Le costó un gran esfuerzo abandonar su costumbre de salir en busca de Ana Flamengo; varias fueron las ocasiones en que detuvo el coche cerca de la zona de puterío para observar a la que amaba de verdad, pero acababa regresando a su casa para ofuscarse con el sexo que se había obligado a mantener con su esposa. Por un tiempo, la armonía reinó en su hogar y daba la impresión de que su problema se había solucionado; pero, con el paso de los días, retornaba la rutina: tener que entrar en aquella vagina marchita, con la vulva llena de pelos, le causaba asco. La vulva de su mujer era fea y deforme; le costaba cada vez más empalmarse ante aquella abertura roja, con aquellos labios que parecían trozos de carne echada a perder. Pero lo peor era cuando Fabiana le pedía que se lo chupara, pues poner la boca en aquella raja viscosa le producía arcadas; poco a poco, su deseo del coito anal fue incrementándose, pero su mujer siempre se negaba, lo que provocó un paulatino aumento de su depresión y de su añoranza de Ana Flamengo. ¡Aquellas grandes nalgas afeitadas, ese culito juguetón, todo ese morbo le daba placer, mucho placer!…
Un buen día, Guimaraesão, como lo llamaba Ana Flamengo, fue a buscarla a las tantas de la noche completamente embriagado. Surgió de la nada frente a ella, la abrazó y le plantó un beso ardoroso en los labios; no tuvo necesidad de decirle que viviría con ella para siempre. Ese mismo día se plantó en su casa, despertó a Fabiana y, sin ningún pudor, le contó toda la verdad.
Después de muchas peleas, insultos y amenazas, Miúdo perdió a su novia. Los padres de la muchacha acabaron ganando. Se las arreglaron para alquilar una casa en un barrio alejado para salvaguardar el destino de la mujer por la que Miúdo había sentido la mayor pasión de su vida. Había sido la única chica honesta que se había acercado a él por propia voluntad; las demás no eran más que busconas que sólo salían con malhechores. Miúdo miraba a las mujeres con desprecio y pasó mucho tiempo sin tener relaciones con prostitutas.
A Miúdo le atraían las mujeres de buena familia que trabajaban y estudiaban, y detestaba a las que salían de noche, robaban y pasaban el fin de semana metidas en el bar. Pero el problema de Miúdo radicaba en que, además de maleante, era feo: bajo, rechoncho, cuellicorto y cabezón. Ni el coche nuevo que había comprado, ni las cadenas de oro que llevaba puestas, ni la ropa de marca que se ponía le sirvieron de mucho: las mujeres ni lo miraban. Miúdo roía en silencio su sufrimiento y se desahogaba timando a los delincuentes inexpertos y violando a las mujeres que le apetecía.
Pardalzinho había muerto hacía más de un año. Siempre que podía, Miúdo liquidaba a alguien de Allá Arriba para vengar la muerte de su amigo. Si ya por aquel entonces no le gustaba demasiado la gente de Allá Arriba, comenzó a detestarla profundamente cuando Pardalzinho murió. Estaba convencido de que todos eran compañeros de Butucatu. Cuando se enteraba de que alguno de esa zona robaba en la favela, lo cogía y lo obligaba a lavar platos o ropa, y a limpiar su casa o la de algún amigo suyo; a veces los mataba o los golpeaba con cadenas. Decía a los cuatro vientos que era un justiciero.
Intentó averiguar quién tenía teléfono en el vecindario para dar de hostias al desgraciado que había llamado a la pasma cuando su cuadrilla rodeó la casa de Ferrete, un policía militar, en la que se había escondido Butucatu después de matar a Pardalzinho. Cuando estaban a punto de irrumpir en la casa del polimili para matar a Butucatu, llegaron tres coches patrulla y tuvieron que salir por piernas.
A instancias de la familia de Pardalzinho, Miúdo consintió en que Ferrete siguiese viviendo en Allá Arriba, aunque se juró a sí mismo que lo mandaría al quinto infierno en cuanto se cruzase con él.
