Clorofilia (15 page)

Read Clorofilia Online

Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: Clorofilia
8.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Dejarlo? Sólo te falta decir que yo perjudico tu comodidad psicológica personal.

—No se trata de eso. Simplemente que Bárbara no tiene la culpa de nada.

Gosha asintió.

—¡Tienes razón! Perdona. Bárbara no tiene la culpa. —Se pasó la mano por la cara—. No me hagas caso. ¿Lo ves, Saveliy?… No sé… Hay que… Siempre te he tenido cariño. Te he valorado y respetado. Quiero que lo sepas. Yo soy periodista, pero no soy una persona empática, soy un solitario, en mi entorno siempre ha habido pocas personas… Mis seres queridos son mis hijos… tú… y nadie más. ¿Entiendes?

—Entiendo, pero no del todo. ¿Qué es lo que quieres decir realmente?

—¡Nada! —chilló Gosha—. Simplemente necesitaba que precisamente hoy escucharas esto de mí.

—¿Ha pasado algo?

—Nada, absolutamente nada. Por cierto, tú… Bueno, acepta mi enhorabuena.

—Yo no quería —dijo Saveliy, utilizando un tono de voz oficial—. Pero el viejo insistió.

—El viejo, claro… —farfulló Gosha—. Él a cualquiera… Así que tú eres el jefe. Eso es maravilloso, la mejor noticia… Es lo mejor que puede uno imaginar. Especialmente hoy. Para mí es una señal…

«¿Cuánto habrá bebido?», pensó Hertz. Y sin poder contenerse, estiró la mano y cogió la manzana. Al instante se asustó. Resultó que la manzana era un adorno de plástico.

—Es hora de irme.

—Quédate un minuto más —suspiró Gosha Degot—. Sólo siéntate. Eres un buen hombre, Saveliy. Mañana todo será distinto, para ti y para mí. Tú te convertirás en jefe y yo… —Se interrumpió—. Bueno, seguramente también me convertiré en alguien… En cualquier caso la vida continúa. La hierba crece. Todo va sobre ruedas. Los chinos trabajan. Nadie, como dicen, debe nada a nadie. Perdóname, ¿vale?

—¿Por qué?

—Por todo. Yo perdono a mi esposa. Es una mujer que no sabe controlarse, pero tiene razón. Soy un debilucho, yo mismo me he puesto contra las cuerdas.

—Vente conmigo —le propuso Saveliy—. Pasarás la noche en mi casa. No me gusta cómo estás. Hoy ya te has emborrachado y mañana lo vas a pasar mal. Y mañana es un día intenso e importante.

—No te preocupes —dijo Gosha—, todo irá bien. Saluda a Bárbara de mi parte.

Una vez en la puerta, tomó a Saveliy de los hombros, tiró fuertemente de él y lo abrazó. Lo impregnó el olor de su amigo, a coñac y salsa de soja. Saveliy palmeó con prevención sus enjutos y temblorosos omóplatos.

—Aguanta. Mañana va a cambiar todo.

—Lo sé —respondió en voz baja el colega borracho—. Y de qué manera.

Al cabo de cinco minutos, Saveliy, atormentado por la culpa —le parecía que había hecho muy poco para despabilar al abatido borrachín—, llamó a Gosha desde el coche.

—¿Seguro que estás bien?

—¡Más que bien! —Su voz sonaba firme, sobria e incluso un poco brusca—. ¿Sabes una cosa? No te preocupes por mí, respetado señor redactor jefe. Preocúpate de ti.

Saveliy se despidió desalentado, miró la hora y aceleró. Sin embargo, los alcohólicos son gente difícil. Dicen que ahora incluso está de moda contar entre los amigos a un auténtico alcohólico crónico. Dicen que si beben mucho empiezan a apuntar con el dedo a su interlocutor, y a decirle cosas poco convenientes pero que son verdad. O se ponen a llorar y se declaran enamorados de forma incoherente. O empiezan a reconocerse culpables de malas acciones que cometieron, supongamos, hace quince años.

