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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (57 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Siguió contemplando aquel camafeo lejano de facciones pintadas.

17.30 h

La oscuridad ya era completa.

—¿Y ahora? —preguntó Bosch, nervioso, contemplando el monitor—. ¿Por qué no encienden las malditas lámparas?

—Están esperando que Van Tysch dé la orden —repuso Nikki.

—Ya va a darla —dijo Osterbrock.

Se volvieron hacia su monitor. Una silueta destacaba entre las demás, inmóvil, de espaldas a la cámara. Relámpagos rectilíneos de linternas la desvelaban fugazmente.

—El gran personajillo —rezongó Ronald, devorando la imagen con la misma hambrienta ansiedad con que daba cuenta de los donuts.

Todo momento requiere su decorado, pensó Bosch. El suyo era un mundo en el que las cosas valiosas se habían vuelto solemnes. Y en toda solemnidad hay un decorado y un ritual y personas elevadas, situadas sobre podios, que son contempladas por gente boquiabierta y fascinada. Nada puede ser hecho con naturalidad: es preciso cierto artificio, cierto grado de
arte.
¿Por qué no encender ya las luces? ¿Por qué no dar paso al público? A fin de cuentas, todo era cuestión de meros botones. Pero no. El momento es solemne. Debía ser registrado, recogido, grabado, eternizado. Su lentitud resulta obligatoria.

—Están tomándole fotos —comentó Nikki con la barbilla apoyada en las manos. Bosch advirtió un deje soñador en su acento.

Van Tysch había sido iluminado con un reflector oblicuo: una isla de luz en quinientos metros de retorcida oscuridad. Daba la espalda a la cámara. Su reino no era de este mundo ni de ningún otro, pensaba Bosch. Su reino era él, a solas, en medio de aquella laguna resplandeciente. Sombras de hechiceros lo bendecían con sus rayos mágicos.

El pintor alzó el brazo derecho. Todos contenían la respiración.

—Moisés separando las aguas —descargó otra vez Ronald su sarcasmo.

—Pues algo no funciona —comentó Osterbrock—, porque el Túnel sigue a oscuras.

—No —terció Martine, inclinada sobre su hombro—. La señal es cuando baje el brazo.

Bosch repasó los demás monitores: todos negros. No le gustaba que el Túnel estuviera tanto tiempo a oscuras. El «gran personajillo» lo había exigido así. Antes del inicio del aquelarre, las brujas debían honrarlo con sus fuegos fatuos. Luego, cuando la sesión de fotos y películas terminara, Satán bajaría la zarpa y comenzaría su particular Infierno, su abominable y espantoso Infierno, el más terrible de todos porque nadie sabía que lo era. Y lo peor del infierno es no saber si ya estás en él.

El brazo descendió.

Los trescientos sesenta filamentos diseñados por Igor Popotkin se encendieron al unísono y bostezaron con bocas llenas de luz. Por un momento Bosch creyó que los cuadros habían desaparecido. Pero allí seguían, transmutados. Como si un pincel majestuoso les hubiera dado el toque de oro que precisaban. Las pinturas ardían en una hoguera imprecisa. Enmarcadas por las pantallas parecían antiguos lienzos de tela, pero con personajes profundos, voluminosos, dotados de una vida dimensional. Los fondos quedaron resaltados y la bruma adquirió contornos de paisaje.

—Dios mío —dijo Nikki—. Es más hermoso de lo que imaginaba.

Nadie replicó, pero el silencio parecía contener la aprobación tácita de sus palabras. Sin embargo, Bosch no estaba de acuerdo.

No era hermoso. Era grotesco y aterrador. La visión de las obras de Rembrandt convertidas en seres vivos suscitaba emoción, pero ésta, para Bosch, no provenía de la belleza. Era evidente que Van Tysch había llegado al límite: más allá no podía avanzarse en pintura humana. Pero el camino escogido no había sido el de la estética.

