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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (54 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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De repente Bosch empezaba a comprender por qué Benoit quería hablar con él. «Viejo zorro. Cuando esperas un motín, buscas partidarios, ¿no es cierto?» Pero se le ocurrió entonces otra explicación,
más
inquietante: ¿y si Benoit era el tipo que ayudaba a El Artista? Quizá quería hundir a Van Tysch y promover el traspaso cuanto antes. Guardó la punta de la corbata entre las solapas de su chaqueta mientras meditaba. La camisa blanca de
Het Meisje
flameaba con la brisa. Una niña japonesa le arrojó una rosa. Bosch se fijó mejor y comprobó que la flor era de plástico. Golpeó ligeramente la rodilla desnuda de
Het Meisje
y cayó al estanque.

Benoit, entonces, dijo algo inesperado.

—Siento mucho lo de tu sobrina, Lothar. Y te comprendo. Es una preocupación, desde luego, y más para los tiempos que corren. Quiero aclararte que yo no tuve nada que ver. Fue Stein quien la eligió como lienzo y el Maestro estuvo de acuerdo.

—Lo sé.

—La llamé esta mañana a primera hora para ver qué tal estaba. Se encontraba bien, aunque algo nerviosa, porque hoy la firmaba Van Tysch. Debo decirte que la llamé porque era tu sobrina, pero ya sabes que no es correcto que nos relacionemos con los lienzos si Van Tysch no los ha firmado todavía.

—Te lo agradezco, Paul.

Benoit continuó hablando con rapidez, como si el punto al que quería llegar no hubiese aparecido aún.

—A mí me tendrás siempre a tu lado, Lothar. Estoy contigo. Y me gustaría que esa actitud fuera recíproca. Quiero decir que, pase lo que pase, venga quien venga
después
de Van Tysch, nosotros seguiremos apoyándonos mutuamente, ¿verdad?

—Desde luego.

A los pies de Benoit crecían pensamientos. Benoit se agachó, arrancó uno y lo arrojó al aire. Pero la flor se desvió de su trayectoria y pasó por encima del pelo pintado de
Het Meisje.
La expresión de Benoit fue como la del futbolista que falla el penalti decisivo.

—Tengo una copia de esa belleza en Normandía —le confesó a Bosch, señalando la
Meisje
—. Una copia barata y mediocre de las que te venden en las tiendas de arte y llevan escritas en las nalgas las palabras: «Recuerdo de La Haya». La modelo tiene más de veinte años, claro. Pero, a pesar de todo, me gusta. Te he entretenido mucho. ¿Tenías que ir a algún sitio?

—Lamentablemente, sí. Pero llegaré a tiempo.

—Nos veremos mañana, Lothar.

—Sí, mañana, en la inauguración.

—Te confieso que estoy deseando que acabe todo.

Bosch se marchó sin responder.

En dirección a Delft, llamó a Van Obber para comunicarle su retraso. Contestó el pintor con su voz enronquecida. «No hay problema —le dijo—. No tengo adónde ir.» Cuando colgó, intentó dormir un poco. Pero lo que hizo fue recordar la entrevista con Benoit. Evidentemente, El Artista seguía libre y hasta Benoit se había dado cuenta de eso.
Rip van Winkle
era una forma de lavar la cara de Europa frente a una de las empresas que más turismo atraía al Viejo Continente, pero nada más. El Artista seguía libre. Y preparado.

Empezaba a adormilarse cuando recibió la llamada. Era Nikki.

—Lije tiene la mitad del cuerpo carbonizado y está ingresado de por vida en una clínica siquiátrica al norte de Francia, Lothar, lo hemos comprobado. Por lo visto, fue un accidente ocurrido durante los art-shocks de diciembre, y en Extreme ocultaron la noticia para no dar mala impresión a los artistas y lienzos que trabajan allí.

—¿Cómo sucedió?

