês para compartir unas cervezas. Recorría toda la zona evitando pasar por delante de la casa de su madre. Hacía mucho tiempo que no cruzaba una palabra con ella.