Ciudad de Dios (30 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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Arreció la lluvia, las gotas chisporroteaban en los tejados como ráfaga de ametralladora. El agua lavó las manchas de sangre a la orilla del río y apagó las velas en torno al cuerpo de César Veneno.

—¡No importa, puesto que todo lo que viene del cielo es sagrado! —dijo la madre de éste después de rezar un rosario y desistir de mantener las velas encendidas.

Y, sobre todo, las aguas cayeron para llorar por Busca-Pé y Barbantinho ese día en que salían del caserón embrujado y fumaban un porro a orillas del río, a la altura del bosque de Eucaliptos.

Pocas horas después de volver de la playa, donde siguieron planificando la paliza que darían a los chicos de Gardenia Azul, los muchachos de Ciudad de Dios se dieron un baño y se pusieron su ropa de marca. Juntos y vestidos de aquella guisa, parecían defender el mismo enredo. Antes de llegar a la Praga Principal, compraron chicles y caramelos Halls. Mascaban unos, chupaban los otros y se reservaban algunos para ofrecérselos a las pibas en el baile. Cosas de chicos.

El domingo por la noche, los muchachos ocupaban la Praga Principal con sus entretenimientos pueriles. Marisol fue uno de los primeros en asomar por allí. A medida que llegaban sus amigos, él repetía su plan, que consistía en hacer que Thiago fuese solo a hablar con la panda de Gardenia Azul. En caso de que se armase gresca, saldrían a hostiazos con la pandilla enemiga.

Subieron al autobús cantando rock. La juventud blanca de Ciudad de Dios iba a estremecer el baile del Olímpico de la Freguesia. Thiago, serio, iba abrazado a Adriana en el asiento delantero. Marisol estaba detrás. Aunque preocupado por memorizar los mínimos detalles del plan de combate, cantaba alto y no perdía ocasión de llamar la atención de Adriana con todo tipo de ocurrencias, pero cada vez que la pareja se hacía arrumacos, se veía obligado a volver el rostro para aplacar sus celos.

Cuando llegaron a la Freguesia, se dispersaron en grupos reducidos. Adriana hizo lo que se le había indicado, pero entró en el club sin que nadie la molestase. Los chicos de Ciudad de Dios irrumpieron en el baile discretamente y permanecieron separados incluso en la sala. Así confundían a la panda de Gardenia Azul, que, por el contrario, se quedó agrupada en el ángulo izquierdo del salón, ensimismada en aquel ambiente con música de Led Zeppelin a todo volumen, porros encendidos y luces estroboscópicas por todas partes.

Marisol, mientras bailaba, recorrió todo el salón en busca del tío que había tenido el descaro de tocar a Adriana, aquella guapetona que un día sería su chica, a la que trataría con todo el cariño que una muchacha bonita como ella se merece. Distinguió al individuo en cuestión entre sus amigos, que en aquellos momentos se encontraban en mitad de la sala. Se acercó con cautela para que no reparasen en él. «Le doy un mamporro en la cara y después salgo corriendo para que esa gentuza se cabree», pensó mientras recorría los escasos pasos que lo separaban del otro.

El golpe tumbó al chico y sus amigos no sabían si auxiliarlo o salir detrás de Marisol, que, a gritos, llamó a sus amigos para que lo ayudasen. En pocos segundos, quien no era de Ciudad de Dios recibía una paliza. A veces eran cuatro encima de uno en aquel teatro de guerra con sonidos de risas confundidos con otros de desesperación.

Daniel y Rodriguinho sujetaban a los adversarios para que Marisol les diese puntapiés. La mejor táctica era tirarlos a la piscina para después golpear a quien estuviese mojado. Hubo quienes saquearon el bar, robaron las pertenencias de los que se habían quedado inconscientes y agarraron a alguna muchacha apetecible para darle un achuchón mientras la gresca continuaba; pero otros, como Busca-Pé, trataron de escabullirse para evitar complicaciones.

