Clorofilia (38 page)

Read Clorofilia Online

Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: Clorofilia
13.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ella estaba grande, redonda, resplandecía con la cercanía de la maternidad. No tenía miedo a nada, ni a Dios, ni al diablo, ni al desorden de Moscú. Pronunciaba los reproches como si estuviera leyendo unos preciosos versos líricos, como cantando, con los ojos brillantes, con una inteligente semisonrisa. Tal vez estuviera proyectando a su marido en su hijo, practicando la entonación en su subconsciente.

• • •

Saveliy quería disculparse, tocarla, acariciarle la cabeza, pero en vez de eso dio un puntapié a la puerta, salió a la noche sintiendo rabia, enojo y otras emociones en absoluto propias de una planta.

Cierto que no quería irse. En la casita de su mujer olía a comida. Una hora antes Bárbara había estado cociendo carne, pollo para ser más exactos. Olía a sopa. Bárbara rara vez iba al comedor común, cocinaba ella misma. Aseguraba que eso la tranquilizaba, la ayudaba a aguantar. Mientras leían la revista, Saveliy inspiró con placer el olor de un ser vivo que había sido matado, cocido y comido por otro ser vivo, y pensó con prudencia en la curación.

A juzgar por todo, el nuevo medicamento milagroso estaba haciendo su efecto. Según la costumbre que había arraigado a lo largo de muchos meses, pensaba en sí mismo como en una planta; pero la apatía había remitido, sus nervios tenían ansia de excitación, sus músculos se tensaban solos, y la idea de comerse un trozo de carne caliente no se le iba de la cabeza.

Dio un salto desde el porche e inspiró el aire húmedo.

«Realmente sería bueno volver a Moscú. Allí hay carne caliente, peleas, pasiones. Allí hay vida. Hay que regresar, no importa que sea una persona o un tallo verde. A pie, en helicóptero, de cualquier manera. ¡Señor, ¿qué tallo puede salir de mí?! Soy una persona, un depredador de depredadores. Hay que regresar, sí. Abrazar a ese viejo borrachuzo de Godunov. Hablarle de la aldea secreta en la espesura del bosque. Y después, juntos (cogeremos a Filippok), encontraremos a Pruzhinov, lo sacaremos de debajo de las piedras, le abriremos la cabeza y le arrancaremos la lengua. Y a olvidarse de ese canalla para siempre. Nos dedicaremos a lo nuestro, a arrancar con los dientes el meollo de los acontecimientos, a escribir artículos, a publicar una tirada de cien mil ejemplares, a encontrar palabras cortas y precisas en lugar de largos cuadrisílabos. Convencer a la gente para que dejen de comer todo lo que crece sin su participación, y que coman sólo lo que han cosechado con el sudor de su frente.

»El que inventó eso de comer pulpa era un tonto. ¿Para qué comer algo blando si has nacido para roer, desgarrar, arrancar y hacer pedazos? ¿Para qué comprar una pastilla ilegal de la felicidad si la felicidad está ahí, es un don, y puedes coger todo lo que quieras con sólo poner la mano sobre el vientre de tu mujer embarazada?»

La aldea no dormía. Por todas partes se oían exclamaciones, gritos y risas. En algunos lugares ardían hogueras, se agitaban las sombras, la brasa de los cigarrillos iluminaba la oscuridad. Alguien cantaba con voz ronca, otro vomitaba, otro proclamaba a voz en grito, sin poder casi articular, lo bueno que sería meterse ahora una dosis del número ocho, o mejor aún, de la novena, para recordarlo siempre. Alguien le objetaba, acalorado, que era malo comer demasiado dulce.

Y no sólo dulce, añadió Saveliy por propia experiencia, evitando pasar por el lugar de la discusión. En general, comer demasiado es malo, ya sea duro o blando, carne o pastillas de la felicidad.

Culpable no es el que prueba algo nuevo, sino el que asegura que la felicidad se puede condensar en una tableta. Delincuente no es el primero que mordió el tallo, sino el que decidió purificar esa sustancia y fabricar concentrados.

