Ciudad de Dios (48 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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—¡Fue Zé Miúdo, fue Zé Miúdo! —gritaba Antunes, su hermano mediano.

—¿Cómo…?

—Vino a buscarte, decía que te iba a matar. Cuando intentó entrar en casa, papá le dio una cuchillada y él respondió así —explicó su madre.

El nieto se aferró al cuerpo de su abuelo, le besó la cara y susurró algo en su oído. Lo sacudió con cuidado, con la esperanza de que don Manuel resucitara o de que no estuviera muerto; le tomó el pulso, se levantó, miró a su madre, apoyada en el regazo de su hermana, gruñó un monosílabo incomprensible y entró en la casa.

En el interior de la vivienda, un grupo de parroquianos de la Asamblea de Dios recitaba oraciones. Los ojos se le salían de las órbitas; no sabía si salir o quedarse en casa. El cuerpo ensangrentado de su abuelo estaba en el portón, sus hermanos menores recostados contra el muro. Fuera, cada vez se agolpaba más gente; una vieja colocó velas encendidas alrededor del cadáver y lo cubrió con una sábana blanca que enseguida se tiñó de sangre. La sangre del abuelo Nel. Su abuela decía a los familiares que Dios sabe lo que hace. El perro se había tumbado cerca del cadáver. En el interior de la casa, todavía había algunos platos encima de la mesa, con la comida sin acabar; el vaso de agua del abuelo estaba por la mitad. Deambuló por la casa, salió al patio, volvió dentro y fue hasta el portón. Repetía el trayecto con las manos en la cabeza; al principio, sus pasos eran lentos, después comenzó a acelerar el ritmo; aceleró y aceleró, hasta que corría ya por ese pequeño espacio; alguien intentó abrazarlo y él respondió con un empujón. Con las manos apretadas contra el pecho, corrió hacia el difunto y lanzó un prolongado grito, en realidad una mezcla de grito y aullido. Después se desvaneció.

Si las malas noticias corren como la pólvora, en la favela alcanzan la velocidad del rayo. Y no sólo corren, también se amplifican. Alrededor del mediodía, la violación ya estaba en boca de todos, pues siempre hay alguien, nunca se sabe quién, que ve y difunde. Las malas lenguas añadían por lo bajo que Miúdo también había violado a Bonito. Una persona que no conocía a Bonito, y que quería granjearse la amistad de Miúdo, fue a contarle al maleante que Bonito andaba diciendo a voz en grito que lo mataría. Todos respetaban a los amigos de Miúdo, pero lo más importante es que Miúdo los protegía. Por eso le prestaba ahora ese falso favor.

Miúdo, al oír el relato, se rió con su risa astuta, estridente y entrecortada. Mataría a Zé Bonito para que no le ocurriese lo mismo que a Pardalzinho. A las ocho en punto, golpeó con las manos el portón de Bonito. La madre salió y respondió que su hijo no estaba en casa.

—¡Dile que salga o entraré yo y lo mataré! —gritó con el arma amartillada.

El abuelo, al oír la amenaza, deslizó su mano hacia el cuchillo que estaba sobre la mesa y, con la boca llena y el cuchillo escondido, corrió hacia el portón e intentó dialogar con Miúdo.

—Si no sale, entraré yo y lo mataré —se limitó a repetir Miúdo.

El abuelo se consideraba el jefe de aquella familia, y por nada del mundo permitiría que nadie entrase en su casa por las buenas. Se alejó unos pasos y dijo a Miúdo que entrase. Cuando el maleante se acercó, el abuelo intentó asestarle una única cuchillada en el abdomen. Por reflejo, Miúdo se protegió con el brazo, donde el cuchillo penetró hasta la mitad. Casi en ese mismo instante, Miúdo le vació el cargador de su 9 milímetros en el pecho.

La auxiliar de enfermería a la que habían obligado a curar a Miúdo le dijo que sólo un médico podía decirle si volvería o no a mover la mano izquierda; la auxiliar lamentó el hecho de que no hubiese ido enseguida a consultar a un médico, pues tal vez, si se sometía a una operación, en poco tiempo podría articular el brazo normalmente.

