Clorofilia (31 page)

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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: Clorofilia
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—No. A las embarazadas les aconsejan no utilizar medios de comunicación intradérmicos.

—Hacen bien en aconsejarlo. Dile que también ella lo desconecte. Y que deje el aparato en casa. Hay que dejar en casa absolutamente todo. Y no decir nada a nadie. Nada de notas de despedida, absolutamente nada. ¿Me has entendido?

—Sí.

—¿Tienes animales domésticos? ¿Perro, gato, un loro?

—No.

—Eso está bien. Porque hay veces, ya sabes… Nosotros trasladamos al pasajero y de repente nos aparece con su querido perrito. Después el perrito empieza a corretear alrededor de un tallo, como si allí hubiera un difunto…

—¿Qué nos podemos llevar, entonces?

—Lo que quieras. Pero para los dos el equipaje no debería superar los dos kilos. El helicóptero es pequeño.

—¿Y qué se llevan normalmente… los otros?

—Fotografías, algún recuerdo de sus familiares y personas más cercanas. Ropa, comida, medicamentos, dinero y documentos no os van a hacer falta. Allí os darán de todo, incluidos los objetos de aseo, o como se llamen… Ahora vamos a tu casa, y por el camino vas pensando qué vas a coger. Llévate fotografías; dicen que ayudan mucho…

—¿En qué sentido?

Musa puso cara seria.

—Cuando empieza la despersonalización, las fotos de los parientes ayudan a hacer más lento el proceso.

Saveliy tragó una saliva amarga. Se sentía roto. A veces sentía escalofríos, en otros momentos se ahogaba de calor. Una hora antes el viejo canalla le ofreció unas pastillas pequeñas de un repulsivo color pardo. Le dijo que era extracto de pulpa cruda, que aliviaba durante la transformación. Pero Hertz le dijo orgullosamente que no tenía intención de comer hierba. Nunca más.

—Como quieras —asintió Musa, indiferente—. Más adelante será peor. Yo en tu lugar escucharía a un amigo con experiencia…

En lugar de las tabletas, Hertz se bebió un vaso de agua. No quería creer en lo que había oído de labios de Musa. Sabía que estaba obligado a creer que tenía solo una salida: creer sin reservas, porque todo encajaba, cada detalle estaba en su sitio, los hechos aislados conformaban un sólido sistema. Pero él, Saveliy Hertz, se reservaba el derecho a no creer hasta el final. Tenía esperanzas en algo mejor.

Las plantas no las tienen. No esperan nada, saben todo de sí mismas. Un tallo no quiere para sí un destino mejor, todo le parece bien. Crece hasta llegar a su límite y nada más.

Después todo fue realmente peor: el malestar físico dio paso a la tensión nerviosa. Durante cinco años Hertz había vivido en estado de pura alegría, y a medida que la quinta destilación —placer de los empleados creativos pero no ricos— se cambiaba por la sexta, era apreciada entre los empleados creativos ricos, y después se cambiaba por la séptima, la octava y la novena —símbolo de estatus, las preferidas de los esnobs y ricachones—, la alegría era cada vez más pura, más transparente y fascinante. Ahora alrededor de Saveliy se cernía el mundo real, gris y carente de alegría.

No dijo nada a su mujer. De cualquier modo no se lo hubiera podido explicar porque ella no le creería. Así que, simplemente mintió. Le dijo que la iba a llevar a la consulta de un médico, un especialista de primera clase.

—El profesor está muy ocupado. Nos ha dado hora para las seis de la mañana. Date prisa, querida.

Al oír lo del médico, Bárbara preparó sus cosas a toda prisa y se fue a dar una ducha. Las mujeres embarazadas sienten mucho respeto por los médicos. Bueno, las demás mujeres también. Mientras esperaba, Saveliy se paseó por el apartamento intentando acostumbrarse a la idea de que nunca más volvería allí. Mirase lo que mirase, todo lo veía por última vez. Aun estando borracho, medio sordo, tembloroso, le sorprendió la cantidad de cosas y objetos que todavía ayer le parecían absolutamente necesarios y que en ese momento se habían convertido en coágulos de materia sin sentido.