—En uno de los cuadros se usaban velas para derramar cera caliente de diversos colores sobre el cuerpo de Lije, pero alguien no las manejó bien, hubo un incendio, Lije estaba atado y nadie le ayudó a escapar.

—Dios mío —dijo Bosch.

—Queda Póstumo Baldi. Es el único que no tiene coartada.

—Precisamente voy camino de Delft para entrevistarme con Van Obber —explicó Bosch—. Quiero que me consigáis toda la información que tengamos sobre Baldi: cintas de RA, grabaciones y entrevistas de Apoyo cuando hizo
Figura
XIII.
Envíalas a casa.

—De acuerdo.

Mientras entraba en la ciudad de Delft se sintió extraño. ¿Qué iba a poder decirle Van Obber? ¿Qué era lo que esperaba conseguir de él? Comprendió de súbito que quería que Van Obber
le pintara
un rostro. Unas facciones. Saber que Baldi
podía
ser El Artista no iba, en principio, a tener ninguna consecuencia práctica inmediata. Las medidas de seguridad de la exposición no se modificarían en absoluto. Pero quizá Van Obber lograra retratar a Baldi, y en ese caso él podría añadir unos rasgos a la difuminada silueta andrógina que tenía en la cabeza.

En Delft, las nubes blancas con ribetes grisáceos abultaban al fondo del horizonte. Bosch se bajó del coche en la plaza del Markt, junto a la Iglesia Nueva, e indicó al chófer que lo aguardara allí. Deseaba caminar. Un instante después se encontraba inmerso en pura belleza.

Delft. En aquella ciudad había nacido Vermeer, el pintor de los detalles sutiles. Eran otros tiempos, sin duda, pensaba Bosch, tiempos en los que aún era posible sentir y pensar y en los que la hermosura todavía no estaba descubierta por completo. Llegó al Oude Delft, el canal antiguo, y recorrió con la mirada sus recoletas aguas, los tilos jugosamente verdes y el puntiagudo horizonte de tejados, todo resplandeciente pese a la negativa del cielo a colaborar con la luz, todo brillante y puro como la cerámica que Delft había hecho célebre. Se sintió emocionado. Alguna vez, en efecto, las cosas habían
estado claras.
Pero ¿cuándo llegó la penumbra al mundo? ¿Cuándo bajó Van Tysch de los cielos y las tinieblas lo llenaron todo? Naturalmente, la culpa no era de Van Tysch. Ni siquiera de Rembrandt. Pero contemplar el Oude Delft era comprender que antes, al menos, las cosas tenían
un sentido,
resultaban diáfanas y rebosaban de dulces detalles que a los artistas les gustaba registrar y reproducir con ingenuidad. Bosch pensó que la humanidad, de alguna forma, también había crecido. Ya no había lugar para una humanidad ingenua. ¿Eso era malo o bueno? Un profesor de su colegio solía decir que el infierno tenía algo bueno: al menos, los condenados
sabían
que estaban en él. No albergaban la menor duda sobre ese aspecto. Ahora Bosch le daba la razón. Lo peor del infierno no eran el fuego abrasador, la eternidad del tormento, el hecho de caer en desgracia de Dios o ser torturado por diablos.

Lo peor del infierno es no saber si ya estás en él.

Van Obber vivía en una preciosa casa de ladrillo frente al canal, rematada con hastiales blancos. Resultaba obvio que el tejado necesitaba una reparación y que los marcos de las ventanas debían remozarse. La puerta la abrió el propio pintor. Era un hombre de pelo pajizo cortado a cepillo, asombrosamente flaco, pálido, manchado de ojeras y hematomas, destellante de lentejuelas de sudor. Bosch sabía que no tenía más de cuarenta años pero aparentaba por lo menos cincuenta. Van Obber había percibido su sorpresa. Hizo una mueca que, quizás, era su forma de sonreír.

—Necesito una restauración urgente —dijo.