El maleante afirmaba que prefería quedarse lisiado a correr el riesgo de que lo detuviesen en el hospital.

—Ve a una clínica particular —le decían.

—¡Todo es la misma mierda! ¡No, no iré!

En el velatorio, los pocos amigos que se acercaron a Zé Bonito le aconsejaron que, dada la peligrosidad de Miúdo, se marchara de la favela lo antes posible. Bonito respondió que no tenía adonde ir. Alguien le sugirió que se construyese de inmediato una chabola en el morro de Salgueiro, donde había nacido, porque su plan de hacer que lo despidiesen del trabajo tardaría demasiado y Miúdo tendría tiempo suficiente para hacer otra de las suyas. Tras el entierro, podría irse directo al morro, conseguir unas maderas, comprar planchas de zinc, levantar una pequeña chabola e instalar a la familia; después, ya buscaría la forma de comprar una casa. Y así quedó decidido: llevaría a la familia al morro de Salgueiro y la repartiría entre las casas de sus parientes, donde se quedarían hasta que él pudiese construir una chabola decente.

La familia aceptó la idea de ir a Salgueiro. Antes pasarían por casa para recoger los objetos de uso personal. Fueron en autoestop hasta la Praga Principal; intentaban ir siempre por las calles principales y evitar los callejones, lugares por donde anda la gente de mal vivir. Bonito fue el primero en entrar en el callejón de su casa y, por segunda vez, vio a algunas personas agolpadas frente a su portón. En esta ocasión, no había ningún cadáver y, aunque lo hubiese habido, no sería nadie de la familia; habían ido todos juntos al velatorio. Apretó el paso y, al acercarse, descubrió que toda la casa había sido agujereada por balas de los más variados calibres, los cristales de las ventanas estaban hechos añicos y habían acribillado a su perro.

—¿Me prestas tu pistola?

—¿Qué dices, chaval? ¡Olvídalo! Tú eres un buen muchacho, un tío simpático… Dentro de muy poco ese Miúdo morirá o lo encerrarán. Pasa un tiempo lejos de la favela…

—¿Me la prestas o no?

—Hermano, tú te llevas bien con los policías militares del batallón. Habla con ellos y verás como se ocupan de detener a ese male…

—¡Puede presentarse en mi casa en cualquier momento! ¡Ese tipo está loco! ¡No deja de perseguirme!… ¡Si salgo, intentará pillarme! No he hecho nada y está dispuesto a matarme. Tengo que defenderme… Si no quieres prestármela, dímelo, no tengo un segundo que perder. ¡Mi familia ya no sabe qué hacer!

—Pero escucha, chaval…

—No me la vas a prestar, ¿verdad? No te preocupes. Ya me buscaré la vida —dijo Bonito.

—Espera, espera… ¡Eres terrible! Está bien, te prestaré ese chisme, pero sólo para que te defiendas. Ten cuidado con lo que haces, ¿vale?

Bonito manipuló la pistola 45 con la habilidad que había adquirido mientras sirvió en la brigada de paracaidistas del ejército. La cargó, se metió dos cargadores en el bolsillo de la chaqueta y, dando las gracias a su amigo, se marchó. Las imágenes de la violación, del abuelo ensangrentado y de la casa acribillada a balazos se sucedieron en su mente mientras caminaba por la Rua do Meio.

Al ver el arma, sus amigos se preocuparon:

—¿Adónde vas?

—¡Voy a matar a ese cabrón!

—¡Hermano, no puedes ir allí solo! ¡Ese tío es un asesino! ¡Olvídalo! Tú no eres como ellos. Tienes buena facha, no te falta de nada, no te compliques la vida con esos canallas…

Bonito no les hizo caso. Su madre, a quien habían advertido que su hijo iba a cometer una locura, corrió tras él e intentó impedirle que siguiese adelante. Zé Bonito, obstinado, se libró de ella y continuó su camino. Recorrió toda la Rua do Meio, torció por la
quadra
Trece, siguió por la Rua dos Milagres, cruzó la Edgar Werneck, entró por dos callejuelas con paso apresurado y en la tercera disminuyó la marcha para sacarse el arma de la cintura; con la pistola en la mano, entró en el callejón que daba al Bloque Siete, donde solía estar Miúdo. Divisó a su enemigo, que estaba con tres de sus secuaces, apuntó el arma y disparó varias veces seguidas.

