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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (3 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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La obra terminó siendo muy simple. Bassan la había colocado de pie, brazos y piernas algo separados, la mano derecha sobre el pubis y el pulgar un poco menos levantado de lo que había pensado en un principio. Elaboró una mezcla de blanco de cinc y la cubrió por completo, incluyendo las «máculas naturales» (facciones, aréolas, pezones, ombligo, genitales y hendidura entre las nalgas). Usó albayalde para las zonas más luminosas y luego la repasó con pinceladas de blanco de titanio. Fijó y revolvió su pelo en una masa de blanco homogéneo de forma que se le pegara a la cabeza. Sobre la pintura del rostro trazó con un pincel cónico de marta unos rasgos simples: cejas, pestañas y labios en un marrón de Nápoles muy rebajado con blanco. Frente a ella, incrustado en el suelo, instaló un espejo de cuerpo entero. Dirigió hacia su cuerpo dos rieles cenitales en paralelo de tres focos halógenos cada uno. Las potentes luces hacían destellar el óleo sobre su piel. El 22 de mayo le tatuó la firma en el muslo izquierdo: una be mayúscula y dos eses minúsculas. «Bss». Sonaba a silbido suave, pensaba ella, a zumbido de avispa.

—Creo que será mejor probar en Madrid —afirmó Bassan—. He recibido una interesante propuesta de GS.

El propio Bassan confeccionó el catálogo. Los catálogos de una exposición son más importantes que las obras, decía. «Los pintores, hoy día, no creamos cuadros sino catálogos», solía comentar. Cuando recibió la primera muestra de la imprenta, a fines de mayo, le envió uno a Clara por correo. Era precioso: un tarjetón blanco satinado con la foto del rostro pintado de Clara en la portada. Al abrirlo, en letras doradas: «El pintor Alex Bassan y la galería GS tienen el placer de...». Bassan lo definió exquisitamente con una de sus frases impulsivas: «Parece la invitación a la primera comunión de un elfo». La inauguración fue el 1 de junio de 2006, jueves, en GS de Madrid, a las ocho de la tarde, un evento como cualquier otro. Gertrude pagó a medias las bebidas. La gente se emborrachaba en el vestíbulo y luego bajaba al sótano a mirar a Clara, que estaba colocada en el centro de la minúscula habitación. Frente a ella se erguía el espejo sin marco ni base, en perfecta vertical, como por arte de magia. A su espalda, en la pared blanca, una cartulina: «Alex Bassan.
Muchacha ante el espejo.
Óleo sobre muchacha de veinticuatro años con espejo de cuerpo entero y luces. 195 x 35 X 88 cm». Bajo la cartulina, una repisa con catálogos. No había podios ni cordones de seguridad de ningún tipo: estaba de pie en el suelo limpio y blanco, tan reluciente como el propio espejo o como ella misma. La habitación era muy pequeña y, cuando se llenó, Clara temió que alguien le pisara un pie. Un extintor de color blanco colgaba de la pared en una esquina. «Al menos no arderé si hay un incendio», pensó.

Escuchó los elogios de los expertos. También alguna crítica. No se dirigían a ella, por supuesto, sino a la obra. Sin embargo, la miraban a ella: sus muslos, sus nalgas, sus senos, su rostro inmóvil. Y miraban el espejo. Hubo una excepción. En un momento dado distinguió de refilón una silueta acercándose a su oído izquierdo y oyó una obscenidad. Estaba acostumbrada y ni siquiera pestañeó. Era frecuente que en una exposición de arte hiperdramático se colara algún anormal a quien no le interesaba la obra sino la mujer desnuda. A juzgar por el olor de su aliento, aquel tipo estaba ebrio. Pasó cierto tiempo y el borracho siguió a su lado, mirándola. A Clara le preocupó que intentara tocarla, ya que no había vigilantes por ninguna parte. Pero el hombre se alejó poco después. Si hubiese intentado algo, ella habría tenido que abandonar la Quietud para hacerle una advertencia verbal. Si, a pesar de ello, el tipo hubiese insistido, a ella no le habría importado asestarle un rodillazo en los testículos. No sería la primera vez que dejaba de ser obra para defenderse de un espectador inquieto. El arte HD desataba pasiones inconfesables y los cuadros femeninos sin vigilancia aprendían pronto la lección.

Muchacha ante el espejo
podía ser colocado con facilidad en cualquier salón espacioso. El porcentaje que recibiría ella sobre la venta y el alquiler, unido al dinero que había percibido por el trabajo con el pintor, le hubiera asegurado el resto del verano.

Pero no la compraban.

—Clara.

Tomó aire al oír la voz de Gertrude desde la escalera.

—Clara, ya es la una y media. Voy a cerrar.

Costaba cierto esfuerzo salir de la Quietud hacia el mundo de los objetos vivos. Movió la mandíbula, tragó saliva, parpadeó (en las retinas guardaba dos camafeos de su rostro labrados a fuerza de luz y tiempo), estiró los brazos y sacudió los pies contra el suelo. Una pierna se le había dormido. Se dio masajes en el cuello. El óleo tensaba su piel.