Les da igual de dónde sacar la materia prima. Si no va a haber tallos verdes gigantescos se buscarán algo nuevo. Saben que siempre habrá demanda de dulce. Entienden muy bien que el hombre no es capaz de resistirse si lo tientan con felicidad en estado puro. La cogerá, la comerá y se olvidará de que en la naturaleza no hay nada en estado puro.

«Es hora de volverse a Moscú —se repitió Saveliy—. Ya basta de estar sentado en el bosque, ya no tengo nada más que hacer aquí.»

En el Cuaderno Sagrado —lo recordaba literalmente— estaba escrito así:

Si algo desconocido germina a tu lado o cerca de ti, no te apresures a degustarlo. Y si ya lo has probado, no te apresures a llamarlo miel, porque puede ser un veneno. Tampoco lo llames veneno, porque puede ser al mismo tiempo ponzoña y ambrosía. Todo depende de la magnitud de tu deseo.

Cuanto más degustes la miel dulce, más se convertirá la miel en gran veneno. Y el que desee comerse toda la miel de este mundo, acabará comiéndose también todo el veneno.

Capítulo 4

Aquí ayer hubo vientos fríos y suaves. A medianoche las tinieblas se hicieron tan densas que casi se las podía tocar extendiendo la mano, como a un animal asustadizo. En el tejado de cada casita había una farola encendida, pero más allá del espacio iluminado vacilaba una incertidumbre húmeda y violeta.

En el comedor común los voluntarios bebían vodka. Olía a gachas quemadas.

Saveliy no tenía miedo de la oscuridad, y mucho menos del bosque. Sintió que lo invadía una oleada de fuerzas. Las piernas lo llevaban solas. La tierra desprendía calor, y sintió un fuerte deseo de quitarse las botas.

En el límite del bosque lo llamó Musa.

—No deberías andar por aquí —le aconsejó éste.

A su lado apareció Glybov, vestido de camuflaje, borracho, la ametralladora terciada. Resoplando ruidosamente y oliendo a alcohol viejo (ayer se emborrachó) y nuevo (hoy también se había emborrachado), el millonario poco se parecía al atleta robusto y descarado que en cierta ocasión había respondido condescendientemente a las preguntas del periodista Saveliy Hertz mientras recorrían su soleada residencia moscovita. El vendedor de sol había adelgazado mucho, se había dejado crecer la barba, con motivo o sin él decía obscenidades y se sonaba ruidosamente la nariz, apretándose una de las fosas con un dedo. Recordaba a un pequeño ladronzuelo que hubiera escondido el botín de sus compinches y supiera que al día siguiente sus cómplices criminales lo iban a moler a patadas. Al recordar al antiguo Glybov, Saveliy miró al actual y pensó cuál de los dos sería el auténtico. Si las personas sólo son reales en los momentos de prueba, entonces resulta que la comodidad y la prosperidad están contraindicadas para ello, y que están en lo cierto aquellos que viven de acuerdo al principio «cuanto peor, mejor». Si las pruebas hacen humanas a las personas, significa que lo primero que necesitan las personas son pruebas, y después todo lo demás.

El cielo estaba encapotado.

«Hay nubarrones —pensó Saveliy—. Lloverá. Eso está bien.»

—Nos están observando —anunció Musa a media voz, mirando a la espesura—. Toda la noche. Veo por lo menos a dos. Allí, en aquel pino.

Saveliy intentó divisar algo en la oscuridad, pero no vio nada.

—Normalmente no suelen acercarse tanto —advirtió Musa—. Pero ahora están ahí de pie y mirando con curiosidad. Sin ninguna vergüenza.

—Pues que miren —dijo Saveliy encogiéndose de hombros.

—¿Qué crees tú que quieren?

Saveliy se quedó pensativo y dijo:

—Hoy ha habido mucho alboroto en la colonia. Y a eso han venido, a ver qué pasa.

—¿Quieres decir que ayer no había tanto ruido? —preguntó Musa.

—No. Ayer por la noche todo estaba tranquilo. En primer lugar, ustedes no estaban…

Musa rió maliciosamente.

—¿Y en segundo?

—Ustedes trajeron noticias de Moscú. Ahora se están comentando.

—¿Quieres decir noticias en relación con la hierba?

—Sí.

Glybov soltó un escupitajo.

