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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Ciudad (21 page)

BOOK: Ciudad
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—Adelante, amigo. Adelante.

Ebenezer no se movió.

Webster chasqueó los dedos.

—No te haré daño. Acércate. ¿Dónde están los otros?

Ebenezer trató de levantarse, trató de arrastrarse por el piso, pero tenía los huesos como de goma, y en vez de sangre, agua. Y el hombre estaba acercándose, a grandes pasos.

Vio cómo se inclinaba hacia él, sintió unas manos fuertes bajo su cuerpo, comprendió que lo levantaban. Y el aroma que había sentido desde la puerta —el aroma todopoderoso y divino— era más fuerte aún.

Las manos lo apretaron contra el curioso tejido artificial que el hombre llevaba en vez de piel, y una voz le cantó. No eran palabras, pero tranquilizaban.

—Así que has venido a verme —dijo luego Jon Webster—. Te escapaste y has venido a verme.

Ebenezer afirmó débilmente con la cabeza.

—No está enfadado, ¿no? No se lo va a decir a Jenkins.

Webster sacudió la cabeza.

—No, no se lo diré a Jenkins.

Se sentó, y Ebenezer se tumbó en su regazo, mirándole la cara, una cara de líneas fuertes que el resplandor de las llamas hacía más profundas.

La mano de Webster se alzó y frotó la cabeza de Ebenezer, y Ebenezer se estremeció de felicidad perruna.

—Es como volver al hogar —dijo Webster, que no le hablaba al perro—. Es como haber estado lejos, mucho, mucho tiempo, y luego volver al hogar. Ha pasado tanto tiempo que apenas se lo reconoce. Ya no se acuerda uno de los muebles, ni de los dibujos del suelo. Pero uno siente que es un sitio familiar y se alegra de haber vuelto.

—Me gusta estar aquí —dijo Ebenezer, refiriéndose al regazo de Webster; pero el hombre no lo entendió.

—Claro, es natural —dijo—. La casa es tan tuya como mía. Es más tuya, en realidad, pues te quedaste aquí y la cuidaste, y en cambio yo la había olvidado —acarició la cabeza de Ebenezer y le tiró de las orejas—. ¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Ebenezer.

—¿Y qué haces tú, Ebenezer?

—Escucho.

—¿Escuchas?

—Sí, ése es mi trabajo. Escucho a los duendes.

—¿Y los oyes?

—A veces. No sirvo mucho para eso. Me distraigo pensando en los conejos y no presto atención.

—¿Y qué hacen los duendes?

—Muchas cosas. A veces se pasean, y otras tropiezan unos con otros. Y de vez en cuando hablan. Pero casi siempre piensan.

—Óyeme, Ebenezer, no sé cómo ubicar a esos duendes.

—No viven en ninguna parte. Por lo menos no en esta tierra.

—No entiendo.

—Es como el interior de una casa muy grande —dijo Ebenezer—, con muchos cuartos. Y puertas entre los cuartos. Y si uno está en un cuarto, puede oír lo que pasa en los otros, pero no entrar en ellos.

—Cómo no vas a poder —dijo Webster—. Basta con que abras la puerta.

—Pero no se puede abrir la puerta —dijo Ebenezer—. Ni siquiera se sabe dónde está. Se piensa que el cuarto donde uno se halla es el único cuarto de la casa, y aunque se sepa dónde está la puerta, no se la puede abrir.

—Estás hablando de dimensiones.

Ebenezer frunció el entrecejo, preocupado.

—No conozco esa palabra, dimensiones. He repetido lo que nos dice Jenkins. Nos dice que no es realmente una casa, y que no hay realmente cuartos, y que las cosas que oímos no son quizá como nosotros.

Jon asintió con un movimiento de cabeza. Así había que hacerlo. Había que facilitarles el camino. Ir despacio. No confundirlos con palabras difíciles. Darles primero la idea, y luego la terminología más científica y exacta. Además había que inventar términos nuevos. Por ahora serviría esa palabra: duendes, las cosas del otro lado de la pared que uno oye y no puede identificar: los ocupantes del cuarto de al lado.