• • •

Hasta la siguiente autopista en un puente elevado había casi tres kilómetros por una carretera oscura, llena de agujeros y charcos, que pasaba entre casas antiguas de la época en que empezaron a construir edificios altos. Hertz iba pensando que hasta para este barrio pobre, superpoblado de pálidos, la oscuridad era excesiva. Era como si hubiera habido una avería y las farolas de la calle se hubieran apagado de golpe. Grupos de gente aparecían y desaparecían, y por alguna razón todos se apiñaban junto a las paredes. Sólo había hombres, todos vestidos con ropa oscura, capucha, cuello alto y las manos metidas en los bolsillos. Casi todos fumaban. Rostros pálidos. De repente uno se apartó de los demás y cruzó la calle corriendo.

—Eh, tú, cabrón —gruñó Saveliy, girando el volante y presintiendo algo desagradable, como una amenaza directa a su comodidad psicológica personal.

En ese instante sus presentimientos se esfumaron: delante de él brilló cegadoramente algo amarillo-blanquecino. El destello iluminaba la calle en un radio de cien metros, y resultó que las personas que estaban apiñadas contra la pared eran muchas, quizá varios cientos de ellas. Un instante después se oyó una explosión. El coche tembló, pero Saveliy no perdió el control. Frenó e intentó ver algo. Durante un segundo o dos no pasó nada. Después empezó a descender una sombra desde arriba, en diagonal. Algo enorme iba cayendo poco a poco, ocultando el cielo y las distantes hogueras. Hertz no entendía nada, pero instintivamente escondió la cabeza entre los hombros. La sombra se torció ocultándolo todo. Un tallo, comprendió finalmente Saveliy, ¡estaban tumbando un tallo! La tierra crujió, el ruido del golpe fue prolongado y desagradable. El cuerpo estrecho y escamoso se derrumbó atravesando la calle a unos veinte metros. El asfalto reventó en pedazos y una nube de polvo salió disparada al aire.

La gente salió corriendo hasta que la serpiente de trescientos metros dejó de balancearse. Rugieron motores, y de los callejones salieron automóviles con los faros apagados. Nadie hablaba, sólo se oía el estruendoso pataleo de muchas piernas corriendo. No miraban a Hertz. Una persona cayó y otra saltó por encima de ella deportivamente. En general, la mayoría de los corredores demostró estar en una forma física excelente, y llamaba la atención su capacidad de organización: a medida que se acercaba al tallo derrumbado la multitud se dividía en grupos más o menos iguales. Las máquinas iban hacia la parte delantera de la planta, los peones se situaron en el centro. Rugió una sierra mecánica portátil, después otra, y otra más, y sus temblorosos aullidos se fundieron en un coro salvaje.

Hertz permanecía sentado sin moverse, hipnotizado por el espectáculo. Sin embargo, algo lo devolvió a la realidad: llegaron dos tipos de anchos hombros con unos tubos de hierro, y con unos cuantos golpes certeros le rompieron los faros delanteros. Saveliy tuvo la cordura de no abandonar la seguridad del interior de su coche, y los malhechores evidentemente perseguían una meta absolutamente práctica, así que, apartando el obstáculo, corrieron a unirse a los demás.

Al acabar su trabajo, los de las sierras portátiles recogieron su instrumental y salieron disparados en medio de la oscuridad. A su encuentro acudían otros con cubos e incluso con arcaicas carretillas de una sola rueda. Empezaron a desfilar machetes, hachas y palas. Cubos enteros se iban pasando de uno a otro en cadena. Algunos, cogiendo con las manos los pedazos más grandes y carnosos, se los metían allí mismo en la boca, lo que resultaba de lo más repugnante.