—En Moscú todavía no está nada claro lo de la hierba —afirmó.

—En mi opinión —replicó Saveliy— ya está lo suficientemente claro. La hierba se está muriendo. Los voluntarios están animados. Otros lo celebran bebiendo y poniendo música. Los salvajes se inquietaron y han enviado a sus espías.

El millonario volvió a escupir.

—No me gusta que me observen —declaró—. Ya he tenido suficiente de eso en Moscú. ¡Dos videocámaras por cada metro cuadrado de espacio! Y tengo que volar quinientos kilómetros para encontrarme con lo mismo. ¿Qué tenemos aquí, un bosque virgen o el proyecto Vecinos?

—Vale —asintió Musa—, que miren todo lo que quieran. Vámonos a dormir. Mañana tenemos muchas cosas que hacer.

—Ahora vamos —farfulló Glybov dando un paso hacia adelante. Rozó a Saveliy en el hombro, tiró del cierre del arma y gritó con voz ronca—: ¡Eh! ¡Ciudadanos indios! ¡Salid si os atrevéis! ¡Somos todos de la misma sangre!

Musa se carcajeó en voz baja.

—¡Señores Mowgli
[16]
! —continuó gritando el millonario—. ¡Dentro de nada tendréis que hacernos un hueco! ¡Vamos a traer cien mil vagos urbanitas y tendréis que enseñarles a sembrar nabos y a pescar! ¡Se acabó nuestra ciudad! Tal como la Atlántida se hundió en el océano, así se va a hundir Moscú en su propia grasa. Vamos, salid, vamos a hablar. La civilización ha muerto. La historia se ha acabado. Llevadme con vosotros, soy fuerte, os seré útil. ¡Solicito que se me admita en las filas de la tribu del Alce Blanco! Si no, organizaré mi propia tribu. ¡La tribu de los masticadores de pulpa verde! ¡Vamos, salid! ¡Os estamos viendo! ¡Sabemos que estáis ahí!

Los aborígenes, naturalmente, no salieron. Si Saveliy hubiera sido uno de ellos seguramente tampoco habría salido.

—¡Venga, salid! —gritó Glybov, cargando el arma—. ¿Qué cojones hacéis escondiéndoos en los arbustos? ¡Yo soy Petia Glybov! ¡Tiré abajo mi primer tallo cuando tenía trece años! ¡Salí del moho, nací en un séptimo piso! ¡Que salga el que se atreva! ¡Cuchillos, hachas, mermelada. También soy el dueño de todo eso! ¡Os voy a cortar la cabeza a todos! ¡En cuanto saltéis de la rama, os meto un tiro que os vais a caer de espaldas!¡Os aplastaré, os destruiré, cien veces os compraré y os venderé!

—Ya basta —dijo Musa en tono conciliador—. No van a salir.

—¡Pues que se larguen de aquí! ¡¿Me oís, comanches de mierda?! ¡Vamos, largaos a casa, a vuestra guarida! ¡Meteos en vuestros agujeros y quedaos allí sentados! ¡Os aplastaré! ¡Todo Moscú ha estado a mis pies, y también lo estaréis vosotros!

Glybov levantó la ametralladora y disparó al cielo. En la zona del comedor, donde pasaban el rato los voluntarios, se oyó un chillido de mujer.

—¡Eh! —protestó Musa, enfadado.

Glybov esperó.

—¡O salís —gritó— u os largáis con viento fresco! ¡Contaré hasta tres! ¡Si no, os dejaremos sin mermelada!

«Ahora va a empezar a disparar —pensó Saveliy—, y no va a disparar al cielo, sino al bosque.»