Miúdo se rió con su risa astuta, estridente y entrecortada, devolvió los tiros y buscó un lugar donde guarecerse. Dos de sus secuaces también respondieron a los disparos y corrieron detrás de Miúdo. El tercero intentó enfrentarse a tiros con el vengador y recibió un balazo en la frente.

Bonito se acercó al cadáver y le descerrajó tres tiros más en el pecho; acto seguido, apoyó el pie izquierdo sobre la cabeza, el derecho sobre el vientre y gritó:

—¡Éste es el primero! ¡Quien siga a ese hijoputa acabará igual!

Al oír a Bonito, Miúdo se quedó inmóvil durante unos segundos, dejó de reír y se deslizó sigilosamente entre los edificios. Bonito recargó el arma. Comenzó a correr. Descubrió a un maleante escondido detrás de un poste, fue hacia él y, sin piedad alguna, le disparó a la cabeza. Biscoitinho, Buizininha, Miúdo, Cabelinho Calmo e Israel aparecieron en la esquina de un edificio. Los maleantes, al verlo, retrocedieron y buscaron refugio. Bonito recorrió todos los rincones de la zona, hasta que desistió de su empeño.

Era la primera vez que alguien de la favela se atrevía a disparar a Miúdo, osaba matar a dos de sus secuaces y lo obligaba a esconderse. El resto del día, reinó el silencio en Los Apês.

—¡Escucha! Miúdo pasó por aquí hace un minuto acompañado de más de veinte maleantes… Todos llevaban el revólver en la mano. Le preguntó a tu camello cuánto estaba vendiendo tu puesto por día y juró que lo tomaría de nuevo… —mintió Nanana a su marido, Sandro Cenoura, y a dos amigos más.

La mentira de Nanana obedecía a un sexto sentido, pues estaba convencida de que, tarde o temprano, Miúdo intentaría quedarse con el puesto de su marido e inventó aquel cuento para que Cenoura estuviese alerta.

—¡Como venga a dárselas de listo, le volaré la tapa de los sesos! —afirmó Cenourinha.

—Zé Bonito les armó una buena, ¿no? —comentó Nanana.

La cuadrilla de Miúdo se dedicó a patrullar las callejuelas de Allá Arriba; disparaban al aire y Miúdo iba a la cabeza gritando —enfurecido y con sudor frío en la piel— que él mandaba allí. Zé Bonito, apostado en un tejado, sorprendió a la cuadrilla. Acertó a Buizininha de refilón, mató a otro compinche de Miúdo y se esfumó, ante la mirada atónita de los delincuentes, que rodearon la zona.

—¡Estás jodido, pijo! ¡Vas a morir! —gritaba Miúdo.

Zé Bonito surgió de nuevo de la nada frente a algunos de los maleantes, que se batieron en retirada cuando Bonito, sin el menor temor, comenzó a dispararles y a perseguirles. Al llegar a Los Apês, nuevamente se vieron sorprendidos por la presencia de Bonito en las inmediaciones del Bloque Siete. Sin mediar palabra, Bonito les disparó; atinó en la cabeza de otro de los secuaces de Miúdo y, una vez más, obligó a los demás a huir a la carrera.

Durante dos días no se produjo ningún tiroteo. Miúdo no daba crédito a lo que ocurría: aquel tipo tenía muchas más agallas de lo que se imaginaba. Se arrepintió amargamente de no haberlo liquidado el día de la violación y permaneció encerrado en su piso con Cabelinho Calmo y Madrugadão, consumiendo cocaína. El único tema de conversación era el nuevo enemigo.

