Clorofilia (29 page)

Read Clorofilia Online

Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: Clorofilia
12.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Yo no debo nada a nadie.

—¡Pues claro que debes! —chilló Valentina palideciendo—. ¡Te han confiado el negocio a ti! ¡Tú no lo creaste! ¡Llegó a tus manos cuando ya estaba todo hecho! ¡Y ahora, él te pertenece a ti y tú le perteneces a él…!

Hertz se pasó la mano por la mejilla y se percató de cuánto se arrugaba y lo que había envejecido su cuello.

—Oye —preguntó él calmadamente—, ¿qué destilación consumes tú?

—¿Qué?

—Digo que qué número te metes.

—¡¿Yo?!

—Sí, tú. ¿Qué número?

Valentina hizo una mueca burlona. «Algunos de ellos —pensó Hertz—, saben mostrar esa sonrisa torcida sin perder por ello su atractivo.»

—Sólo lo probé cuando era estudiante. Dos o tres veces, y no sé qué número era. Me invitó uno que quería ligar conmigo… Pero eso fue hace mucho tiempo. Y no me gustó.

—¿Por qué?

—Me resultó desagradable. Vista desde fuera parecía una tonta, y no me gusta parecerlo.

Saveliy asintió.

—Existe la opinión de que ser tonto es rentable.

—Probablemente. Pero eso sólo pasa en un ambiente de tontos. Y a mí siempre me ha atraído la gente inteligente.

—¿Como Godunov?

—¿Qué pinta en esto Godunov?

—¿Quién te atrae?

—Eso no es asunto tuyo.

—Es verdad, perdona, no es asunto mío. Ve y averigua inmediatamente adónde han llevado a Godunov. Y después prepara un comunicado para anunciar tu ascenso a jefa de redacción. Tráemelo y lo firmaré. Si pasa algo, toma tú misma las riendas del negocio. Valentina Mertvago, la dama de hierro, redactora jefe de la revista
Lo Más
. Esto va a ser muy fuerte.

—¿Y tú? —preguntó ella con una nueva voz, más suave pero firme.

Saveliy bajó la mirada.

—¿Yo? ¿Quién soy yo? Soy un herbívoro terminal con muchos años de antigüedad. Llevo muchos años consumiendo pulpa altamente concentrada. Te preocupa nuestro negocio, estupendo. Para que nuestro negocio no sufra, estoy obligado a dimitir.

Quiso esperar a que Valentina asintiera o que diera su aprobación con la mirada, pero no pudo contenerse y añadió:

—Pero esto no ocurrirá hoy.

Se puso de pie. Era hora de llamar a su «amigo».

—Hoy voy a intentar salvarme y sacar de allí a nuestros hombres.

Capítulo 9

Musa conducía confiado su modesto Ford chino: aceleraba bruscamente, sacaba la cabeza por la ventanilla cuando giraba, y, sentado al volante, parecía el típico jubilado de escasos medios. Así era su disfraz. El «amigo» de Saveliy era rico, probablemente muy rico, y sabía muy bien cómo tocar todos los resortes, hasta los más recónditos, aunque el papel de viejo cansado con su cabeza canosa lo interpretaba no sólo con gran talento, sino que era genial. Se vestía con una vieja chaqueta de lana y unos zapatos deformes sin tacón, miraba de una manera graciosa por encima de las gafas, arrastraba los pies al andar, le salían pelos de las orejas…, en definitiva, era el típico abuelo bonachón caucasiano en su variante de los que se ponen enemas de kefir y llevan siempre un comprimido de Validol en el bolsillo del pecho por si les da un ataque al corazón. En la realidad, era prácticamente la persona más todopoderosa y peligrosa con que se había cruzado Saveliy en toda su vida.

Dos veces dieron la vuelta al edificio Libertad —la primera abajo, a nivel del suelo, después por el puente elevado hasta llegar al nivel cuarenta— hasta que dieron con la entrada. En Moscú las comisarías de policía eran las organizaciones que menos llamaban la atención en toda la ciudad. En ellas la actividad de defender la ley se realizaba muy activamente, al tiempo que de forma oculta y callada con el fin de no alterar la comodidad personal psicológica de los ciudadanos.