El millonario ebrio sostuvo con fuerza el arma con la intención de soltar una ráfaga apoyándose la ametralladora en la cadera. El arma escupió una llamarada naranja. Saveliy dio un salto, asombrándose de su propia destreza. Agarró el cañón, apuntó con él al cielo y las balas desaparecieron en el follaje. El eco de los disparos cruzó el cielo de un extremo a otro, como una bola de billar que rebota de un lado a otro de la mesa. Se quemó la palma de la mano. Glybov, asombrado, dio un grito, empujó a Saveliy y le propinó unas cuantas patadas brutales en el abdomen. Saveliy tropezó con una raíz y cayó, y en ese mismo momento se levantó de un salto, apretó los puños y le devolvió los golpes con todas sus fuerzas, impactándole en el vientre y los pómulos. El millonario resultó ser un tipo robusto y apenas se tambaleó. La oscuridad ocultaba sus verdaderas intenciones, pero se veía la expresión de su cara. Musa reaccionó de inmediato, lo sujetó, lo apartó y evitó que la ira del millonario se convirtiera en algo peor. Glybov podría haber matado a Saveliy, o haberlo herido gravemente. O al revés, Saveliy podría haber mutilado al millonario. O ambos se habrían agarrado y rodado por la hierba húmeda.

En un instante se tranquilizaron los dos. Saveliy se puso en pie y bajó las manos. Le dio pena. De buena gana lo hubiera golpeado otra vez, o cuatro veces.

—¡Eh! —ordenó Musa—. ¡Basta, basta!

—¡Mira —dijo Glybov entre dientes, soltándose de un tirón del abrazo de su compañero—, nuestro tallo ha demostrado que es muy activo! ¿Qué, te da pena de los hermanos verdes? ¿Crees que un árbol protege a otro?

—Yo no soy un árbol —le cortó Saveliy.

—Basta ya —repitió Musa.

—Los árboles no pintan nada aquí —dijo Saveliy, resoplando—. En el bosque viven personas.

—¿Y yo? —rugió el millonario—. ¿Soy una persona para ti?

—Sí, así que compórtate como tal.

Después se oyó otra voz, y los rayos de una linterna iluminaron sus rostros. Glybov retrocedió y dio media vuelta. Empezó a soltar palabrotas en voz baja y casi daba la sensación de estar llorando.

—¡Os habéis vuelto locos! —gritó el portador de la linterna—. ¿Qué pasa aquí?

—Todo en orden, doctor —lo tranquilizó Musa.

—¿Por qué ha pegado a un enfermo?

—Yo no soy un enfermo —dijo Saveliy, alzando la voz—. Todavía no está claro quién es el enfermo aquí. No se debe disparar al bosque. Se puede herir a alguien.

—¿Y quién ha disparado?

—Nadie —respondió en voz baja Glybov—. Ha sido una torpeza. Por no manejar el arma con la debida precaución. Entre paréntesis, doctor, ¿sabe usted que la colonia está rodeada? Los neandertales nos están observando desde cada arbusto.

—Son sus arbustos —dijo tranquilamente Smirnov—. Que miren, si quieren.

—Ah, así que es eso.

—Sí, exactamente es así. Saveliy tiene razón, no se debe disparar. No se les puede hacer nada malo.

—¡Puede incluso incluirlos en el Libro de Honor!

—Escuche, nosotros estamos en deuda con esta gente.

Glybov estalló en carcajadas nerviosas.

—Yo no debo nada a nadie.

—Sí —afirmó Smirnov—, ya lo creo que debe. Todos nosotros debemos. Precisamente por nuestra culpa ellos viven como salvajes.

—¿Por nuestra culpa?

—Viven en el mismo país que nosotros. Hablan el mismo idioma.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso?

—Si quiere, puede excluirse.

Musa farfulló algo, pero no en ruso. Smirnov suspiró y con una voz nueva y cansada dijo:

—Formalmente el jefe aquí soy yo. El director. Les pido que se vayan, y de ahora en adelante cumplan con las normas de disciplina de la colonia. Bastantes dificultades tengo ya para mantenerla. Ya conocen el tipo de público que tenemos aquí: gamberros, jugadores de cartas empedernidos, canallas de toda índole… Y cuando usted aterriza con su ametralladora se organiza un auténtico caos… No altere al colectivo. Que no se vuelvan a repetir los disparos. ¿Le queda claro, Glybov?

Other books

A Past Revenge by Carole Mortimer
The Orpheus Trail by Maureen Duffy
Holiday Homecoming by Jean C. Gordon
The Shoplifting Mothers' Club by Geraldine Fonteroy
The Madonna of Notre Dame by Alexis Ragougneau, Katherine Gregor
Fixing the Sky by James Rodger Fleming