Condujo a Bosch hacia una chirriante escalera. La planta superior consistía en una sola habitación, bastante grande, con olor a pintura y a productos disolventes. Van Obber le ofreció una butaca, se sentó en otra y comenzó a respirar. Por un momento no hizo otra cosa.

—Lamento esta visita imprevista —dijo Bosch—. No quería provocarle molestias.

—No se preocupe. —El pintor entornó los dos hematomas alrededor de sus ojos—. Toda mi vida es rutinaria... Es decir... Hago siempre lo mismo... Eso va en contra de las cosas, porque las cosas cambian... Al menos, no tengo demasiados problemas de dinero... El cuarenta por ciento de mis obras sigue con vida... Eso no pueden decirlo muchos pintores independientes... Sigo cobrando algunos alquileres por mis cuadros... Ya no pinto adolescentes... No hay suficiente material, porque el material adolescente es caro y se asusta en seguida... Yo, antes, hacía de todo: hasta adornos y
pubermobilair,
que está prohibido...

—Lo sé. —Bosch detuvo el lento pero inexorable flujo de palabras—. Creo, precisamente, que en una de sus últimas obras usó a Póstumo Baldi, ¿no es cierto? El retrato que le hizo a Jenny Thoureau, en el año 2004.

—Póstumo Baldi...

Van Obber bajó la cabeza y juntó las manos como si rezara. Su nariz estaba roja y reflejaba la luz de la ventana.

—Póstumo es arcilla fresca —dijo—. Lo tocas y lo colocas, y él se adapta... Hundes o estiras su carne... Haces con él cualquier cosa:
animarts
de serpiente, perro o caballo; vírgenes católicas; verdugos de arte manchado; alfombras desnudas; bailarinas transgenéricas... Un material increíble. Decir «de primera calidad» es no decir nada...

—¿Cuándo lo conoció?

—No lo conocí... Lo encontré y lo usé... Fue en el año 2000, en una galería de arte manchado en Alemania. No voy a decirle dónde está, porque ni siquiera lo sé: los invitados acuden a ella con los ojos vendados. El art-shock era un tríptico anónimo que se titulaba
La danza de la muerte.
Era bueno. El material manchado era de lujo: todo un autocar de jóvenes estudiantes de ambos sexos. Ya sabe, la clásica forma de provisión de material manchado: el autocar cae al agua, un accidente, los cadáveres no aparecen, una tragedia nacional... Y los estudiantes, que han sido obligados a salir del vehículo previamente, son conducidos en secreto hacia el taller del pintor. Baldi, por aquella época, tenía catorce años y estaba pintado como una de las Muertes encargadas de sacrificar el material manchado. Cuando yo lo vi se hallaba desollando a dos de los estudiantes, un chico y una chica, y pintándoles calaveras sobre la carne sin piel. Los estudiantes estaban vivos aunque en muy mal estado, pero Baldi me pareció una figura preciosa y quise contratarla para mis propios cuadros. Se vendía muy caro, pero yo tenía dinero. Le dije: «Voy a pintar contigo algo que no es de este mundo»... Apenas usé cerublastina... Mi paleta fue sobria: rosados poco brillantes y azules tenues. Agregué un implante de cabello hasta los pies en tono azabache con tres clases de colas. Difuminé el sexo, lo cual no fue difícil. Le exigí mucho, pero Póstumo era capaz de todo. Lo usé como hombre y como mujer. Lo torturé con mis propias manos. Lo traté como a un animal, como a un objeto que podía usar y luego arrojar a la basura... No estoy diciendo que Póstumo lo hiciera todo bien. Era un cuerpo humano y tenía los límites de los cuerpos humanos. Pero había
algo
en él,
algo
que era...
su negación de sí mismo.
Y así quedó listo mi óleo
Súcubo.
Fue la primera obra que hice con él. ¿Sabe cuál fue la siguiente obra que pintaron con Póstumo después de
Súcubo,
señor Bosch...? Una
Virgen María
de Ferrucioli... —Van Obber abrió la boca para reír y Bosch observó sus dientes sucios—. La gente se preguntaría: «¿Cómo puede el
mismo
lienzo ser pintado como un
Súcubo
de Van Obber y una
Virgen
de Ferrucioli?». La respuesta es simple: eso es el arte, señores. Eso es, precisamente, el arte, señores.