En la entrada de la sección estaba de guardia un androide, un madero electrónico vestido de paisano. Se apoyaba en la pared fingiendo que no hacía nada. Musa pasó a su lado, giró en una esquina y frenó en seco.

—Yo negociaré. Después vendré a por ti.

—Ahí hay cámaras por todas partes —le advirtió Hertz—. Todas las comisarías de policía están conectadas al proyecto Vecinos.

Musa se rió despectivamente. Saveliy se sintió incómodo. En realidad, ¿qué puede enseñarle un periodista a un canalla profesional?

El canalla profesional volvió bastante de prisa. Se acercó al coche e hizo una señal instantánea, casi imperceptible. Hertz saltó a toda prisa del coche y corrió hacia él.

—Vamos —ordenó Musa—. Pero no te aceleres. ¿Para qué acelerarse?

—Perdone. —Saveliy echó a andar.

—Tampoco tienes que disculparte. ¿Para qué pedir perdón? No has hecho nada.

Saveliy no supo qué contestarle.

—Siempre —le advirtió Musa mirando a su alrededor—, siempre, compórtate como si no hubieras hecho nada. Aunque hayas matado a alguien hace cinco minutos, aparenta que no has hecho nada.

—Entendido —asintió Hertz con gran aplicación.

El androide que vigilaba la entrada no les prestó ninguna atención. Al entrar se encontraron en un vestíbulo intensamente iluminado, donde, desde un mostrador cromoniquelado, les sonrieron dos chicas jóvenes con aspecto de azafatas.

—Vamos al despacho número siete —dijo amablemente Musa.

—Les acompañaré gentilmente —les dijo— una de las chicas.

El anciano malhechor mostró una sonrisa paternal.

Desde lejos les llegó un grito. Saveliy se asustó.

—Hoy tenemos muchos borrachos —explicó en seguida la chica.

«Lo que nos faltaba —pensó Hertz—. No soy el único listillo.»

Tras un cuarto de siglo de práctica periodística, había estado incontables veces en las dependencias de la policía. Año tras año habían mejorado la limpieza y cada vez olían mejor. ¿Había menos delincuentes? Saveliy no lo sabía. Nadie lo sabía, ni los mismos delincuentes. Oficialmente la capital de Rusia estaba declarada una ciudad absolutamente segura. Sin embargo, los anuncios oficiales nunca habían conseguido eliminar de ella la ruidosa y vibrante vida extraoficial. Y cuanto más viejo se hacía Hertz, cuanta más experiencia adquiría, con más frecuencia se convencía de que Moscú era el lugar más extraoficial de todo el planeta.

La delincuencia había mutado. Los robos de un trozo de pan habían quedado en el pasado, y habían sido sustituidos por refinadas maquinaciones. A los niños y niñas con tendencia al robo y la violencia los ponían bajo control desde que estaban en el útero materno, pero esto no puso fin al robo ni a la violencia. La victoria sobre la pobreza no garantizaba la victoria sobre la avaricia, la envidia y el afán destructor.

En el despacho número siete, al otro lado de la mesa, se puso de pie un joven de aspecto frío con estrellas de sargento y musculatura de atleta. Sin mirar a Hertz, inclinó la cabeza brevemente ante Musa, salió y cerró la puerta tras él. El cierre neumático emitió un sonido significativo. «Totalmente aislada acústicamente —adivinó Saveliy—. Casi como la que tengo en mi dormitorio. Garantiza la tranquilidad de Bárbara. Auténtica calidad china. Sólo que esta puerta policial es diez veces mejor.»

—Siéntate —le recomendó Musa—. Ten en cuenta que vamos a tener sólo tres minutos, no más.

Hertz se sentó en la silla metálica y miró a su alrededor.

—Aquí llevan a cabo los interrogatorios —explicó Musa—. Esta habitación es un enorme detector de mentiras. En las paredes, en el techo, en el suelo, por todas partes hay sensores que miden la variación de la temperatura corporal del detenido, la producción de sudor, la dilatación o contracción de sus pupilas. También analizan la composición química de las espiraciones… En una habitación como ésta es difícil mentir.