Los guardias se preocupaban por salvaguardar el dinero de la taquilla y el equipo de música, pues sabían que no estaban en condiciones de interponerse en una pelea en la que, para entonces, se habían enzarzado más de cien personas. La trifulca, que parecía haber terminado en el salón, se reanudó en la calle. En esa etapa de la lucha, ya no había distinciones y todo el que se ponía a tiro recibía un puñetazo. Así, las personas de los bares próximos, de la parada del autobús y los taxistas no pudieron evitar recibir algún que otro mamporro, aunque en ningún momento se utilizaron armas. Los autobuses que pasaban a esa hora eran saqueados. El resultado fue la rotura de narices, brazos, piernas y cabezas, y un montón de ojos hinchados en un lapso de tiempo sorprendentemente corto para tanta violencia.

Después de la pelea, subieron al primer autobús que apareció y obligaron al conductor a llevarlos hasta Ciudad de Dios, aunque para ello tuviese que desviarse de su ruta.

Dentro del autobús, Marisol se quejó de que lo habían agredido cobardemente, pues había recibido un mamporro en el cuello que no sabía de dónde había venido; la próxima vez tenían que llegar repartiendo hostias, para que nunca más se les ocurriese meterse con alguien de Ciudad de Dios. Thiago miró de reojo a aquel chaval de ojos rasgados y negro pelo revuelto. Intuía maldad cuando la mirada de Marisol se posaba en él y deseo cuando se posaba en Adriana. Había resuelto mantenerse siempre cerca de su novia, pues sabía que la deseaban, no sólo Marisol, sino todos los que contemplaban su cabellera ondulada, su boca carnosa, sus senos pequeñitos, sus muslos torneados. Marisol continuó hablando sin parar, repetía las mismas cosas, gesticulaba, reía y planeaba un nuevo enfrentamiento.

Se apearon del autobús en cuanto cruzó el puente, y tomaron la precaución de no pasar por delante de la comisaría. Daniel pensó incluso en comprar una bolsita en el Bloque Siete, pero muy pronto desistió cuando Marisol le recordó que sería arriesgado. La policía debía de estar en Los Apês buscando a Miúdo por lo de los seis asesinatos en el río. Marisol miró a su alrededor y se dio cuenta de que todo estaba desierto: ellos eran los únicos transeúntes en aquella madrugada. El temor se apoderó de todos.

—Miúdo mató a los tipos ayer, y hoy mismo, por la mañana, estaba de camello en el puesto del Siete, contentísimo… Cada vez que mata, camellea y distribuye marihuana gratis a todos los que conoce. A mí ya me tocó esa suerte, ¿sabéis? Me vio, se quedó mirándome un buen rato y después dijo: «¡A ver! Si compras una, te llevas dos; si compras dos, te llevas cuatro; si compras cuatro, te llevas ocho»… ¿Es posible que los puestos de Allá Arriba también sean suyos? Eso dijo él.

—¡Joder! De repente, ese tipo se ha hecho dueño de todo. ¿Cómo lo hace para dominar de esa forma? No es más que un retaco rechoncho y más feo que Picio. Peor que Pardalzinho…

—¿Quién es ese Pardalzinho?

—El tipo al que agujerearon a cuchilladas. Si los comparas, se parecen mucho; los dos son bajitos y gorditos, aunque Pardalzinho tiene mejor pinta, la verdad.

Así conversaron Daniel y Marisol después de despedirse de los demás compañeros.

El lunes, Thiago se despertó temprano y se preparó para su gimnasia diaria; como de costumbre, iría a la playa, donde daría unas brazadas y haría estiramientos y abdominales. Inició su recorrido a la hora que se había propuesto antes de conciliar el sueño, sueño que también había estado precedido de sentimientos de celos, rabia, inseguridad y planes para no perder a Adriana. Antes de llegar al primer puente de la Vía Once, decidió volver y seguir a su novia hasta la parada del autobús.