En las casas empezaron a iluminarse las ventanas. A los pocos minutos dieron buena cuenta de la parte superior del tallo, y unos coches negros, haciendo rugir los motores, se esfumaron en la oscuridad. La multitud de a pie se iba diluyendo, llevando consigo cubos rebosantes, palanganas y barriles pequeños. A lo lejos ya aullaban las sirenas de la policía, por el oeste se acercaban los helicópteros, persiguiendo los conos de luz que ellos mismos proyectaban. El tallo estaba descuartizado. Quedaban sólo trozos deformados de la corteza y larguísimas hebras de fibra, gracias a cuya singular estructura la antena viva siempre permanecía vertical, cediendo solamente al empuje de un viento fuerte. Entre los restos pululaban ahora, como deslizándose, unos seres arrugados pertenecientes a las filas de los no organizados: se metían la pulpa en los bolsillos, en bolsas y sacos miserables, y al mismo tiempo tragaban, ahogándose, untándose una masa de color pardo por las mejillas, lamiéndose los labios, entornando los párpados y estremeciéndose furtivamente.

Hertz volvió en sí y empezó a maniobrar con el coche.

Los helicópteros se acercaban, pero aún tenía una oportunidad. Apretó el acelerador todo lo que pudo, pidiendo a Dios no atropellar a ningún herbívoro distraído en la oscuridad, y a los pocos segundos ya estaba lo bastante lejos. En el cruce supuestamente tenía que reducir la velocidad. Desaceleró, y en el siguiente semáforo apretó el freno tranquilamente. Por el espejo del retrovisor vio cómo llegaba al lugar del delito toda una jauría de coches policiales blindados. Por encima de ellos sobrevolaba el segundo grupo de helicópteros, esta vez de la televisión.

Pensó que había salido del atolladero cuando de repente casi soltó un grito de sorpresa: pegado al techo transparente aparecía pegado un rostro contraído de miedo.

• • •

Tardó en darse cuenta de que era una mujer, casi una chiquilla, bien vestida y muy asustada.

Miró a su alrededor. No vio nada sospechoso. Ese lugar no era apropiado para una emboscada, había farolas por todas partes y en el poste más cercano colgaba el aviso de una cámara de vigilancia de la policía. Abrió la puerta. Respirando con dificultad, la chica entró en el coche, metiendo primero la cabeza, evidentemente sin pensar en la impresión que causaba desde fuera. Después introdujo unas piernas largas y apretó contra su barriga desnuda un bolsito de ganchillo.

El semáforo cambió a verde y Hertz arrancó.

—¡Qué horror! —suspiró la pasajera, y soltó una risotada.

Sólo las chicas jóvenes y despreocupadas pueden pasar tan pronto del miedo a la diversión. En ese instante Saveliy se relajó, y cuando salieron a la autopista, donde ya podía poner el piloto automático, soltar las manos y emborracharse con agua Baikal Extra Premium, también empezó a reírse. La aparición de esa intrigante desconocida de rodillas redondeadas, que seguramente no llegaba a los dieciocho, ciertamente se podía considerar como el acorde final de un día de locura. Era su premio, el premio de Hertz.

—¿Va huyendo de algo? —preguntó él.

—Sí —respondió amablemente la chica—. Muchas gracias.

—¿Hacia dónde se dirige?

—¡Adonde sea con tal de salir de aquí! Hace tiempo que no veía algo tan horrible.

Hertz se las ingenió para poner cara de que no entendía nada.

—¿Horrible?

—Bueno, pues los helicópteros… y todo lo demás.

Le preguntó qué había ocurrido exactamente, de dónde habían salido los helicópteros, y recibió un confuso relato sobre el abatimiento del tallo.

—¡Fue un horror! —exclamó la joven cogiendo la botella de agua de Saveliy—. ¡¿Usted no lo vio?! ¡Era una multitud de ninjas negros con cubos! ¡En cinco minutos no han dejado más que la cáscara!

Desde luego, no tenía el don de saber relatar. Escogía las palabras despacio, y cada palabra elegida resultaba ser la más aburrida, vulgar o simple.

El final de su expresiva novela no le gustó nada a Hertz. Su compañera de viaje metió una mano en el bolsito y sacó un pedazo de tamaño considerable envuelto en un papel higiénico de plástico.

