—¿Cuántos años tenía el tipo con el que te fuiste a San Petersburgo a meteros en las ruinas del Hermitage? ¿Veintinueve?
—Treinta y cuatro. ¿Y qué? Eso fue hace mucho tiempo.
—Treinta y cuatro. ¿Puedes creértelo? Treinta y cuatro. ¿De qué hablabais los dos? ¿De pañales? ¿De bombones de chocolate? Me han dicho que es totalmente pálido, de la cabeza a los pies. Más pálido imposible.
Bárbara se puso en jarras. En ese momento estaba elegante, con un corte de pelo estilo chico y unos enormes ojos de color gris ceniza.
—Sí, así fue. Estuve saliendo con un joven de treinta y cuatro años que no tenía nada en la cabeza excepto el submarinismo. Y sí, era de lo más pálido. Y lo sigue siendo. Y siempre será pálido. Sí, sí, sí. Y ahora dime: ¿qué te importa a ti esto? Era muy delgado y tristón. Estaba escribiendo un poema.
Hertz asintió con la cabeza.
—Perdona. Eso lo cambia todo. Por supuesto. ¡Un poema! Treinta y cuatro años. Submarinismo. Delgado y triste.
Bárbara se levantó bruscamente. Esto se le daba muy bien, lo de ponerse de pie en un instante. Se dirigió hacia la puerta y allí se volvió. En ese momento su pelo era de color fuego y tenía la nariz respingona. Evidentemente estaba funcionando el ciclo de «perra pelirroja sensual», pensó Saveliy.
—Si quieres saber más, te diré que todavía lo sigo llamando. Acabó de escribir el poema. Casi. Y algo más… —El rostro de Bárbara adoptó una expresión malvada. Estaba claro que el ciclo «Perra pelirroja sensual» incluía unos ojos fulgurantes de rabia y el frunce despectivo del labio superior—. A diferencia de ti, jamás en su vida ha comido esa porquería verde. Y tú te la tragas todas las mañanas.
Saveliy asintió.
No tenía nada que alegar. No tenía motivos ni ganas.
Los redactores jefe de las principales revistas no se rebajan a los escándalos. Son semidioses. Ellos manejan los escándalos, los crean, y con ellos ganan dinero, pero ellos no participan. Es desagradable, perjudica su comodidad psicológica personal.
—¡Bárbara! Perdona. Hoy he tenido un día muy fuerte emocionalmente.
—Pues esta mañana estabas bien, se oyó desde la habitación de al lado.
—Eso fue por la mañana.
—Si te sientes desbordado, ¿para qué has venido aquí? Deberías haber ido inmediatamente al psicoterapeuta de guardia del barrio.
—Es que quería verte a ti, no a un psicoterapeuta de barrio.
—Está bien —cedió Bárbara—, te perdono. Pero no ahora mismo. Ahora no vamos a cambiar nada, ni ganas de hacerlo.
—¿Y qué te apetece, ahora?
—Salir. Sola. Sentarme en algún sitio y pensar.
—No te vayas —le pidió Saveliy—. Tengo una noticia importante que darte.
Bárbara volvió a aparecer en el dintel de la puerta, ya sin maquillaje. Hertz vio que su novia estaba triste, pero muy guapa.
—Yo también tengo una noticia —dijo ella—. Y la mía es más importante que la tuya.
—¡Vaya! ¿Y cómo sabes cuál de las dos noticias es más importante?
—Todavía no te he dicho lo que sé —respondió tranquilamente Bárbara—. Sencillamente, mi noticia es la más importante.
—Veamos.
—Estoy embarazada.
Se dio media vuelta y salió.
• • •
A veces uno está sentado en el piso sesenta y nueve, a solas, al caer la noche, en su habitación, con la luz apagada, sentado en el sofá, con los brazos extendidos y mirando por la ventana. Al otro lado se cimbrean unos tallos gigantes, sin saber de dónde han llegado ni para qué (aunque hay suposiciones). Estás sentado y es como si te cayera por la cabeza agua jabonosa templada. El sesenta y nueve es un piso divertido. No estás ni arriba ni abajo. Y tampoco entre medias, ni en el centro. Empiezas a calcular el posicionamiento exacto y, después de algunos esfuerzos —no demasiado extenuantes— te das cuenta de que estás a tres cuartos por encima del piso más bajo y poco más de un tercio por debajo del más alto. Si fueras un tipo vanidoso y lleno de amor propio, esto te alegraría. Pero tú no eres vanidoso y no cuentas cuántas personas viven debajo de ti y cuántas encima. Tu única intención es determinar tu posición exacta. No con relación a los que están encima o debajo, sino con relación a ti mismo.
En eso radica todo el secreto: en determinar tu posicionamiento con relación a ti mismo.
Con relación a los otros, está todo claro. Abajo están los que excavan la tierra, abajo los constructores de motores para misiles (aunque a veces es al revés). Abajo están los tontos y los vagos; arriba, en las mismas nubes, los titanes del pensamiento y los adictos al trabajo.