No había nada hermoso en el hombre crucificado, en la niña pequeña acodada en una ventana con el rostro del color de los muertos, en aquel festín donde los platos eran personas, en la mujer desnuda de pelo pintado de rojo acosada por dos grotescos individuos, en la silueta de la chica de ojos fosforescentes, en el niño envuelto en pieles pintadas, en el ángel que estrangulaba al hombre arrodillado. Nada hermoso, pero tampoco nada
humano.
Y lo peor era que todo parecía acusar a Rembrandt tanto como a Van Tysch. Era un pecado que ambos compartían. «He aquí la negación de la humanidad», podrían haber dicho los dos artistas. La condena por el delito de ser quienes eran. Los hombres, en una noche de horror, inventaron el arte.

«He aquí nuestra condena», pensó Bosch.

—Hay que quitarse el sombrero, desde luego —declaró una voz tras un silencio eterno. Era Ronald.

En el monitor, Stein alzó las manos y aplaudió. Con violencia, casi con rabia. Pero no había sonido, y en la pantalla el aplauso sólo fue una convulsión silenciosa. Hoffmann, Benoit y el físico Popotkin se unieron en seguida. Pronto, todas las figuras que rodeaban a Van Tysch agitaban las manos con frenesí de muñecos.

La primera dentro de la
roulotte
fue Martine, cuyas palmas delgadas y flexibles sonaban a disparos. Contribuyeron Osterbrock y Nikki con una ráfaga excitada. Los aplausos de Ronald apenas destacaban, eran como burbujas estallando entre sus manos gordezuelas. El clamor en el estrecho espacio del vehículo ensordeció a Bosch. Observó que Nikki tenía las mejillas enrojecidas.

¿Qué aplaudían? Por Dios, ¿qué era lo que aplaudían y por qué?

Bienvenidos a la locura. Bienvenidos a la humanidad.

No quiso ser la excepción: no deseaba salir de la escena, odiaba desmarcarse. Era preciso, se dijo, continuar dentro del marco.

Entrechocó ambas manos y produjo sonidos.

17.35 h

En la
roulotte A,
Alfred van Hoore se sentaba frente al monitor exterior observando la disposición del «equipo papagayo», como lo había bautizado Rita. Su Personal de Emergencia Artística aguardaba en Museumplein. Eran fantasmas blancos y verdes con chubasqueros amarillos situados junto a las furgonetas de evacuación. Van Hoore sabía que era muy improbable que llegaran a actuar, pero al menos su idea había obtenido el beneplácito de Benoit y del mismísimo Stein. Por algo se empieza. En empresas como la suya era preciso destacar con invenciones novedosas.

—¿Paul? —preguntó Van Hoore al micrófono.

—Sí, Alfred —oyó en el auricular la gruesa voz de Spaalze.

Paul Spaalze era el capitán de aquel improvisado equipo. La confianza que Van Hoore había depositado en él era ilimitada. Habían trabajado juntos en la coordinación de seguridad de las exposiciones en Oriente Medio y Van Hoore sabía que Spaalze era de los que «hacen las cosas y luego dudan». No era el más indicado para trazar planes a largo plazo, desde luego, pero en los momentos de máxima urgencia resultaba imprescindible.

—Menos de media hora para que comience a desfilar el rebaño —dijo Van Hoore enfrentándose a una ráfaga de interferencias—. ¿Cómo va todo por ahí, Paul?

Era una pregunta un poco inútil, porque Van Hoore podía comprobar en el monitor que «por ahí» iba todo bien, pero quería que Spaalze supiera que estaba muy pendiente de las cosas. Habían dedicado muchas horas a la preparación de planes de evacuación urgente utilizando simulaciones informáticas, y no era cuestión de que su capitán se desanimara por falta de actividad.

—Bueno, ya sabes —rugió Spaalze—. La mayor catástrofe que tengo que prevenir ahora es un motín. ¿Sabías que nos han obligado a cantar como sopranos frente a los identificadores de voz y a palpar las pantallitas como si fuéramos cuadros antes de incorporarnos a la maldita plazoleta central? A mis hombres les ha molestado eso.