—Pero se puede —dijo Hertz, por alguna razón como esperanzado.

—Se puede —respondió el viejo granuja con voz monótona—. Pero ¿para qué? Al que no ha hecho nada no se le puede pillar. El que no tiene nada que confesar, jamás confesará.

Saveliy asintió e hizo un gesto como si lo hubiera entendido. La pausa se alargaba. Tosió.

—Yo, de todos modos…, en relación con Mijáil Evgráfovich…

—Cállate —le ordenó Musa, enojado—. Ya te lo he dicho: no me preguntes nada de él. Y tú vas y vuelves a preguntar. ¿Por qué?

—Perdone.

El anciano malhechor suspiró pesadamente.

—Otra vez disculpándote. Eres duro de mollera, ¿eh? No entiendes a la primera. Pareces un tipo maduro, director de una revista… ¿También se lo repites todo dos veces a tu gente?

—A veces hasta diez.

El cierre de la puerta volvió a sonar. Saveliy se puso en pie de un salto. En el vano apareció una conocida figura larguirucha. Detrás de Godunov entró el sargento, lanzó una mirada a Musa y con un dedo le señaló la muñeca. Musa asintió. Hertz abrazó a Godunov. El genio de la literatura había estado sólo unas horas en prevención, pero ya tenía un aspecto demacrado y estaba más delgado. Tal vez el motivo no fue el estar en prevención, sino que, siendo como era un alcohólico crónico, no había tomado su dosis para desayunar. Sea lo que fuere, Saveliy estuvo a punto de echarse a llorar, y apoyó la nariz en la dura barba de dos días de la mejilla del genio.

El sargento salió sin hacer ruido.

—Hablad con libertad —dijo Musa—. Pero de prisa. Si tenéis algún secreto, me apartaré a un lado.

—¡Papaíto! —exclamó Godunov—. ¿Qué secretos? ¡Estoy tan contento! ¡Aquí es todo increíblemente divertido! ¡Hacía veinte años que no estaba en el trullo!

—Garri —dijo Saveliy—. ¡Garri! Tranquilízate. ¿Qué hiciste?

Garri se serenó.

—Esa pregunta se la haces a Pruzhinov. Es un montaje suyo.

—Me lo imaginaba —asintió Saveliy—. ¿Y por qué te metiste?

—Tú habrías hecho lo mismo —respondió Godunov con los ojos brillantes—. Habrían encarcelado al chico. Le habrían destrozado la vida.

Hertz desvió la mirada hacia Musa, que estaba sentado con la mano apoyada en el pómulo. Incluso era posible que estuviera dando una cabezada.

—Van a encerrarte a ti o al chico.

—El chico ya ha salido —declaró Godunov sonriendo—. Hace dos horas. He firmado la declaración de culpabilidad. He dicho que las cápsulas eran mías, que las tengo desde hace tiempo. No me acuerdo dónde las conseguí, estaba borracho…

—Eres un bobo. Os van a hacer análisis de sangre a los dos, a ti y a Filippok. Y tú hace mucho que no comes hierba.

—Ya la he comido —declaró Godunov—. Se la compré a mi compañero de celda. Se la cambié por un cigarrillo. Tercera destilación, una mierda asquerosa.

Saveliy empezó a transpirar.

—Mierda. No he caído en la cuenta. Ni siquiera te he traído tabaco…

El genio hizo un negligente gesto aristocrático.

—Olvídalo. Filippok no desaparecerá. Le he soplado una dirección donde hay gente fiable; le van a limpiar la sangre en un día con una química especial… En general no es un tipo tonto, se librará de ésta.

—¿Y tú?

—Yo iré a la cárcel.

—Estás loco, Godunov.