Sin embargo, no quieres determinar tus coordenadas con relación a los genios o a los tontos. Tú eres genio e idiota a la vez. Ambas cosas al mismo tiempo. No quieres mirar a los demás. Siempre hay un otro. Siempre hay otro por encima de ti y otro por debajo. Si piensas en los demás todo el tiempo —quién está por encima, quién por debajo—, en un momento determinado se puede dejar de existir.
Para entender que tú existes, al caer la noche tienes que acomodarte en tu habitación, apagar la luz, colocarte en el centro del sofá con los brazos extendidos a los lados y mirar por la ventana.
Saveliy estuvo sentado una media hora, disfrutando de la inmovilidad, hasta que se dio cuenta de que quería desesperadamente permitirse tomar una cápsula. Para añadir pura alegría. Al fin y al cabo, hoy había sido un gran día, y también difícil. Histórico. Multitud de novedades. «¿Dónde están mis cápsulas? ¿Dónde está mi pulpa de tallo, la bendita séptima destilación? En la chaqueta, en el bolsillo interior.»
Se levantó. Tenía sed. Quería cantar a pleno pulmón un himno a sí mismo. Cada estado tiene su himno oficial. ¿Por qué una persona cualquiera no puede tener una sencilla canción solemne, para canturrearla de vez en cuando para sí misma, para que le levante el ánimo?
«Tengo cincuenta y dos años, y francamente, no soy la última persona de esta última ciudad. Voy a tener un hijo. Voy a tener un gran trabajo, con treinta empleados a mi cargo. Tengo una gran responsabilidad encima. ¿Dónde están mis cápsulas?»
La chaqueta estaba en el pasillo, colgada en la puerta de entrada de una manera extraña: un lado estaba mucho más caído que el otro.
Se acercó y rebuscó en el bolsillo. Claro, por supuesto. Lo había olvidado completamente. El regalo de aquel loco. El Cuaderno Sagrado. Por cierto que el trabajo de edición era excelente y caro, hecho en un plástico no inflamable superdelgado, con una encuadernación que resultaba modesta y fastuosa a la vez.
Lo abrió. Le pareció que las letras estaban iluminadas y que oscilaban levemente cambiando el contorno, y algunas incluso parecía que querían saltar de la línea. Esto también le resultaba conocido. Hertz sonrió para sus adentros. Caracteres mnemotécnicos. Si lo miras dos veces, seguro que lo recordarás siempre. Sin embargo, en el Templo del Tallo Divino la cosa estaba organizada seriamente:
Y DIJO DIOS: HE AQUÍ QUE OS HE DADO TODA PLANTA QUE DA SEMILLA, QUE ESTÁ SOBRE TODA LA TIERRA, Y TODO ÁRBOL EN QUE HAY FRUTO Y QUE DA SEMILLA. ESTO OS SERVIRÁ DE ALIMENTO.
—Tengo sed —farfulló Bárbara medio dormida, y con cuidado se dio vuelta hacia el otro lado de la cama.
—En seguida —murmuró Saveliy, y se levantó.
Encontró en la mesilla de noche un vaso con agua. Su mujer se irguió un poco sin abrir los ojos, extendió su mano rosada, bebió y, con un gemido de satisfacción, hundió la cabeza en la almohada.
Saveliy salió del dormitorio. A su espalda se cerró sin el menor ruido la puerta china con aislamiento acústico. La novedad le había costado una pasta, pero no importaba. Dentro de poco tiempo pondrían esas puertas en todos los apartamentos. Dentro de seis meses vendría al mundo un pequeño Hertz, así que era hora de preparar la casa para cuando apareciese un nuevo ser viviente.
En el cuarto de baño puso el ciclo de agua helada, alcanzando una temperatura tan baja que del grifo casi empezó a salir nieve natural.
Se miró en el espejo. El futuro papá no tenía mal aspecto, pero la flecha se disparó hacia arriba indicando despiadadamente que había aumentado la cantidad de arrugas mímicas (un 0,025 por ciento más por día) y que había descendido el nivel de humedad de la piel (un 0,003 por ciento menos por día); los párpados habían caído un 0,007 por ciento más, el coeficiente de flacidez indicaba un más 0,014 por ciento. En resumen, el ritmo general de envejecimiento era un 4,5 por ciento superior a la media y superior al cálculo individual en un 2,77 por ciento. A continuación empezó la lista de tratamientos recomendados, pero Hertz decidió no prestar atención. «Sí, estoy envejeciendo, no hay de qué sorprenderse. El que trabaja se desgasta.»
Se miró los dientes, que anteayer se había vuelto a pintar con esmalte rojo. Se bebió un litro de Baikal Extra Premium Lux, se lavó escrupulosamente y se dirigió a toda prisa a su despacho.
De uno de los cajones de la mesa sacó una bolita verde y se la tragó.
Por la mañana era imposible retrasarse. Sin darte cuenta traspasas la frontera entre estados de ánimo y pierdes el día. La fase de salida es pérfida y te embarga de prisa. Como que hace un minuto estabas despierto, dispuesto a tomarte una cápsula más, vestirte e ir al trabajo, y de repente ya no planificas nada, no te vistes y no vas a ninguna parte, y quedas colgado como en una pausa entre el segundo anterior y el siguiente, en algún lugar al lado de la ventana, bajo los rayos del sol. Para qué planificar nada, ir a algún sitio. Se está tan bien así.