—Órdenes de arriba —dijo Van Hoore—. Si te sirve de consuelo, Rita y yo también hemos pasado por el aro.

En verdad, Van Hoore se preguntaba cuál era la razón exacta de tantas medidas adicionales de seguridad: era la primera vez que le exigían identificarse con pruebas físicas al entrar a trabajar. A Rita no le había sentado mucho mejor que a él, e incluso había llegado a irritarse con los agentes que le bloqueaban el paso. ¿Por qué Wood no les había comentado nada? ¿A qué obedecía ese cambio de última hora en los turnos del personal de recogida y vigilancia? Van Hoore sospechaba que la retirada de obras del Maestro en Europa estaba relacionada con todo aquello, pero no se atrevía a especular de qué modo. Le dolía no ser aún lo bastante importante como para saberlo.

—Ya no se fían de nosotros —dijo.

Rita van Dorn, que apoyaba los pies en la consola mientras revolvía un café humeante en un vaso de plástico, lo miró con expresión indiferente y siguió pendiente de los monitores.

17.50 h

Uno de los técnicos del séquito de Arte sostuvo el paraguas en alto mientras Van Tysch penetraba en el interior de la limusina. Stein lo aguardaba en el asiento contiguo. Murnika de Verne, la secretaria de Van Tysch, ocupó el sitio junto al conductor. Una algarabía de periodistas y cámaras se agolpaba tras las vallas, pero el Maestro no había contestado ninguna pregunta. «Está fatigado y no piensa hacer declaraciones», aducía su séquito. Benoit, Nellie Siegel y Franz Hoffmann tendrían mucho gusto en convertirse en profetas por unos cuantos minutos e interpretar a Dios frente a los micrófonos, pero el Maestro debía retirarse. Se cerraron las puertas. El chófer —estilizado, rubio, gafas de sol— dirigió el vehículo hacia una de las salidas que la policía había despejado. Un agente les dejó paso. Su impermeable producía reflejos bajo la lluvia.

Van Tysch contempló el Túnel por última vez y volvió la cabeza. Stein depositó una mano en su hombro. Sabía lo poco que le agradaban aquellas demostraciones de afecto, pero no lo había hecho por Van Tysch sino por él: necesitaba que comprendiera cuánto lo había obedecido, cuántos sacrificios le había costado.

Y cuántos le costaría aún,
galismus.

—Ya está, Bruno. Ya está.

—Aún no, Jacob. Queda algo por hacer.


Fuschus,
te juro que... Puede decirse que ya está hecho.

—Puede decirse, pero no lo está.

Pensó en una posible respuesta. Siempre había ocurrido así: Van Tysch era la pregunta infinita y él tenía que ofrecer respuestas. Apoyó la cabeza en el respaldo e intentó relajarse. Pero no podía. El gran pintor permanecía tan remoto e inescrutable como sus propias obras. A su lado Stein siempre albergaba cierta conciencia de Adán en el paraíso después de haber desobedecido a Dios, cierto pudor de cristal. Todo silencio frente a Van Tysch contenía una culpa implícita. Era una sensación desagradable, ciertamente. Pero ¿qué importaba? Llevaba veinte años viéndolo convertir cuerpos humanos en cosas imposibles y cambiando el mundo. Tenía material para escribir un libro, y algún día lo haría. Sin embargo, no creía conocerlo mejor que el resto de los mortales. Si Van Tysch era un oscuro océano, él sólo había servido de dique para embalsarlo, de central eléctrica capaz de transformar aquella catarata descomunal en resplandores de oro. Lo necesitaba, seguiría necesitándolo. En cierto modo.

De repente, en el asiento delantero, se irguió un fantasma.

Murnika de Verne había vuelto la cabeza y miraba a Stein a través de la destejida cortina de su cabello inmensamente negro. Stein apartó la vista de aquellos ojos vacuos, sin fulgor. No era la mirada de Murnika —lo sabía perfectamente— sino la de
él.
Porque Murnika de Verne
era
Van Tysch hasta extremos que nadie, salvo Stein, podía sospechar. El Maestro la había pintado así, con aquella tonalidad de pasión.