—Aquí está —anunció la chica—. ¡Buf!

—Vale, vale, vale —dijo Saveliy, frunciendo el ceño—. De eso no habíamos hablado. No quiero ver eso aquí. Abra la ventana y tírelo.

—Venga, hombre. Todos la comen.

—Para empezar, todos no —replicó Saveliy—. Ni siquiera la mayoría. En segundo lugar, puede que yo sea millonario. En tercero, es que simplemente no está bien. Una mujer tan culta y educada como usted…

—¡Bah! De millonario, nada. Usted es un tipo conocido, arquitecto o algo así… No sé, un personaje importante… Lo he visto. Por televisión.

—Eso fue hace mucho tiempo —contestó tranquilamente Hertz—. No soy arquitecto.

—¡No, ni millonario! Yo he oído que toda esa gente famosa… toman pulpa. Sólo que no cruda. En concentrados, tabletas…

—Posee usted unos amplios conocimientos —farfulló Saveliy.

—No se burle.

—Pues deshágase de esa porquería. La pueden meter en la cárcel sólo por posesión. Y a mí por connivencia.

—A nadie lo ponen a la sombra por posesión.

—Ya lo verá.

—Hablo en serio. —La chica olió el contenido del papel.

Quedó claro que era una gran consumidora. Además, Hertz lo sabía con exactitud, la pulpa cruda no huele a nada.

—Por la hierba no te encierran —repitió la joven herbívora—. Me lo dijo un «amigo». Él mismo estuvo allí, en la cárcel. Hace ya mucho que no encierran a nadie por la hierba. Al contrario, allí la consumen todos, hasta los vigilantes.

—No puede ser. Las cárceles están conectadas al proyecto Vecinos, donde hay teleobjetivos por todas partes…

—En casi todas partes, sí, pero no en todas —manifestó con un tono maduro la chica.

—Así que tiene usted un «amigo».

—¿Qué puede hacer una chica decente sin «amigo»?

—Todo.

—Entre paréntesis, es muy agradable. No me pone un dedo encima. Me lo ha enseñado todo.

—¿También le ha enseñado a comer hierba?

—¿Qué tiene de malo? —manifestó la chica en un tono divertido—. Ya veo, usted no es arquitecto, es un tío sombrío. ¿Sabe usted cómo se debe zampar?

—Consumir —la corrigió Hertz.

—«Consumir» —replicó su compañera de viaje con condescendencia— se utiliza para los narcóticos. La hierba se come. ¿Sabe usted cómo lo hacen?

—No tengo ni idea —respondió con firmeza Saveliy—. ¿Qué se requiere, una habilidad especial?

—Pues claro. ¿Cómo se llama?

«Se me ha adelantado», se dijo a sí mismo Hertz, y se presentó.

—Yo me llamo Ilona. Ya nos conocemos. Por cierto: gracias.

—No es nada.

—Si no hubiera sido por usted ya estaría en la cámara de infectados. Tendría que llamar a Moisés. Por supuesto, él me habría sacado de allí inmediatamente, pero después… —La chica suspiró—. No le gustan estas cosas, que me pillen en alguna historia… A él le gusta que todo se haga con discreción.

—Lo comprendo muy bien. ¿Adónde la llevo?

—A ninguna parte, no hace falta. Puedo bajarme aquí mismo. Tomaré un taxi. Claro que no tengo dinero, pero… Conozco a unos tíos que me llevarán por amistad.

—Si quiere, puedo prestarle algo.

La chica se rió.

—Eh, oiga, ¡no se debe dar dinero en préstamo! Eso sí que es un verdadero delito. Cien veces peor que estar en posesión de pulpa de tallo. Por eso sí que lo pueden encerrar. A usted y a mí.

Other books

Ship of Secrets by Franklin W. Dixon
Shadow Play by Barbara Ismail
Riders in the Chariot by Patrick White
Falling Bundle by Jace, Alex
Pentigrast by Daniel Sinclair
Mask of Swords by Jonathan Moeller