Pero para un hombre ocupado, hijo del siglo XXII, la fase de salida no era necesaria. Mejor dicho, era necesaria, por supuesto. Todos saben que la salida es mucho más agradable que la fase de movimiento. Precisamente esta fase es la alegría en su forma más pura, sin ningún tipo de confusión, el placer refinado de la vida. Pero los que prefieren el segundo estado se convierten rápidamente en terminales. Les basta con unos cuantos meses. Los hombres modernos y activos no abusan del segundo estado. Comen pulpa de tallo todas las mañanas y pasan todo el día en movimiento.
En estos casos es especialmente bueno consumir no menos que la séptima destilación.
Saveliy Hertz, jefe de redacción de la revista
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, consumía la novena y la décima.
No desayunó. En principio, la novena destilación permite comer incluso carne, aunque en pequeñas cantidades, para que nadie sospeche. En general, todas las fases de purificación de la pulpa por encima de la séptima destilación eran un verdadero progreso. Si quieres, puedes comer carne grasa. Si quieres, puedes beber alcohol. Si quieres, trabajas. Incluso puedes volverte adusto, desagradable y agresivo. Sólo que todo tu trabajo, tu seriedad y agresividad se dan en tu exterior. Dentro de ti sólo hay alegría en toda su pureza, y toda ella te pertenece a ti y a nadie más.
En vez de desayunar tomó otros dos vasos de agua Premium Lux y se dio un baño con tónico. Cuando empezó a hacer efecto el contenido de la cápsula, cerró los ojos, contuvo la respiración y echó hacia atrás la cabeza. Todo herbívoro avanzado lo sabe: el primer minuto es el más interesante. Externamente uno se dedica con ímpetu a un plan lejano. Sólo se siente una incontenible y divertida curiosidad por uno mismo, por sus procesos internos, por su fisiología. Se siente la vibración de cada célula, cómo fluye la sangre: a impulsos fuertes y cálidos por las arterias; suave y dulcemente por las venas, tal como una crema espesa que sale por una jeringa culinaria.
Uno siente que le crecen el pelo y las uñas. Sabes exactamente cuál de tus múltiples pestañas se te caerá hoy a lo largo del día.
Los nervios zumban como si fueran los cables de la corriente eléctrica. Todo resulta sorprendente y entretenido, hasta la acumulación de sudor en las glándulas.
Salió del agua y suspiró. Se reía sin hacer ruido. Éste es el primer estado, mis queridos hermanos herbívoros. El pueblo lo llama «fase de movimiento». Ésta es la novena destilación. Vale la pena cada uno de los miles de rublos que cuesta.
La última vez compró al por mayor, para tener reservas para medio año. En total, ciento ochenta cápsulas. Con descuento. Se lo ofrecieron por amistad, pero a Hertz no le gustaban los «amigos» y siempre pagaba en metálico. Por lo general, los «amigos» no insistían. Para eso son los «amigos», o una amistad total o, al contrario, una bala en la espalda.
En resumen, hasta ahora no sabía nada de los «amigos». Para eso eran «amigos», para que nadie supiera nada de ellos.
Estiró una mano por el borde de la bañera. Sin mirar, agarró el albornoz que estaba tirado en el suelo, y palpó el pequeño tomo de plástico dentro del bolsillo.
Los libros de plástico son cómodos, se pueden hojear con las manos mojadas.
El mes pasado, Filippok había escrito, por encargo de Hertz, un largo artículo sobre los textos sagrados de los herbívoros. Se puso en claro que todo el trabajo editorial de las múltiples iglesias verdes, comunidades y sectas —ya fuera el Cuaderno Sagrado de los Seguidores de Juan Cometallos o las Inmortales Tablas de la Ley del Templo de la Hierba se había hecho con la más moderna tecnología.
Cada libro llevaba insertado un microchip, aunque no para sacar pequeñas cantidades de dinero de las cuentas bancarias de los novatos ingenuos, como había pensado Saveliy en algún momento. Todo resultó ser más ladino. A través de la señal de los microchips se podía seguir no sólo la ubicación de cada tomo, sino también el proceso de lectura del mismo. Los ordenadores de los templos verdes registraban cuántas veces al día (o al mes, o al año) se abría cada tomo y en qué páginas, qué capítulo se estudiaba atentamente o cuál se pasaba por encima. El artículo de Filippok levantó un gran revuelo. Más tarde se aclaró que después de la publicación del artículo, la demanda del «malvado libro oscurantista» (término con que lo definió el Patriarca de toda Moscovia y Siberia) se había disparado. Desde las comunidades de los Seguidores de Juan Cometallos empezaron a llegar regalos a la redacción —por cierto, de carácter totalmente seglar—, como viajes a la Luna para dos en clase económica. Hertz ordenó devolverlos. La revista
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no se mete en política ni en religión, y sólo acepta regalos de los clientes que invierten en publicidad.
Abrió el pequeño tomo y empezó a leer.
Y así se le dijo: