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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Ciudad (30 page)

BOOK: Ciudad
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Escuchó, acostado, esos golpes, y la palabra se convirtió en dos palabras…

—Jon Webster. . . Jon Webster. . .

Una y otra vez, una, una y otra vez. Dos palabras que le golpeaban el cerebro.

—Jon Webster. Jon Webster.

—Sí —dijo el cerebro de Webster, y las palabras dejaron de oírse.

Silencio, y las nieblas del olvido. Y la picazón de los recuerdos que comenzaban a volver. Uno a uno.

Había una ciudad, y el nombre de la ciudad era Ginebra.

Unos hombres vivían en la ciudad, pero sus vidas no tenían sentido.

Los perros vivían fuera de la ciudad… en todo el mundo, fuera de la ciudad. La vida de los perros tenía sentido. Los perros alimentaban un sueño.

Sara había subido por la colina en busca de un siglo de sueños.

Y yo… yo, pensó Jon Webster, subí por la colina en busca de eternidad. Y esto no es la eternidad.

—Soy Jenkins, Jon Webster.

—Sí, Jenkins —dijo Jon Webster, y sin embargo no lo dijo, no con los labios, la garganta y el pecho, pues sentía el fluido que envolvía su cuerpo. El fluido que lo alimentaba e impedía que se deshidratara. Un fluido que le sellaba los labios, los ojos, y los oídos.

—Sí, Jenkins —dijo Webster mentalmente—. Te recuerdo. Te recuerdo ahora. Estuviste con la familia desde un principio. Nos ayudaste a educar a los perros. Seguiste con ellos cuando la familia ya no existía.

—Sigo todavía con ellos —dijo Jenkins.

—Busqué la eternidad —dijo Webster—. Cerré la ciudad y busqué la eternidad.

—Nos preguntamos muchas veces —dijo Jenkins— por qué habría cerrado Ginebra.

—Los perros —dijo la mente de Webster—. Los perros debían tener su posibilidad. El hombre había echado a perder la suya.

—Los perros se están comportando bien —dijo Jenkins.

—¿Pero la ciudad está abierta ahora?

—No, la ciudad está todavía cerrada.

—Pero tú estás aquí.

—Sí, pero soy el único que conoce el camino. Y no vendrán otros. Por lo menos durante algún tiempo.

—Tiempo —dijo Webster—. Me olvidé del tiempo. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Jenkins?

—¿Desde que cerró la ciudad? Diez mil años, aproximadamente.

—¿Y hay otros hombres?

—Sí, pero están durmiendo.

—¿Y los robots? ¿Los robots todavía montan guardia?

—Los robots todavía montan guardia.

Webster sintió que una paz le invadía la mente. La ciudad estaba cerrada, y los últimos hombres estaban durmiendo. Los perros se estaban comportando bien, y los robots montaban guardia.

—No debiste haberme despertado —dijo—. Tendrías que haberme dejado dormir.

—Hay algo que quiero saber —dijo Jenkins—. Lo sabía en otro tiempo, pero lo he olvidado. Es algo muy simple. Muy simple y terriblemente importante.

Webster se rió en el interior de su cerebro.

—¿Qué es, Jenkins?

—Acerca de las hormigas —dijo Jenkins—. Las hormigas solían molestar al hombre. ¿Qué hacíais vosotros?

—Pero cómo, las envenenábamos.

Jenkins ahogó un grito.

—¡Las envenenaban!

—Sí —dijo Webster—, de un modo muy simple. Usábamos una base de azúcar para atraerlas. Y poníamos veneno en el azúcar, un veneno mortal para las hormigas. Pero no bastante como para matarlas en seguida. Un veneno lento, para que tuviesen tiempo de llevarlo al nido. Así matábamos a muchas, y no a dos o tres.

En la cabeza de Webster zumbó el silencio… Un silencio sin pensamientos, sin palabras.

—Jenkins —dijo—. Jenkins, ¿estás todavía ahí?

—Sí, Jon Webster, estoy aquí.

—¿Eso es todo lo que querías?

—Eso es todo.

—Puedo dormirme otra vez entonces.

—Sí, Jon Webster. Vuelve a dormirte.

Jenkins se detuvo en la cima de la colina y sintió las primeras ráfagas de los vientos invernales que cruzaban la región. Bajo sus pies, la falda que descendía hacia el río estaba atravesada por rayas blancas y negras: los esqueléticos árboles sin hojas.

Hacia el nordeste se alzaba aquella forma sombría, aquella nube de malignidad que llamaban Edificio. Algo que crecía, concebido por las hormigas, construido con un propósito y con un fin que sólo una hormiga podía conocer.

Pero había un modo de detener a las hormigas.

El modo humano.

El modo que le había explicado Jon Webster después de diez mil años de sueño. Un modo simple, sencillo, pero eficiente. Un poco de azúcar, que les gusta tanto a las hormigas, y un poco de veneno. Un veneno lento que no actúe con excesiva rapidez. El modo más simple. El veneno, pensó Jenkins.

Pero eso requería conocimientos químicos, y los perros no sabían nada de química.

Pero eso era un crimen, y ya no había crímenes.

No se mataba ni siquiera a las pulgas, y eso que los perros estaban bastante apestados de pulgas. Ni siquiera a las hormigas… y las hormigas amenazaban con arrojar de sus hogares a los animales del mundo.

No había habido un solo crimen durante cinco mil años o más. La idea del crimen había desaparecido de todas las mentes.

Y es mejor así, se dijo Jenkins. Mejor perder un mundo que caer otra vez en el crimen.

Se volvió lentamente y descendió por la colina.

Homer se sentiría desilusionado, se dijo.

Terriblemente desilusionado cuando supiera que los websters no sabían cómo tratar con las hormigas.

FIN

CLIFFORD D. SIMAK, (Millville, Wisconsin, 1904 - Mineápolis, Minnesota, 1988) fue un periodista y escritor de ciencia ficción estadounidense.

Tras estudiar en la universidad de Wisconsin, se trasladó a Mineápolis (Minnesota), donde ejerció el periodismo durante bastante tiempo antes de convertirse en escritor, trabajando para diversos periódicos del Medio Oeste. En plena época
pulp
publicó su primer relato
El mundo del sol rojo
(1935). No volvería a publicar hasta la Edad de Oro, donde formó parte del llamado círculo de Campbell.

A él se deben dos de las obras más significativas del género:
Ciudad
(1952), con la cual obtuvo el International Fantasy Award y
Estación de tránsito
(1963), con la que obtuvo un Premio Hugo a la mejor novela en 1964.

A partir de mediados de los años 60, influido por la nueva ola, su obra sufre un notable cambio.

En 1976 recibió el prestigioso galardón Gran Maestro de la SFWA, premio en reconocimiento a la labor de toda una vida dedicada a la ciencia ficción.

En 1988 fallece en Mineápolis a la edad de 83 años.

Notas

[1]
For I am the Resurrection and the Life
(en el original). Esta frase no aparece en la traducción de José Valdivieso (1957) ni en ninguna edición posterior hasta donde tenemos conocimiento (Minotauro, octubre de 2002). Agradecemos a JLGG que lo haya hecho notar en la revisión. [N. del editor]
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