Siempre se había considerado un minimalista, no le gustaban los recuerdos de viaje —todos esos floreros, estatuillas, figuritas, retratos enmarcados—, y ahora se horrorizaba de su propia insensibilidad. ¿Qué puedes llevarte cuando te marchas para siempre? ¿El televisor? ¿El frigorífico? ¿El armario lleno de ropa? Encontró fotografías en el último cajón de la mesa. Su padre, su madre. Cogió una de unos escolares: Hertz y Godunov, orejudos, con catorce años, riéndose maliciosamente, con un mechón de pelo cayendo sobre la frente, ojos ardientes. Dos patas de un mismo banco, uña y carne, sobresaliente en literatura, suspenso en conducta. Encontró una foto de Bárbara siendo joven, mostrando abiertamente el escote, con la mirada de una elegante locuela, los labios húmedos. Una morena fatal con pendientes de brillantes. Reprendiéndose a sí mismo, amontonó todas las fotos, las que pudo sujetar con una mano, e intentó guardárselas en el bolsillo interior de la chaqueta, pero ahí estaban apiñados los montones de billetes tornasolados. Probó con el otro bolsillo, con el mismo resultado. Al final se sacó la camisa por fuera y las metió por dentro del pantalón.

Después llevó a su mujer en coche fuera del centro de Moscú. Se alegró de que Bárbara se hubiera dormido acomodándose en el asiento trasero y que no hiciera preguntas sobre la ruta que seguían. No tenía que ver los arrabales inseguros, de paredes antiguas infectadas de hongos, las charcas putrefactas en las calzadas con los adoquines levantados, ni la chusma pálida vestida con andrajos, ni las botellas de plástico vacías, arrastradas por las corrientes de aire a lo largo de negros callejones. «No hay que preocuparla con nada —pensó él—. Ojalá pudiera atraer hacia mí todas las preocupaciones del mundo con tal de no dejar ni una para la madre de mi hijo.»

«Perdóname, Señor, y déjame ir. No te pido nada porque sé que no es tanto lo que Tú tienes. Que te pidan otros, no yo. Y si está en el destino algo especial para mí, un poco de felicidad, o de salud, o de sol, o de aire, dáselo todo a la madre de mi hijo.»

Dejó el coche junto a la entrada del edificio. En el piso treinta y cinco cambiaron el hediondo ascensor de los pobres por uno seco y amplio que llevaba a los pisos superiores. Iba tres veces más de prisa que el anterior y en pocos minutos los dejó en la azotea de la torre.

Bárbara estaba callada, bostezando y tapándose la boca con la mano.

Aquí corría un viento helado. «Pronto llegará el invierno —pensó Saveliy—. ¿Eso es bueno o malo? A las plantas no les gusta el invierno. ¿O quizá es al contrario? ¿Sólo esperan el frío para poder dormir?»

El helicóptero era realmente pequeño, casi de juguete, y lo habían pintado con un color muy llamativo. Por alguna razón, Hertz esperaba ver algo más austero, negro —un expreso de medianoche, un
runaway train
—, pero en la pista de aterrizaje zumbaba sonoramente con sus alas una delicada mariposa, y un atractivo piloto sujetaba la puerta para ellos vestido con un mono amarillo que llevaba el emblema de alguna corporación comercial que Saveliy recordaba vagamente.

Por lo demás, el divertido y pequeño helicóptero le gustó mucho a Bárbara.

Musa entró el último y se abrochó el cinturón de seguridad. Con un gesto sugirió a los pasajeros que hicieran lo mismo. Bárbara tardó en ajustárselo, velando por su barriga.