Un domingo, salió a dar una vuelta por Allá Arriba con Camundongo Russo, Biscoitinho y Buizininha. Les engañó diciéndoles que el parroquiano de un bar había asegurado haber visto a Panga en la favela durante dos días seguidos. Su verdadero objetivo era encontrar a una mujer que lo tenía fascinado. Aquella rubia de ojos verdes, nalgas torneadas, senos pequeños, pelo largo y cara bonita, nunca lo había mirado, ni siquiera el día en que, con disimulo, Miúdo la siguió a través de las callejuelas mientras se deleitaba contemplando su cuerpo e imaginándose agarrado a ella y exhibiéndose.
Deambuló por Allá Arriba con sus amigos: ni rastro de la rubia. Decidió tomarse unas cervezas en la taberna de Noel, donde se quedó hasta las diez. Fumó marihuana, bebió cerveza y güisqui y comió torreznos con cuscús como tentempié. Hacía rato que Camundongo Russo y Buizininha se habían ido al baile y sólo se había quedado con él Biscoitinho.
Este le propuso a Miúdo volver por la calle de Enfrente, asegurándole que a aquella hora no había policías; así acortarían. Miúdo se negó, quería encontrar a la rubia. ¿Quién sabe? Tal vez si ella lo viera, se enamoraría. No le costaba nada soñar con esa posibilidad. Tenía la certeza de que quien no arriesga no gana.
La Rua do Meio estaba desierta, con la excepción de un joven alto que se hallaba apostado en la esquina del Bonfim. No tenía aspecto de maleante, así que Miúdo se colocó el arma en la cintura y ordenó a Biscoitinho que hiciera lo mismo. Si por casualidad se topaba con la rubia, así daría la impresión de ser una persona normal.
Pasó cerca del muchacho: era un negro alto, de porte atlético, pelo rizado y ojos azules. La belleza del joven, que acentuaba más su propia fealdad, lo enfureció, pero no lo manifestó delante de su amigo y continuó avanzando cabizbajo unos metros más. Entonces levantó la cabeza y divisó a la rubia, toda vestida de negro, que avanzaba hacia él.
—¡Guapa! —le soltó con voz suave.
—¡Que te zurzan!
La rubia, sin mirar atrás, fue al encuentro del joven de la esquina, lo abrazó y lo besó. Biscoitinho se asustó cuando vio la expresión de su compañero: éste, inmóvil y sin pestañear, observaba cómo la rubia se alejaba con el muchacho. Miúdo salió disparado detrás de la pareja; Biscoitinho, sin entender bien lo que ocurría, acompañó a su amigo. Miúdo saltó sobre la pareja, redujo a los dos y los llevó a un lugar solitario. Biscoitinho golpeó al hombre en el cuello, mientras Miúdo rasgaba la ropa de la mujer.
El muchacho intentó defenderse. Miúdo le disparó en el pie, apenas un rasguño, y le aseguró que, si tenía que disparar de nuevo, le daría en plena cabeza.
Luego, mientras su compañero se desnudaba, Biscoitinho colocó el cañón de su 765 en la cabeza del muchacho. Miúdo ordenó a la mujer que se tumbase, le abrió las piernas e intentó penetrarla. En ese momento, la mujer le soltó un guantazo en la cara. Su gesto le acarreó varias bofetadas. Miúdo se levantó y se escupió en el capullo del pene: no había manera de que la vagina de la rubia se lubricara. La arrastró por el brazo, le ordenó que se arrimase al muro y se colocara de espaldas a él; levantó su pierna izquierda y ahora sí, con dificultad, la penetró en el coño por detrás, despacito. El muchacho intentó defenderse nuevamente y recibió un culatazo. La mujer, desesperada, le rogó a su novio que se quedase quieto.
—Muévete, muévete… Menéate bien…
Llorando, la chica movió las caderas. El novio cerró los ojos. Cansado de aquella posición, el violador obligó a la rubia a tumbarse en el suelo, se echó encima de ella y la penetró salvajemente. De vez en cuando dejaba de embestirla para no correrse; le chupó con violencia los senos, los labios, la lengua, y le ordenó que se pusiese a cuatro patas. Se colocó delante de ella y le ordenó:
—¡Chupa, chupa!
