La cara del millonario, de color amarillo por la luz de la linterna, parecía enteramente la de un loco.
—Tiene usted razón, doctor —dijo lentamente—. Por supuesto. Ningún problema. Vamos a amar y a compadecer a todos. Todos somos hermanos y todo eso…
—Si quiere le pongo una inyección. Se tranquilizará de inmediato.
Glybov escupió en el arbusto más cercano.
—¡Váyase a la mierda con sus inyecciones! ¿Cuándo y a quién han ayudado sus inyecciones? ¡Usted me prometió que salvaría a mi esposa! ¡Y resulta que se preocupa de los salvajes! ¿Por qué está aquí ahora? ¿Por qué no está al lado de ella? ¡Me he arrastrado ante usted! ¡Le he suplicado! ¡He hecho de todo! ¡He dado una enorme cantidad de dinero! Devuélvamela, no puedo vivir sin ella, me falta el aire… Toda su ciencia no puede salvar a una sola mujer… ¡Todo lo hice por ella! Negocios, solarios, el piso noventa y cinco… ¡Todo, absolutamente todo! Y ahora usted está aquí y ella…
—Hago todo lo que está en mis manos. Le ruego que se tranquilice.
Glybov arrojó la ametralladora y empezó a alejarse medio tambaleándose.
—Musa, vigílelo —pidió Smirnov.
—Y usted —replicó amablemente Musa—, no le vuelva a permitir la entrada en el pabellón de infectados.
Smirnov resopló.
—Escuche, el problema es su mujer, no el pabellón. Toda la colonia es de su propiedad. ¿Cómo puede concebir eso?
—He hecho una simple sugerencia.
—Les pido que mañana mismo por la tarde vuelen de regreso a Moscú.
—De acuerdo —respondió Musa tranquilamente levantando el arma del suelo.
—Y tú, Saveliy, vas a venir conmigo. Voy a examinarte.
• • •
La casita de Smirnov por dentro se asemejaba a la celda de un monje. Saveliy echó un vistazo general y dijo:
—Usted, doctor, probablemente no se tiene ningún cariño a sí mismo.
Smirnov se sentó cerca de una minúscula mesita baja y encogió los hombros.
—¿Cómo que no me tengo cariño? Me amo. Pero digamos que no muy intensamente. ¿Qué te ocurre con Glybov? ¿Algún conflicto?
—Ningún conflicto. Quería disparar y yo se lo he impedido.
Smirnov bajó la mirada y empezó a examinar a Saveliy de los pies a la cabeza.
—¿Cómo te sientes?
—¿Que cómo me siento? Pues mire, nada mal… No tengo sueño. Tengo la cabeza clara, estoy muy despierto. Es posible que esas nuevas pastillas estén haciendo efecto…
—Ya —murmuró Smirnov—. ¿Sientes una sensación extraña en las piernas?
—Un poco.
—¿Excitación? ¿Como que te pican los puños? ¿Quieres pegar?
—Lo ha adivinado. ¿Qué es eso?
—Nada. Preguntaba por si acaso… ¿Te ha pegado Glybov?
—No ha sido nada. Olvídelo. —Saveliy se estiró con placer y se quedó mirando los ojos apagados de su interlocutor—. Dígame mejor qué pasará con nosotros. Corren rumores de que nuestro millonario puede dejar de mantenernos. Que va a coger su dinero y va a emigrar a otro país. En Moscú no tiene nada que hacer. Moscú ha dejado de ser una ciudad cómoda para vivir.
Smirnov movió su taburete y se sentó junto a la mesa. Hizo una mueca y estiró las piernas con cuidado. Saveliy recordó que ese mismo taburete paticojo estaba en la vivienda del médico en Moscú. El asiento no era mayor que una hoja de cuaderno.
—Moscú —declaró Smirnov— siempre ha sido así.
—¿Y qué me dice de la hierba? ¿Es verdad que se ha acabado?
—Es muy probable.
—Entonces es el final de Moscú.
Smirnov negó vehementemente con la cabeza.