Hizo una pausa. Luego agregó:

—Póstumo no está loco, pero tampoco cuerdo. No es malvado ni bondadoso, no es hombre ni mujer. ¿Sabe lo que es Póstumo?
Lo que un pintor pinta sobre él.
Los ojos de Póstumo
están vacíos.
Yo les pedía cualquier expresión y ellos me la ofrecían: ira, miedo, rencor, celos... Pero luego, al dejar el trabajo, se apagaban, se
vaciaban...
Los ojos de Póstumo son vacíos e incoloros como espejos... Vacíos, incoloros, hermosos, como...

Un llanto acuciante descalabró sus palabras. Varios truenos se sucedieron en la pausa que siguió. Empezaba a llover sobre Delft.

Bosch se apiadaba de Van Obber y de sus nervios desquiciados. Supuso que la soledad y el fracaso eran malas compañías.

—¿Dónde cree que puede estar ahora Baldi? —preguntó con suavidad.

—No lo sé. —Van Obber movía la cabeza—. No lo sé.

—Según tengo entendido, abandonó un retrato que usted le hizo a una marchante francesa, Jenny Thoureau, en el año 2004. ¿Era propio de Baldi hacer eso? ¿Dejar un trabajo colgado antes de la fecha indicada en el contrato?

—No. Póstumo cumplía todos sus contratos.

—¿Por qué cree que no cumplió éste?

Van Obber levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos seguían húmedos pero había vuelto a recobrar la calma.

—Le diré por qué —murmuró—: recibió una oferta
más interesante.
Eso es todo.

—¿Lo sabe con seguridad?

—No. Lo sospecho. No volví a verle y no supe nada más de él. Pero vuelvo a repetirle que lo único que le interesaba a Póstumo era el dinero. Si dejó un trabajo, fue porque le ofrecieron otro mejor. Estoy seguro de ello.

—¿Una oferta para otro cuadro?

—Sí. Por eso se marchó. Naturalmente, no me sorprendí: yo era un perdedor, y Baldi era un material demasiado bueno para mí. Servía para algo más que para hacer óleos de Van Obber.

Bosch reflexionó un instante.

—Eso ocurrió hace dos años —dijo—. Si Baldi se marchó para ser pintado en otro cuadro, como usted dice, ¿dónde está ahora ese otro cuadro? A partir del retrato de Jenny Thoureau, no ha vuelto a aparecer su nombre en ningún sitio...

Van Obber guardó silencio. A diferencia de otros momentos similares, a Bosch no le pareció que en esa ocasión su mente se hubiera perdido en vericuetos insondables: era como si se hubiera puesto a reflexionar.

—Está inacabado —dijo de repente.

—¿Qué?

—Si no ha aparecido aún, es porque está inacabado. Es algo lógico.

Bosch meditaba sobre las palabras de Van Obber. Un cuadro
inacabado.
Era una posibilidad que no se habían planteado ni Wood ni él. Buscaban a El Artista siguiendo dos caminos, dos vías de investigación: que siguiera trabajando o que hubiera abandonado la profesión. Pero hasta entonces no habían pensado siquiera que pudiera estar trabajando en un cuadro
que aún no estuviera terminado.
Eso explicaría su desaparición y su silencio, por supuesto. Un pintor nunca enseña su obra hasta que no la acaba. Pero ¿quién estaría dedicando tanto tiempo a pintar a Baldi? ¿Qué clase de cuadro pretendía crear?

Cuando Bosch se retiraba, oyó de nuevo la voz de Van Obber desde la butaca.

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