Al medio minuto de despegar, Saveliy miró hacia abajo y se quedó sin respiración.

No se veía la ciudad. La ciudad no existía. El helicóptero volaba sobre un prado de color verde intenso. Las azoteas de los edificios que sobresalían entre la hierba parecían ajenas al entorno. Era como si alguien enorme hubiera salido a campo abierto y hubiera clavado unas estacas marcando la superficie para futuras construcciones, y de repente hubiera cambiado de idea dejándolo todo tal cual estaba.

Una alfombra esmeralda se perdía en el horizonte. Saveliy miró a la derecha, a la izquierda, y empezó a temblar horrorizado. Su conciencia se negaba a creer que en el mundo no existiera nada excepto el cielo azul y la hierba verde. Azul y verde, ningún otro color. Sólo cielo y plantas, nada humano.

—No mires —le aconsejó Musa, preocupado—. Te sentirás mal.

—Ya me siento mal —consiguió decir Saveliy.

—Algunos vomitan —afirmó Musa—. Y casi todos lloran.

Tercera parte
Capítulo 1

Tiene mucha sed. No quiere ninguna otra cosa, sólo beber agua.

Por mucho que le den, Saveliy se lo bebe todo de golpe. Pero le dan poco, seis tazas al día, y cada taza contiene doscientos treinta mililitros.

El café o el té lo sirven sin limitaciones, pero los herbívoros no toman ni té ni café. Ellos sólo tienen necesidad de agua pura.

Se puede salir del territorio de la colonia. A quinientos metros al este hay un barranco; en los bordes, sauces blancos y sauces llorones retorcidos, y bajando por la pared del barranco aparece una espesa zona de cardos, y más abajo aún corre un arroyuelo. Pero aquí beber del arroyo se considera algo muy indecente. Todos los que van a beber del arroyo lo ocultan escrupulosamente.

Por otra parte, el agua no está prohibida. En la colonia no hay ninguna prohibición, todo es voluntario, incluso la estancia. No quieres más, estás harto, cansado, pues vuelve a Moscú. La distancia hasta allí es de cuatrocientos cincuenta kilómetros, de alguna manera te las arreglarás. Eso, si no te devoran los lobos.

Y hay mucha agua. Una vez cada dos días, alguno de los voluntarios —por ejemplo, Gosha Degot— se sube a una vieja camioneta con motor de gasolina, la carga con grandes contenedores de plástico y se dirige al norte, a una aldea en la que hay un pozo. La camioneta hace un ruido horroroso y huele asquerosamente. Cuando Gosha la despierta a la vida, los herbívoros se apartan corriendo. No soportan los olores industriales. Pero, según la costumbre, hay que ayudar a los voluntarios. Saveliy se tapa la nariz y se va a trabajar, llevándose consigo normalmente a un compañero apodado el «Mediomuerto».

Mediomuerto está en la segunda fase de despersonalización, apenas si habla, es alto y muy delgado. Mide dos metros y ochenta centímetros. No tiene sialismo, pero suda mucho. Como todas las plantas, evapora el noventa y nueve por ciento de la humedad que absorbe.

Su piel tiene un color oliváceo. Los dedos de sus pies son muy largos. El médico dice que así es como se inicia la formación del sistema de raíces.

Saveliy todavía aguanta, todavía está en la primera etapa. Por fuera tiene aspecto de ser una persona común y corriente, pero en los hombros y en el abdomen hace poco que le han empezado a salir unas manchas deformes de color verde claro. Al principio eran totalmente pálidas, después adoptaron un color más intenso, y su tamaño va aumentando poco a poco. Esta clorofila se forma en las células de la epidermis.