Duendes.

Te llevarán los duendes si no prestas atención.

Así dirían los hombres. No entiendes nada. No ves nada. No experimentas nada. Muy bien, no está ahí. No existe. Es un fantasma, un aparecido, un duende.

Te llevarán los duendes si…

Es más simple así, más cómodo. ¿Miedo? Naturalmente, pero a la luz uno se olvida. Y no te acosa, ni te persigue. Conviértelo en una idea difícil, y desearás no pensar más. Conviértelo en un fantasma, un duende, y te pondrás a reír… a la luz del día.

Una lengua caliente y húmeda acarició la mejilla de Webster, y Ebenezer se retorció de placer.

—Me gusta usted —dijo Ebenezer—. Jenkins nunca me tiene así. Nadie me ha tenido así, nunca.

—Jenkins tiene mucho trabajo —dijo Webster.

—Ya lo sé —convino Ebenezer—. Escribe cosas en un cuaderno. Cosas que oímos los perros cuando escuchamos a los duendes, y cosas que debemos hacer.

—¿Has oído hablar de los Webster? —preguntó el hombre.

—Claro. Los conocemos muy bien. Usted es un Webster. Creíamos que no había más Webster.

—Sí, hay más —dijo Webster—. Ha habido uno aquí todo el tiempo. Jenkins es un Webster.

—Nunca nos lo dijo.

—No ha querido.

El fuego había disminuido, y la habitación estaba ahora en sombras. Las llamas se reflejaban débilmente en los muros y el techo.

Y había otra cosa. Unos suaves susurros, unos suaves murmullos, como si las mismas paredes estuviesen hablando. Una casa muy vieja con viejos recuerdos y mucha vida almacenada en sus paredes. Dos mil años de vida. Había sido construida para durar y había durado. Había sido construida para ser un hogar, y lo era aún: un sitio sólido que lo abrazaba a uno y lo apretaba cálida, posesivamente.

Webster oyó en el interior de su cabeza unas pisadas, unas pisadas que venían de muy lejos, pisadas que habían sido silenciadas para siempre siglos atrás. Las pisadas de los Webster. De los que le habían precedido, los que Jenkins había atendido el día de su cumpleaños, y el día de su muerte.

Historia. Había historia aquí. Historia que se agitaba en las cortinas, y que se arrastraba por el suelo y se acurrucaba en los rincones, y observaba desde los muros. Historia viva que un hombre podía sentir en los huesos y en las espaldas. El impacto de ojos muertos hacía mucho y que volvían de la noche.

Otro Webster, ¿eh? No nos gusta mucho. Un inútil. La decadencia de la sangre. No éramos así en nuestros días. Y éste es el último.

Jon Webster se agitó.

—No, no el último —dijo—. Tengo un hijo.

Bueno, eso casi ni importa. Dice que tiene un hijo. Pero no puede llegar a mucho.

Webster se puso de pie. Ebenezer cayó al suelo.

—No es cierto —exclamó Webster—. Mi hijo…

Y volvió a sentarse.

Su hijo en los bosques, con arco y flechas, jugaba, se divertía.

Un entretenimiento. Sara lo había dicho antes de subir a la colina para soñar durante doscientos años.

Un entretenimiento. No un trabajo. No un modo de vivir. No una necesidad.

Un entretenimiento.

Algo artificial. Algo que no tenía principio ni fin. Algo que podía abandonarse en cualquier momento, sin que nadie se diese cuenta.

Como preparar recetas de bebidas.

Como pintar cuadros para nadie.

Como pasearse con una tropa de robots y rogar a la gente que permita que le remodelen la casa.

Como escribir una historia que no le interesaba a nadie.

Como jugar a los indios, o a los hombres prehistóricos, o al colonizador con arcos y flechas.

Como soñar durante doscientos años para huir de una vida monótona y sin sueños.

El hombre sentado en la silla miraba la nada que se extendía ante sus ojos, la nada terrible y horrorosa que era el futuro.

Distraído, juntó las manos, y con el pulgar derecho comenzó a frotarse el dorso de la mano izquierda.

Ebenezer salió de las sombras matizadas por la luz del fuego, puso las patas en las rodillas del hombre y lo miró a la cara.

—¿Se lastimó la mano?

—¿Eh?

—¿Se lastimó la mano? Se la frota.

Webster rió brevemente.

—No. Son las verrugas.

Se las mostró al perro.

—¡Zas! ¡Verrugas! —le dijo Ebenezer—. No las quiere, ¿no es cierto?

—No —Webster titubeó—. No. Creo que no. Nunca me decidí a quitármelas.

Ebenezer pasó el hocico por el dorso de la mano de Webster.

—Ya está —anunció triunfalmente.

—¿Ya está qué?

—Mire las verrugas —invitó Ebenezer.

Un leño cayó en el fuego y Webster alzó la mano mirándosela a la luz.

Las verrugas habían desaparecido. La piel era lisa y suave.

Jenkins, de pie en la oscuridad, escuchaba el silencio, el suave y adormilado silencio que abandonaba la casa a las sombras, las pisadas olvidadas, las frases pronunciadas hacía ya mucho tiempo, las lenguas que murmuraban en las paredes y susurraban en las cortinas.

Con sólo quererlo, la noche hubiese sido semejante al día. Habría bastado con ajustar los lentes, pero el viejo robot no alteró sus ojos. Lo prefería así. Ésta era la hora de la meditación, del tiempo atesorado, cuando el presente se desvanecía y el pasado volvía a animarse.

Los otros dormían, pero Jenkins no. Pues los robots nunca dormían. Dos mil años de conciencia. Veinte siglos ininterrumpidos sin un solo momento de distracción.

Mucho tiempo, pensó Jenkins. Mucho tiempo aun para un robot. Pues cuando el hombre se fue a Júpiter la mayoría de los viejos robots fueron destruidos, fueron enviados a la muerte en beneficio de los modelos más nuevos. Los modelos más nuevos, más parecidos al hombre, de superficie más lisa, y más livianos, con un mejor lenguaje, y respuestas más rápidas.

Pero Jenkins había seguido funcionando, pues era un sirviente viejo y fiel, y la casa de los Webster no hubiese sido un hogar sin su presencia.

—Me querían —se dijo Jenkins. Y esas dos palabras lo calmaron profundamente. Era aquél un mundo donde había poca calma, un mundo donde un sirviente se había convertido en señor, y deseaba ser sirviente otra vez.

De pie, junto a la ventana, miró al otro lado del patio los grupos de robles, oscurecidos por la noche, que ocupaban la falda de la colina. Oscuridad. No había luces. En otro tiempo siempre había alguna luz. Ventanas que brillaban como faros amistosos en las tierras que se extendían más allá del río.

Pero el hombre se había ido, y no había más luces. Los robots no las necesitaban, pues podían ver en la oscuridad, como Jenkins ahora si lo hubiese deseado. Y los castillos de los mutantes eran tan oscuros de noche como temibles durante el día.

Ahora el hombre había vuelto. Un hombre. Había vuelto, pero probablemente se iría otra vez. Había dormido unas pocas noches en el dormitorio principal del segundo piso, y pronto volvería a Ginebra. Había paseado por las viejas y olvidadas hectáreas del otro lado del río y había rumiado los libros que cubrían las paredes del estudio. Y pronto volvería a irse.

Jenkins dio media vuelta. Tengo que ver cómo está. Tengo que averiguar si necesita algo. Quizá quiera una bebida, aunque temo que el whisky esté estropeado. Mil años son muchos para una botella de whisky.

El robot cruzó la habitación y una cálida paz descendió sobre él, la paz íntima de los viejos tiempos, cuando corría, feliz como un cachorro, a cumplir con sus deberes.

Mientras iba hacia la escalera canturreó, en una clave menor, una canción.

Miraría, y si Jon Webster estaba dormido, se iría en seguida, pero si no lo estaba, preguntaría entonces: «¿Está cómodo, señor? ¿Desea algo? ¿Un chocolate caliente, quizá?».

Jenkins subió los escalones de dos en dos.

Estaba trabajando otra vez para los Webster.

Jon Webster se había metido en la cama, con las almohadas apiladas en la cabecera. La cama era dura e incómoda, y el cuarto poco ventilado y sofocante, muy distinto de su dormitorio de la ciudad. Allí uno se acostaba en la orilla cubierta de hierbas de un arroyo susurrante, y veía las estrellas artificiales que brillaban en el cielo artificial. Y respiraba el aroma artificial de las lilas artificiales, flores de vida más larga que la del hombre. Aquí no murmuraba ninguna cascada oculta, ni brillaban las luciérnagas: sólo una cama y un cuarto funcionales.

Webster puso las manos abiertas sobre sus piernas, cubiertas por la manta, y flexionó los dedos, meditando.

Ebenezer había rozado apenas las verrugas, y éstas habían desaparecido. Y no había sido casualidad, sino algo intencional. No había sido un milagro, sino obra de un poder consciente. Pues los milagros a veces no se producen, y Ebenezer no había dudado un momento.

Un poder, quizá, que provenía del «cuarto de al lado». Un poder que había sido robado a los «duendes».

Imposición de las manos, poder de curación que no implicaba drogas, ni operaciones quirúrgicas, sino un cierto conocimiento, un conocimiento muy especial.

En las edades oscuras algunos hombres habían afirmado que podían curar las verrugas, comprándolas por unas monedas o cambiándolas por alguna otra cosa. O recitando fórmulas mágicas. Y a su debido tiempo, a veces, las verrugas desaparecían.

¿Estos hombres habían escuchado también a los duendes?

La puerta crujió un poco y Webster se incorporó con rapidez.

Una voz surgió de la oscuridad.

—¿Está usted cómodo, señor? ¿Desea algo?

—¿Jenkins? —dijo Webster.

—Sí, señor —respondió Jenkins.

La forma oscura entró silenciosamente.

—Sí, deseo algo —dijo Webster—. Hablar contigo —miró la figura negra y metálica que se alzaba a un lado de la cama—. Acerca de los perros —añadió.

—Trabajan tanto —dijo Jenkins—. Y les resulta difícil. Pues verá usted, no tienen a nadie. Ni un alma.

—Te tienen a ti.

Jenkins sacudió la cabeza.

—Pero yo no basto. Soy sólo… bueno, una especie de mentor. Y ellos necesitan hombres. La necesidad de hombres no ha cambiado en ellos. Durante miles de años hombres y perros vivieron juntos protegiéndose contra enemigos comunes. El perro vigilaba mientras el hombre dormía, y el hombre dividía su último trozo de pan, quedándose con hambre, para que el perro comiese.

Webster movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, supongo que era así.

—Hablan del hombre todas las noches —dijo Jenkins—, antes de irse a la cama. Se reúnen, y uno de los más viejos cuenta alguna historia que ha pasado de boca en boca. Y los perros escuchan inmóviles con curiosidad y esperanza.

—¿Pero adónde van? ¿Qué quieren? ¿Cuáles son sus proyectos?

—Conozco uno —dijo Jenkins—. Al menos lo que puede ser la débil chispa de un mañana. Son psíquicos. Siempre lo han sido. No tienen talento para la mecánica, lo que es comprensible, pues carecen de manos. Así como los hombres fueron a la conquista de los metales, los perros irán a la conquista de los fantasmas.

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