Bonito se pasó esos dos días sin dormir, deambulando por los callejones de Allá Arriba. Mucha gente lo saludaba; las mujeres que no lo conocían, al oír hablar de su belleza y arrojo, se apostaban en las esquinas con la esperanza de verlo. Hacia las once de la mañana, Cenourinha se acercó al vengador; éste, en una esquina, explicaba con detalle los motivos de su indignación a un pequeño grupo.

—Quiero hablar contigo —le dijo Cenourinha.

Bonito asintió con la cabeza y Sandro Cenourinha continuó:

—Me llamo Sandro. Me he enterado de tu problema con ese cabrón, ¿vale? Ese tío no me gusta, ya hemos tenido varios encontronazos; así que, si necesitas munición, puedo darte; si necesitas armas, también tengo, y si quieres que te acompañe para matar a ese cabrón, voy sin dudarlo, ¿entiendes? ¡Con él es imposible dialogar! Hay que liquidarlo, a él y a toda su cuadrilla. Pero tenemos que andarnos con cuidado.

Aunque las palabras de Cenourinha sonaron extrañas a los oídos de Bonito, éste respondió:

—Acepto lo de las armas y las balas, pero prefiero ir solo.

—Hermano, sé que estás dispuesto a todo, pero él nunca da un paso solo, siempre le acompaña un montón de secuaces… Si quieres, nos metemos con uno de sus puestos de venta de droga… El de Tê, por ejemplo, que en realidad es de él, ¿me entiendes?

—No quiero saber nada de drogas. No soy un delincuente. Yo sólo quiero ajustarle las cuentas a él…

—¡Vale, vale, pero si insistes en enfrentarte a Miúdo tú solo, acabarás mal!

El pequeño grupo que rodeaba a Bonito, formado por maleantes perseguidos por Zé Miúdo y parientes de rufianes asesinados por él, seguía el diálogo sin perder ripio. Todos sabían que, antes o después, Cenourinha se aliaría con Bonito. Tal vez pudiesen ayudarlo a liquidar a Miúdo, pues motivos no les faltaban. Poco a poco comenzaron a intervenir en la conversación:

—Colega, un día desvalijé una casa enorme y conseguí un buen botín, ¿sabes? Pero tuve la mala suerte de toparme con él. Me lo quitó todo… El y Cabelinho Calmo —dijo Gaivota.

—El mató a mi hermano —se lamentó Ratoeira.

—Pues a mí me pilló un día, me llevó a Los Apês y me obligó a lavar los calzoncillos de toda la pandilla… Les ordenaba que se los quitasen para que yo los lavase —contó Jorge Piranha.

Bonito guardaba silencio.

—¡Vamos a por ellos, chaval! ¡Vamos a por ellos! —insistía Sandro.

—Un día estábamos jugando a las cartas en una esquina, ¿sabes? Miúdo interrumpió el juego, se llevó todo el dinero, nos pegó a todos y se fue riendo —dijo Ratoeira.

—Si lo piensas bien, ninguno de esos canallas vale un pimiento. Sólo obedecen las órdenes de Miúdo para evitarse problemas. Son todos unos pringaos… ¡Yo tengo diez armas! —afirmó Cenourinha.

—¿Tienes pistolas? —preguntó Bonito.

—No, pero puedo conseguirlas.

—Podemos robar una armería…

—¡Yo no soy un delincuente! ¡No quiero robar nada! —atajó Bonito.

—Hermano, no eras un delincuente, pero ahora sí lo eres, y tu enemigo no se quedará tranquilo hasta que no te mate. Violó a tu novia, mató a tu abuelo, destrozó tu casa y tú ya te has cargado a cuatro, ¿no? Si no eres un delincuente, píratelas y llévate a tu familia lejos de aquí; de lo contrario, él matará a todo el mundo —dijo Sandro con voz alterada, y después hizo amago de marcharse.

—Espera, espera. Estoy dispuesto a matarlo, pero no quiero acompañar a nadie a robar, ni a atracar, ni a tomar ningún puesto de droga.

—De acuerdo; si así lo quieres, no se hable más; pero el puesto es mío y mío seguirá siéndolo, ¿estamos? —afirmó Cenourinha y miró a todos los demás.

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