—Y dos señores quieren hablarte —añadió Gertrude—. Están en mi despacho.

Interrumpió los ejercicios y miró a la galerista. Gertrude se encontraba al pie de la escalera. Su semblante de ojos verdes y labios carmín no expresaba nada, como de costumbre. Era madura, altísima y albina como el Montblanc, de un albinismo que casi resplandecía. Arrojada sobre la nieve se hubiera convertido en un par de esmeraldas almendradas y una boca de
rouge.
Le gustaba vestir túnicas blancas y hablaba como si estuviera interrogando a un prisionero de guerra bajo tortura. «Soy alemana, pero llevo en Madrid varios años», le explicó cuando se conocieron. Pronunciaba «Madrid» como un robot de películas de serie B. «GS son las siglas de mi nombre.» Y aquí le dijo cuál era, pero Clara nunca recordaba el apellido. «Encantada», dijo Clara, y recibió una sonrisa como respuesta. Bassan aseguraba que era una buena galerista y que poseía una selecta clientela de coleccionistas de arte hiperdramático. Clara no había podido comprobar eso. En cambio, lo que sí había comprobado era que Gertrude era huraña y trataba a los cuadros con desprecio. Quizá fuera más amable con los pintores. Además, tenía la manía de la limpieza. No le permitía usar el baño para pintarse ni asearse después del trabajo. Decía que, salvo en la piel de los cuadros, no quería ver pintura en ninguna otra parte. El primer día le señaló un pequeño desván al fondo y afirmó que allí dentro las obras se las apañaban bien. Cada jornada Clara entraba en aquel cuchitril, se colocaba la malla porosa y la caperuza de tinte impregnadas en los colores preparados por Bassan y aguardaba casi una hora a que éstos se fijaran en su carne. Entonces se desprendía la malla y la caperuza y salía desnuda y brillante de blanco, bajaba la escalera y adoptaba la postura y la expresión que el pintor había decidido. Cuando la galería cerraba no le quedaba más remedio que marcharse a casa con el cuerpo pintado bajo el chándal y una ridícula boina para albergar sus cabellos blancos; sólo podía quitarse la pintura del rostro. No era muy agradable tener que conducir con la piel endurecida por el óleo.

—¿Dos señores? —Carraspeó para recobrar la voz—. ¿Qué quieren?

—Y yo qué sé. Están en mi despacho, esperando.

—Pero ¿han bajado a ver la obra? —Muchas veces no se daba cuenta del número de visitantes que había tenido.

—Hoy no, desde luego. Preguntan por Clara Reyes. No me han hablado de ninguna obra.

Mientras Clara reflexionaba, Gertrude agregó:

—Supongo que no vas a ir a verlos así. Puedes ponerte una de las batas del desván. Pero no toques nada. En mi despacho no quiero manchas de pintura.

Los dos hombres la aguardaban de pie, examinando folletos en papel satinado. Eran catálogos de otras obras hechas con ella. Reconoció
Ternuras
de Vicky,
Horizontal
III
de Gutiérrez Reguero y
El lobo, mientras tanto, se muere de hambre
de Georges Chalboux. Las ilustraciones mostraban su cuerpo desnudo o casi desnudo pintado de varios colores. También había folletos de
Muchacha ante el espejo.
Uno de los hombres arrojaba los catálogos a la mesa después de enseñárselos al otro, como si estuviera contándolos. Vestían trajes caros y, con toda probabilidad, eran extranjeros. Percatarse de esto último hizo que su corazón se acelerara: si venían desde lejos para verla quizá significaba que ella les interesaba de verdad. «Pero, cálmate, porque todavía no sabes lo que van a proponerte.»Le ofrecieron una silla. Al sentarse, la bata se abrió como un pétalo por la parte inferior y una pierna pintada de blanco de titanio y albayalde quedó descubierta hasta la mitad del muslo. Entrelazó las manos bajo el pecho y adoptó pose de niña buena.

—¿Y bien? —dijo.

Los hombres no se sentaron. Sólo habló uno de ellos. Su castellano estaba trufado de errores, pero era inteligible. Clara no logró identificar el acento.

—¿Es usted Clara Reyes?

—Ajá.

El hombre extrajo algo de un maletín: era el currículo que Clara solía enviar a los más importantes artistas de Europa y América. El ritmo de sus latidos acreció.

—Veinticuatro años —leyó el hombre en voz alta—, ciento setenta y cinco centímetros de estatura, ochenta y cinco de busto, cincuenta y cinco de cintura, ochenta y ocho de caderas, pelo rubio natural, ojos azul celeste con matices verdes, depilada, sin máculas, firme y tersa, imprimada cuatro veces... ¿Correcto?

—Correcto.

El hombre siguió leyendo.

—Estudió arte HD y técnicas de lienzo en Barcelona con Cuinet y arte adolescente en Frankfurt con Wedekind. También en Florencia con Ferrucioli, ¿correcto?

—Bueno, con Ferrucioli sólo estuve una semana.

No quería ocultar nada, porque después venían las preguntas comprometidas.

—La han pintado artistas españoles y extranjeros. ¿Domina el inglés, quizá?