Murnika miraba sin pausas, la boca ansiosa y entreabierta como un perro famélico. Parecía reprocharle algo, pero también advertirle.

El coche se deslizaba en silencio oponiéndose a los dardos de la lluvia.

Era molesta aquella mirada.


Fuschus,
Bruno, ¿no me crees? —se defendió él—. Te juro que me ocuparé de todo. Ten confianza en mí, por favor. Todo saldrá bien.

Hablaba hacia Murnika pero se dirigía a Van Tysch. Era el mismo error, pensó Stein, que a veces comete el espectador cuando cree que la figura del cuadro puede mirarle, o cuando el muñeco del ventrílocuo lo interpela en mitad de la función. Pero en este caso era Van Tysch quien parecía un muñeco. Murnika de Verne, en cambio, se hallaba horriblemente pintada de vida. Así permaneció un instante más. Luego se hizo mortecina, se dio la vuelta y volvió a ocupar su lugar en el asiento.

Stein encontró aire en los pulmones y respiró.

Los limpiaparabrisas se batían contra la lluvia. Apenas se oía otra cosa que aquel rumor de reloj (o de péndulo, o de pincel) mientras el coche recorría la autopista de salida en dirección a Schiphol.

—Todo saldrá bien, Bruno —volvió a decir Stein.

18.35 h

—Nos conocimos en la escuela de Edenburg —explicó Víctor Zericky—. Mi familia es de aquí. En cuanto a Bruno, sólo tenía a su padre, que había nacido en Rotterdam y que probablemente le inculcó, entre otras muchas cosas, que en este pueblo no había nada que hacer.

Zericky era un hombre alto y robusto de pelo rubio que ya empezaba a clarear. Tenía aspecto de hombre saludable a quien la vida no ha favorecido del todo. Sin embargo, su manera de entornar los párpados al hablar hacía pensar en algún tipo de secreto oculto, un cuarto prohibido, una remota maldición familiar. Su casa era tan pequeña como prometía el aspecto exterior y olía a libros y soledad. Media hora antes, al regreso del largo paseo que había dado por el Geul en compañía de su perro braco, y mientras hacía pasar a la señorita Wood al interior, le confesó que su mujer lo había abandonado porque no soportaba ni una cosa ni otra. «Ni los libros ni la soledad», especificó con una risotada. Pero no llevaba vida de ermitaño, todo lo contrario: salía con frecuencia, era sociable, tenía amistades. Y disfrutaba descubriendo la naturaleza con su perro.

Tras identificarse, Wood le explicó parcialmente el motivo de su visita. Estaba interesada en conocer mejor al hombre cuya obra protegía, lo cual era lícito, y así pareció entenderlo Zericky, que asintió con un breve gesto de la cabeza. Wood se entregó a un divertido monólogo sobre las «enormes dificultades de encontrar al verdadero Van Tysch» en los numerosos libros que se habían escrito sobre él. De modo que había decidido zambullirse de lleno en el problema y entrevistar al gran amigo de su infancia. «Cuénteme todo lo que recuerde —le pidió—, aunque crea que no tiene importancia.»Zericky entornaba los párpados. Tal vez sospechaba razones más profundas en la visita de Wood, pero no parecía deseoso de indagar. De hecho, la petición le agradaba. Era evidente que le gustaba hablar y no disponía de mucha gente que lo escuchara. Primero lo hizo sobre él: daba clases en un instituto de Maastricht, aunque el año anterior había solicitado una excedencia para poder cumplir con todos sus proyectos aplazados. Había publicado varios libros sobre la historia del Limburgo meridional y actualmente se hallaba en fase de recopilación para escribir un estudio definitivo sobre Edenburg. Luego comenzó a hablar de Van Tysch. Se había levantado a coger una sucia carpeta de la estantería. Contenía fotografías. Le pasó algunas a Wood.

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