Mediomuerto trabaja muy mal, pero en la colonia trabajan todos, incluso los que tienen dificultades para desplazarse. Hacen la limpieza, pintan donde haga falta o hacen turnos de cocina. Todos los jueves, Saveliy, junto con Mediomuerto, ayudan a Gosha Degot a cargar los contenedores en la camioneta. Después Gosha se arremanga los pantalones sucios de grasa y se sienta al volante. En el asiento de al lado deja un rifle automático. Saveliy y su larguirucho compañero se meten en la parte de atrás de la camioneta y se agarran con las manos a la barra de metal mientras recorren el tortuoso camino hasta la aldea.

En realidad no hay caminos. Hubo uno hace cincuenta años, y lo único que queda ahora de él son unas zanjas llenas de basura. El asfalto propiamente dicho está cubierto por una capa de arena y arcilla con una profundidad de medio metro. Por todas partes hay malas hierbas y bardanas del tamaño de una persona. Pero después de muchos meses, las ruedas de la camioneta han abierto en la maleza un carril bastante fiable.

Los habitantes locales cobran con sal, cartuchos, hachas, cuchillos y chocolate a los miembros de la colonia por utilizar el pozo. Los locales tienen una miel muy buena, pero les encantan las golosinas de ciudad. Aceptan donaciones a pesar de que desprecian a los colonos. Y los colonos, en respuesta, desprecian a los locales. Aunque hay excepciones. Gosha, por ejemplo, conoce a la mayoría de los indígenas de allí, y sabe mucho de sus usos y costumbres. Al contrario que Musa, que ni siquiera los considera seres racionales. Dice que las personas no pueden vivir en condiciones tan sucias y descuidadas, en cuevas con techos agujereados. Los locales odian a Musa y tienen mucho miedo de su helicóptero. En su dialecto ni siquiera existe un término para describir una máquina como el helicóptero. Tal vez odian a Musa no porque su helicóptero haga mucho ruido y no entiendan cómo puede volar, sino simplemente porque en su vocabulario no existe esa palabra.

A veces Gosha dice que los locales quieren matar a Musa. Pero entre todos no tienen más que tres rifles oxidados, y Musa nunca se separa de su automático.

Los locales son barbudos, tienen las piernas torcidas y son muy suspicaces. Es difícil hablar con ellos. Por lo demás, casi todos los voluntarios, más o menos, se defienden con su dialecto. A veces Saveliy tiene la sensación de que hasta ellos mismos hablan su dialecto con dificultad.

En relación con el sol, aquí todo está bien. Hay sol gratis, todo el que quieras para todo el que quiera. Especialmente ahora, a mediados de mayo. Al amanecer, la colonia ya no duerme. Los herbívoros, todos a la vez, salen de sus casitas y se encaran al este. Es el momento del encuentro, los minutos más mágicos de cada día. La hierba está cubierta de rocío, los pájaros cantan, sopla un viento fresco. Después aparecen los voluntarios y los médicos: sacuden a sus pacientes moteados y los devuelven al mundo consciente. Si alguno está especialmente colgado, puede que le pongan una inyección. Después llevan a toda la multitud a tomar sus medicamentos. Los herbívoros van adormilados, tambaleándose, algunos ni siquiera miran a ninguna parte, pero todos avanzan obedientes. Aquí nadie provoca conflictos. Sólo quieren beber, estar bajo los rayos del sol y crecer. Todo lo demás es superficial.

Los medicamentos cambian constantemente. Los médicos y farmacéuticos prueban, experimentan. Lo que más dan son unas pequeñas tabletas de color pardo con un sabor repugnante: extracto de sangre de ternera. Después viene el momento más dramático del día: miden a todos los enfermos. Si el herbívoro empieza a superar su altura normal, le diagnostican el segundo nivel. Pero en realidad esto no significa nada. Nadie sabe cómo curar el primer nivel de la enfermedad, así que nadie sabe nada de cómo tratar el segundo. Nadie sabe por qué la pulpa cruda no perjudica en absoluto la salud, y la pulpa de tercera destilación tampoco, ni de la quinta, pero el grado de concentración de la séptima convierte a las personas en semiidiotas verdes.

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