—Un poco —respondió éste, y soltó un silbido—. Ya lo ves, Saveliy, estoy escribiendo un libro. En ocasiones, una vez al año, incluso me llegan a llamar escritor. Pero los libros, hermano, no se escriben en los despachos. Mejor dicho, también se escriben en despachos, pero los mejores libros se escriben en sitios como éste… —dijo, señalando la habitación con las manos—. En las cárceles, en las trincheras, en los fosos, en los restaurantes asquerosos, en las servilletas de las tabernas. Mi lugar está aquí. No te preocupes, volveré en seguida. No me van a echar mucho. Cinco años como máximo. Y de paso me quito de la bebida. Ya pensaré en algo. No tengo familia, mi madre murió, nadie me va a llorar, así que…

—Sí —manifestó Saveliy—, alguien va a llorar por ti.

Godunov sonrió.

—Di a quien vaya a llorar por mí que no lo haga. No hay que llorar, hay que reír. Es la única forma de sobrevivir. ¿Me has entendido?

Hertz negó con la cabeza.

—¡Papaíto! —exclamó Godunov. Musa abrió los ojos—. No hay que provocar al sargento, es un tío normal. Ve a llamarlo.

Musa se puso de pie.

—Garri… —musitó Hertz—. Aguanta, ¿vale?

Godunov adoptó una pose valiente.

—Aguanta tú.

—Y no comas hierba —farfulló Saveliy—. En especial la refinada. Después… no alcanzas a comprender cómo te vas convirtiendo… Pensarás solamente en la luz transparente…

Volvió a sonar el pitido de la puerta. Godunov estalló en carcajadas.

—Hace tiempo que me di cuenta de que estás leyendo el Cuaderno Sagrado.

—Ya lo he leído.

—¡Joder! —exclamó el genio—. Fui yo quien lo escribió hace quince años. Me proporcionó unos buenos ingresos suplementarios, un buen dinerito, y lo escribí en dos semanas. Perdona, hermano.

—Espere —dijo Musa deteniéndolo—. Hemos olvidado lo más importante. —Metió la mano en un bolsillo y sacó dos paquetes de cigarrillos chinos baratos.

—Se lo agradezco de todo corazón —declaró Godunov con emoción—. Papaíto, cuida de Saveliy. Ya veo que eres capaz de todo. En cuanto salga en libertad te encontraré. Yo, Garri Godunov, no olvido las buenas acciones.

Mirando la espalda un poco contraída de su amigo, Saveliy pensó que lo creía en todo menos en una cosa: no pensaba que su colega fuera a volver pronto.

—Tienes un buen amigo —dijo Musa cuando se quedaron solos.

—Eso sería como decir mi «amigo» —dijo secamente Saveliy—. Pero Garri es… Nosotros…

—Que no se te peguen las palabras —le advirtió Musa suavemente—. Yo no soy «amigo» de nadie. Hace mucho tiempo que me salí del sistema. Ahora no pienses en Garri. La cárcel no es el peor sitio. Ahora piensa en ti.

—No hay nada que pensar —replicó Hertz sombríamente—. Piense o no piense, me ha llegado el final. Mañana me harán las pruebas. Desde luego, no he consumido pulpa a cucharadas, pero… Y a todas las personas de la redacción les van a pedir también que se hagan las pruebas. Lo más probable es que la mayoría se niegue. Yo también me negaré… Pero eso no importa.

—¿Y qué es para ti lo más importante? —preguntó Musa.

Saveliy inspiró profundamente, dispuesto a responder, pero en ese momento entró el sargento e hizo una seña.

—Vayámonos de aquí —dijo el viejo delincuente a Hertz. Estaba claro que abandonaba aquellas paredes con gran alivio.

Las señoritas de la entrada les mostraron unas fascinantes sonrisas de despedida.

—Agradecemos su visita —dijo una de ellas con voz melodiosa—. Si tienen ustedes alguna queja sobre el contenido de la conversación o sobre el aspecto exterior de nuestros empleados, o cualquier sugerencia o deseo…

Other books

The Caryatids by Bruce Sterling
Learning to Waltz by Reid, Kerryn
Libros de Sangre Vol. 3 by Clive Barker
The Heart Is Not a Size by Beth Kephart
Thursdays At Eight by Debbie Macomber
Amy Lake by Lady Reggieand the Viscount
Rage by Matthew Costello
Running To You by Roberts, DeLaine
Pale Horse Coming by Stephen Hunter