Inmediatamente después volvió a colocarse detrás de la rubia y le dio por culo.
Miúdo suspiró de felicidad. Se sentía satisfecho, no sólo por haber poseído a la rubia, sino también por haber hecho sufrir al muchacho. Era su venganza por ser feo, bajito y rechoncho. Después de correrse, contempló al novio de la rubia; por un momento pensó matarlo, pero, si lo hacía, acabaría con el sufrimiento del muchacho y eso era una estupidez. Movido por un impulso, se volvió hacia la rubia, le plantó un beso, se vistió y se marchó.
La pareja golpeó en el portón de la primera vivienda que encontraron. Por suerte, la casa resultó ser de un conocido del muchacho, aunque hasta ese momento ignoraba que viviera allí. Avergonzado, el novio le contó lo sucedido a su amigo, que buscó ropa para la rubia y medicinas para curar las heridas, y les ofreció una taza de café caliente.
Después de dejar a su novia en casa, el muchacho se dedicó a deambular por las calles con los ojos fijos en el suelo, haciendo tiempo para que sus familiares se durmiesen.
José trabajaba como cobrador de autobús, daba clases de kárate en el Decimoctavo Batallón de la policía militar, estaba a punto de terminar la secundaria en un colegio estatal de la Praga Seca y jugaba al fútbol todos los sábados por la tarde, el único rato de la semana en que estaba con gente de su edad, pues no era de los que andan de parranda con los amigos. Prefería la soledad, no le gustaban los líos. En la favela lo consideraban un chaval muy guapo, vivía rodeado de chicas y hasta le llamaban Zé Bonito.
Giró la llave de la puerta muy despacio y cruzó la sala de puntillas para no despertar a sus hermanos menores, que dormían allí. Tenía sed. Fue hasta el grifo del cuarto de baño, acercó la boca al extremo del grifo y lo abrió.
—¿Eres tú, cariño? —preguntó su madre para cerciorarse de que su hijo había vuelto y poder, así, dormir tranquila.
—Sí, mamá.
El intenso dolor que sentía en la nuca le impidió acostarse boca arriba, como era su costumbre, y quedarse mirando al techo. Fue incapaz de cerrar los ojos. Notaba reavivarse el odio y la vergüenza que había sentido mientras deambulaba por las calles. No podía apartar de su mente la imagen del pene de Miúdo entrando y saliendo en la vagina de su amada, la mujer elegida para ser su esposa, a la que tanto deseaba; por ella había postergado hasta que estuvieran casados el momento de hacer el amor. Aquel infame había desflorado a su novia como una retroexcavadora. Las imágenes de lo sucedido se agolpaban en su mente: su chica debatiéndose para librarse del violador, los bofetones que éste le propinaba en la cara, los golpes en la espalda para hacerla callar, el hilillo de sangre que salía de la vagina…
Cambió de lado; estaba temblando. ¿Cómo es posible que un hombre haga semejante cosa? Y para colmo, hacérselo a él, que era incapaz de la menor crueldad, que nunca buscaba camorra y nunca había hecho daño a nadie. Creyó que la cabeza le iba a estallar. Se arrepentía de haberle contado a su amigo lo de la violación y confiaba en que no se lo dijera a nadie. Quería mantener el secreto hasta que pudiera vengarse de aquel gusano. Si tuviese dinero, se iría de allí al día siguiente. Cada vez que la escena regresaba a su mente, lo acometían unas ganas terribles de llorar; sin embargo, conseguía controlarse y únicamente se limitaba a contraer los músculos. Le hervía la sangre. Sintió la necesidad de levantarse para ir a buscar una pistola y liquidar a Zé Miúdo.