—Ajá. Perfectamente.

—Ha hecho exteriores e interiores. ¿Qué hace mejor?

—Las dos cosas. Puedo ser obra de interior o de exterior estacional, e incluso permanente, dependiendo del vestuario y la época del año, claro. Aunque puedo posar desnuda en exterior permanente con la adecuada protec...

—Hemos revisado otras obras suyas —la interrumpió el hombre—. Nos gusta.

—Muchas gracias. ¿Y no han bajado a ver
Muchacha ante el espejo?
Es un Bassan impresionante, de verdad, no lo digo porque yo sea el cuadro sino...

—También ha hecho cuadros móviles de ambas clases:
acciones
y
encuentros
—volvió a cortarla el hombre—. ¿Fueron interactivos?

—Ajá. En varias ocasiones, sí.

—¿La compraron en alguno?

—En casi todos.

—Bien. —El hombre sonrió y contempló los papeles como si el origen de aquella sonrisa estuviera allí—. Esto es un currículo destinado a propaganda. Ahora quiero oír el privado.

—¿A qué se refiere?

—A su vida profesional completa, la que no puede citar en un folleto. Por ejemplo: ¿ha sido alguna vez adorno, objeto móvil, utensilio?

—Nunca he hecho artesanía humana —replicó Clara.

Era cierto, aunque no sabía si el hombre la creía. Pero la frase le había sonado un poco presuntuosa, de modo que agregó:

—En España todavía no hay mucha costumbre de adquirir adornos humanos.

—¿Art
-
shocks?

No contestó de inmediato. Se enderezó en el asiento (el susurro del óleo en sus nalgas pintadas) y se dispuso a permanecer alerta.

—Perdón, ¿a qué viene este interrogatorio?

—Queremos saber a qué niveles de exigencia podemos movernos con usted —contestó el hombre con tranquilidad.

—No me gustaría hacer nada ilegal, se lo advierto.

Aguardó una reacción que no se produjo. Se apresuró a añadir:

—Bueno, quizás aceptara. Pero quiero que me digan lo que van a hacer, dónde lo van a hacer y quién es el artista que me contrata.

—Por favor, conteste.

Pensó que no pasaba nada por decir la verdad. De cualquier forma, ella no era menor de edad y los dos art-shocks en que había sido comprada aquel año no eran de los más duros y se habían exhibido sólo en lugares privados frente a un público adulto. Sin embargo, también era cierto que, en ambos, se habían deslizado escenas que quizá traspasaban el límite de lo permitido. Por ejemplo, en
625 + 50 líneas
de Adolfo Bermejo uno de los lienzos decapitaba a un gato vivo y arrojaba la sangre sobre la espalda de Clara. ¿Eso era delito? No estaba segura, pero la pregunta era general y ella podía responderla de manera general.

—Sí, he hecho art-shocks.

—¿Manchados?

—Nunca —declaró con firmeza.

—Pero ha trabajado con Gilberto Brentano, según creo.

—Hice dos o tres art-shocks con Brentano el año pasado, pero ninguno era manchado.

—¿Ha pertenecido a alguna sociedad de provisión de material joven para obras de arte?

—Trabajé para
The Circle
unos meses.

—¿A qué edad?

—A los dieciséis años.

—¿Qué hizo allí?

—Lo normal. Me pintaron el pelo de rojo, me colocaron anillas y participé en algunos murales de tipo
Redhair road.

—¿Fue su primera experiencia artística?

—Ajá.

—Por lo que veo —dijo el hombre—, le gusta el arte duro y arriesgado. No parece usted dura y arriesgada. Más bien parece blanda.

Sin saber por qué, a Clara le agradaba la frialdad despectiva de aquel tipo. Una sonrisa distendió el óleo de sus facciones.

—En realidad, soy blanda. Me endurezco cuando me pintan.

El hombre no dio muestras de tomarse a broma la frase. Dijo:

—Venimos a proponerle algo duro y arriesgado, lo más duro y arriesgado que ha hecho en su vida de lienzo, lo más importante y difícil. Queremos asegurarnos que servirá.

De repente notaba la boca tan seca como la piel embadurnada de pintura que ocultaba bajo la bata. El corazón le latía con fuerza. Aquellas palabras la habían excitado. Clara amaba los extremos, la oscuridad más allá de la frontera. Si le decían: «No vayas», su cuerpo se movía e iba por el simple placer de incumplir la orden. Si algo le daba miedo, quizá procuraba mantenerlo a distancia, pero nunca lo perdía de vista. Odiaba las instrucciones de los artistas vulgares, pero si un pintor al que admiraba le pedía que cometiera una locura, fuera cual fuese, le gustaba obedecer a ciegas. Y aquel «fuera cual fuese» no conocía demasiados límites. Le obsesionaba saber hasta dónde se permitiría llegar si una situación ideal se tensaba. Creía encontrarse aún muy lejos de su propio techo. O de su fondo.

—Suena bien —dijo.

Tras aguardar un instante, el hombre añadió:

—Naturalmente, tendrá que dejarlo todo durante una buena temporada.

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