Ella iba por las calles contoneándose tanto, debido a la prisa por coger el autobús, que los hombres que se cruzaban en su camino le soltaban piropos y se daban la vuelta para observar sus nalgas, lo que irritaba a Thiago, que sintió la necesidad de apoderarse de aquel cuerpo tan admirado por todos. Muy cerca de la Praga Principal, la asustó al abrazarla por detrás. Sin demostrar celos, dijo que acababa de verla. La acompañó hasta la parada del autobús y, después de conversar sobre vaguedades, dijo que iría a recogerla al colegio, cosa que nunca había hecho. Ella, sin advertir los celos de Thiago, aceptó de buena gana, halagada por los miramientos que le prodigaba su novio. Le dio un beso cariñoso antes de subir al autobús.

El muchacho pensó en dar unas vueltas más por el Lote para cumplir con el tiempo que solía dedicar a correr, ya que sus celos le habían impedido ir hasta la playa. Pero ahora estaba más tranquilo; ella había aceptado sin pestañear; si tuviese un novio en el colé se habría puesto nerviosa y lo más seguro es que hubiese rechazado su propuesta. Corría afanoso por las calles del Lote, ahora pavimentado y con casas de clase media baja, pero que aún conservaba un gran número de árboles y terrenos baldíos para fumar un porro tranquilo. Se sentó en la rama más alta de un almendro y se lió un porro sin mucha prisa, pensando en los hombres que se volvían cuando pasaba su novia, en las miradas cargadas de deseo que Marisol había dirigido a Adriana dentro del autobús y en las posibles miradas que los profesores deslizaban hasta sus piernas. Seguramente era la chica más guapa del colegio; se planteó incluso la posibilidad de volver a estudiar y matricularse en el mismo colegio para no perderla de vista. Se fumó el porro entero y consiguió que su pensamiento se ralentizara y su mirada se volviera más contemplativa. Distinguió un nido en la rama de al lado y tuvo curiosidad por ver qué había dentro, pero, al incorporarse, se percató de que estaba a gran altura y decidió regresar a la posición anterior. Se sujetó con más firmeza al tronco del árbol y le dio miedo bajar. Ya había oído casos de amigos que tuvieron que quedarse en el árbol hasta que se les pasó el colocón del porro. Al cabo de un rato se relajó al sentir que se le habían pasado un poco los efectos de la maría, y se entregó a la contemplación de los rayos del sol que se colaban entre las hojas y de los pájaros que jugaban en las ramas. Todo se volvió más sosegado y bonito; las cosas siempre se vuelven más visibles cuando se fuma un canuto. ¡Cuánto tiempo hacía que no se fijaba en la felicidad de los gorriones ni en la belleza de la vida! La imagen del sol flotando en las ramas permanecería para siempre en su memoria. Canturreó una canción de Raúl Seixas, miró de nuevo hacia abajo y se agarró al tronco con la misma firmeza de antes; sería mejor bajar para acabar de una vez con aquella paranoia. Cuando comenzó el descenso, el miedo se apoderó de él nuevamente, pero enseguida se percató de que era fácil y de que el miedo no era más que una consecuencia del colocón. Caminó hasta su casa deseando que llegase pronto la hora de ir a buscar a Adriana al colegio.

Quiso salir de casa lo más guapo posible, así que se puso su mejor ropa, después de afeitarse los cuatro pelos de la barba, bañarse en perfume y embadurnarse la cara con la crema hidratante que usaba su madre. Llegó mucho antes de la hora a las proximidades del colegio de su novia. Entró en un bar, compró dos bombones y mató la espera tomándose un refresco sin despegar los ojos de la entrada del colegio. Salió del bar, dio la vuelta a la manzana y calculó el tiempo del recorrido. Tres vueltas más, y sería la hora de la salida. En su caminata, pateó las piedrecillas que encontraba a su paso, silbó varias canciones, pensó nuevamente en volver a estudiar, reparó en que las zapatillas estaban medio raídas y se metió las manos en los bolsillos. La próxima vez llegaría a la hora exacta.