Maldecía cuando se ponía el zapato en el pie equivocado, porque eso significa que la madre morirá. Tomó hierba de la fortuna con leche para curarse la gripe, se pasó Vick Vaporub en el pecho para aliviar la tos; a su padre le gustaba Marlene y a la madre Emilinha Borba; vio
Bonanza
en el televisor del vecino, escuchó
Jerónimo, el héroe del sertón
en la radio; jugó a la pídola, fue correveidile en los juegos de niños mayores, perteneció al grupo juvenil de la parroquia, hizo volar cometas, jugó a las canicas, trabajó como mozo de carga en el mercado, escuchó historias de aparecidos; cada vez que se le caía una muela, elegía un tejado y lanzaba el diente diciendo: «Ana Peana, llévate esta muela mala y dame una sana». Tomó Calcigenol y Biotónico Fontôura, coleccionó cochecitos, tuvo álbumes de cromos de equipos de fútbol, su madre le compró una enciclopedia de tres al cuarto a un vendedor callejero, le gustaban las historias de
National Kid
, vio
Roberto Carlos en ritmo de aventura
y, todos los Viernes Santos, la vida de Jesucristo. Jugó en el equipo de fútbol infantil de Alfredo, fue a la farmacia y a la panadería cuando se lo pedían los vecinos sin aceptar propinas, como siempre le había recomendado su padre. Para ayudar en casa, sacó arena del río, vendió pan y polos. Fue el mejor alumno en la escuela primaria y en la secundaria; siempre fue el más guapo en cualquier lugar en el que estuviese y todas las mujeres que conoció deseaban sus ojos azules, su pelo rizado y su piel negra. Cuando comía mango no bebía leche, porque eso sentaba mal; en su casa no se tapaba con la manta puesta al revés para evitar pesadillas; puso los zapatos en la ventana esperando a Papá Noel; bailó en las fiestas de junio; corrió detrás de la pelota; cogió dulces de san Cosme y san Damián; jugó a las visitas: ¿me puedo sentar?, permiso…
Se despertó temprano, todavía dolorido, y se marchó a trabajar sin tomar café. Al percatarse de que pasaría cerca del lugar de la violación, se desvió por una callejuela.
Comenzó su trabajo callado, pero a nadie le extrañó su silencio, porque él ya era así. Tampoco les extrañó la venda que llevaba en la nuca, porque de vez en cuando aparecía con alguna herida como consecuencia de sus sesiones de kárate.
Quería quedarse allí, en aquella silla de cobrador, para siempre, quería que la vida se redujese a ese entrar y salir de la gente, a aquel vaivén del autobús, a los niños que armaban jaleo, a las mujeres que fijaban la mirada en su rostro, a los embotellamientos. Cada rubia que subía al vehículo le recordaba a su novia. No quería volver a verla. ¿Cómo podría volver a mirarla a la cara? ¿Qué clase de hombre era él que no había sido capaz de librarla de aquel bárbaro? Si por casualidad se la encontrase, ¿qué le diría? Sentía vergüenza, mucha vergüenza.
Fue directo al colegio al terminar su jornada de trabajo. Asistió a las cinco clases sin tomar apuntes, no bajó al patio a la hora del recreo y fue el último en salir del colegio. ¡Ojalá pudiese quedarse a dormir allí!
Cogió el autobús de vuelta a casa. Si tuviese dinero, se largaría… Cuando se bajó en la Praga Principal, todo lo que le rodeaba le daba asco. Huraño, se dirigió hacia su casa por los lugares más apartados para no encontrarse con nadie. A cada paso que daba, iba meditando la manera de irse de allí con su familia. Tal vez si los echaban del trabajo, a él, a su hermano y a su hermana, con el dinero de las indemnizaciones podrían dar una entrada para una casa, aunque fuera en la Baixada Fluminense. Se lo propondría a su familia, valiéndose de una excusa cualquiera para convencerlos. Sus pasos ahora eran más firmes. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Tenía tres años de antigüedad en la empresa, y sus hermanos más o menos lo mismo. Cruzó casi al final de la Rua do Meio, entró en una callejuela y, al doblar por el callejón de su casa, vio a un puñado de personas alrededor de un cadáver. Corrió. Era su abuelo, acribillado a balazos.