Adriana, al verlo, caminó risueña en su dirección, le estampó un sonoro beso y le preguntó a qué hora había llegado. Thiago vaciló.

—Acabo de llegar —mintió.

—Mentira, te he visto andando de aquí para allá desde la clase. ¿Estás preocupado por algo?

—Llegué hace un rato, pero no estoy preocupado. ¡Te echaba
musho
de menos!

—¡«Musho» no, Thiago, «mucho»!

Thiago rodeó con el brazo a su novia antes de cruzar la calle y se detuvo en un bar a comprar cigarrillos. Pensó en caminar con ella sin agarrarla para ver si a algún gracioso se le ocurría entrar en ese juego de soltar besitos, cogerla del brazo y susurrarle cosas. Salió del bar con el cigarrillo ya encendido. Ahora caminaban separados y los hombres se volvían para lanzar miradas provocativas a su novia. Adriana se sentía incómoda si la asediaban de ese modo cuando iba con su novio, quien ya había fruncido el ceño, y lo agarró del brazo. Thiago no pudo contenerse y le dijo con cierta malicia:

—A ti te gusta que los hombres te miren, ¿no?

—Ah, vamos, no seas tonto…

—¡Si un hombre te mira, tú te contoneas más todavía!

—Basta ya de tonterías. ¿Has venido a buscarme para eso? Sabes que todos los hombres son así… ¿Me vas a decir que tú no miras a las chicas por la calle?

—Pues no, sólo tengo ojos para ti. No miro, no pienso, yo sólo te quiero a ti, sólo te quiero a ti… —dijo en tono cariñoso.

Pararon en una heladería antes de subir al autobús que los llevaría de vuelta a Ciudad de Dios. Adriana le había dicho que tenía un poco de prisa porque debía ir a casa de una amiga para hacer un trabajo de equipo para el colegio. Thiago la escuchó en silencio, pero por su pensamiento desfilaban sólo desconfianzas: se rascaba la nariz y se apoyaba ora en una pierna, ora en la otra, nervioso, sin que su novia viera en ello nada extraño. ¿No sería aquello una mentira para encontrarse con algún ligue, o incluso con Marisol? ¡Las mujeres mienten más que hablan!

—¿Dónde vive tu amiga? —preguntó sin mirarla a la cara.

—En la Freguesia —respondió ella de la misma forma.

Ya que sus planes de pasar la tarde con ella se habían ido al traste, Thiago se despidió de Adriana asegurándole que al día siguiente iría a recogerla al colegio. Pero en lugar de marcharse, se quedó apostado en la esquina rumiando la manera de encontrase con ella en el momento en que saliese por la puerta. La abordaría y se ofrecería para acompañarla a casa de su amiga, o le propondría que quedaran para ir al cine después de la tarea escolar; de esa forma comprobaría si su novia le estaba diciendo la verdad. Mientras seguía con atención los movimientos de la pelota con la que algunos niños jugaban en la pista deportiva del Ocio, Thiago no podía evitar sentirse traicionado y engañado, pese a que no tenía motivo alguno para ello. Además de querer a Adriana, ahora también la odiaba, y ese odio se extendía a los piropos de los hombres en la calle, a las miradas de deseo de Marisol, a un posible noviete rico de la Freguesia, al profesor, al conductor del autobús, a un salido cualquiera que viajase con ella todas las mañanas. ¡Ojalá pudiese ser un tipo normal al que no le importase que ella estuviera con otro, en lugar de verse devorado por los celos! En una ocasión, Busca-Pé le dijo en la playa que era mejor compartir un solomillo que comerse un bofe solo. ¡Qué estupidez! Ningún hombre acepta eso. Tal vez si la dejase embarazada, disminuirían las posibilidades de perderla; si encontrase una manera de estar con ella todo el tiempo, se quedaría más tranquilo.

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