—Con Moscú no va a pasar nada. Nunca. Moscú es una ciudad eterna. Si piensas, la hierba… Tengo noventa años, Saveliy. Me crié en Moscú, es una ciudad que siempre he querido. Recuerdo el auténtico y antiguo Moscú. Sus casas independientes tipo palacete, sus patios, bulevares. Iba uno por la calle y había ruido, estruendo, los coches pasando a toda velocidad. Dabas la vuelta a una esquina y reinaba la tranquilidad de un callejón, el que fuera, Dénezhniy, o Starokoniúshenniy
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, y ahí mismo te entraban ganas de acostarte y echarte un sueñecito… Era una ciudad que parecía cuidar de ti, como si en el momento que lo necesitaras te pusiera una almohada bajo la cabeza… Después todo se vino abajo. No sé quién y para qué tuvo la idea de levantar esas torres, esos penes de hormigón armado, esa arquitectura… Pero bueno, no importa. —Smirnov suspiró—. No temas. Glybov no irá a ninguna parte. Sencillamente no lo dejarán. Antes, la gente como él huía a Londres, pero ahora los ingleses exigen un certificado a cada turista ruso, un certificado de que no tiene dinero. A los ricos no les extienden visado. En cuanto a la hierba… Claro, si el micelio realmente se ha consumido, dentro de poco todo cambiará. Nos encontraremos con treinta millones de marginados con una psique dañada y sin posibilidad alguna de curación. Siempre serán personas perdidas para la sociedad. Hasta el día en que se mueran no podrán olvidar la sensación que les producía la pulpa de tallo. Les espera un trabajo triste y pesado, una comida monótona y de mala calidad. Será imposible infundirles ánimo, organizarlos, invitarlos a tener paciencia. Se estarán envenenando constantemente con los recuerdos de un pasado cómodo. Se acordarán de los tiempos en que los chinos trabajaban y los rusos tenían felicidad en estado puro… Tal vez haya que sacarlos a la periferia, construir comunas parecidas a los viejos
kibbutz
de Israel y obligarlos a cultivar la tierra. Habrá que enseñarles a trabajar. Convertir poco a poco a la plebe en personas valiosas… Será duro, pero no moriremos. Estuvimos trescientos años bajo el yugo tártaro, los polacos nos pasaron a sangre y fuego, y Napoleón, y Hitler. Nuestro camarada Stalin nos mandaba a los campos de concentración. Todo el mundo estaba en deuda con nosotros, pero se burlaba de nosotros. ¿Qué representa esa hierba para nosotros? Un arbusto. Encontraremos la solución. Siempre fuimos y seremos…
—Estoy de acuerdo —asintió Saveliy con decisión—. Escuche, doctor, yo tengo la sensación… de que me he curado.
Smirnov movió lentamente la cabeza de arriba abajo en señal de asentimiento.
—Quiero volver atrás —dijo Saveliy—. Volver a la ciudad. Es una tontería quedarse sentado en el bosque cuando allí se está cociendo una bien gorda. Al fin y al cabo, soy periodista… Mándeme de vuelta.
—¿Y Bárbara?
—Bárbara es mi mujer. Me quiere y me apoya totalmente. Esperaré a que dé a luz y me iré en el primer helicóptero que pueda. Quiero hacer algo. No soy un marginado y no busco sólo una alegría en la vida.
—Bueno, eso es estupendo. —Smirnov empezó a ordenar cuidadosamente sobre la mesa varios lápices y cuadernos—. Eres estupendo. ¿Estás diciendo que has rejuvenecido?
—Sí.
—¿Tienes deseos de correr, de saltar? ¿Tienes buen humor? ¿Estás dispuesto a remover cielo y tierra?
—Exactamente.
—¿Y quieres comer? ¿Tienes apetito?
Saveliy se quedó pensativo.
—No se le puede llamar apetito… Pero el olor a comida me resulta agradable. Lo que sí quiero es beber. Probablemente es un fenómeno residual…
Smirnov se puso de pie y, sin prisas, estiró su camisola larga.
—Ven aquí… —Guardó silencio—. Vamos a medir tu altura.
—Cree que…
—De momento nadie cree nada. Vosotros, los periodistas siempre os apresuráis a sacar conclusiones. Ponte de pie aquí y mantén recta la espalda.
Mientras Smirnov realizaba las oportunas mediciones y estudiaba el historial clínico de la enfermedad, Saveliy se mantuvo callado La animación se había ido a alguna parte, como el deseo de remover cielo y tierra.
—¿Qué pasa, doctor?
Smirnov apretó sus finos labios.
—Cómo explicártelo…
—Hable claramente…
—¿Sabes, Saveliy? Ahora no te puedo decir nada. Mañana tu médico de cabecera realizará una segunda medición. Entonces sacaremos las conclusiones.
—Mañana —recordó sombríamente Saveliy— iremos al bosque, a ver a los locales, a cambiar tierra por mermelada.
—A ti no te obliga nadie. Quédate aquí. Pasa el tiempo con tu mujer, descansa.
—¿De qué? No estoy cansado. Iré como todos.
—Está bien, irás.
—¿Cuánto he crecido?
—Casi dos centímetros. Pero de momento no hay de qué preocuparse…
—No me preocupo.
—Hay que hacer mediciones exactas de los dedos de los pies. Entonces estará claro.
—¿Significa eso que sentirme más fuerte, más vivo y todo eso son síntomas del segundo nivel?
Smirnov asintió.
—Se confunden con los síntomas de curación. En realidad hay una mejora temporal del estado interior inmediatamente antes de iniciarse el período de deformación del tejido óseo. Perdona, Saveliy. Me resulta muy desagradable decirte esto precisamente a ti…
—No pasa nada —dijo Saveliy, tragando amargamente—. Sobreviviré.
—No te olvides de tomar la medicina.
—La tomaré, pero ¿para qué? Si ya ha empezado la segunda fase…
—No pienses para qué. Simplemente tómala, eso es todo. ¿Sabes que en una de las colonias se ha dado un caso de completa recuperación? La mujer tenía exactamente todo los síntomas de la primera fase: apatía, tendencia a la inmovilidad, cambio de color de la pigmentación de la piel y todo eso. Pero se curó.
Saveliy sonrió.
—Déjelo, doctor, se lo ruego. No sabe mentir. Cuéntele ese cuento a otro. A Mediomuerto, por ejemplo, que tanto cariño le tiene a usted. Y le cree.
—Tú también puedes creer. Realmente hubo un caso de curación. Sólo uno, es cierto. Pero nos alegramos mucho. Lo importante es que tenemos un precedente. Ese hecho lo relacionamos con la disminución del crecimiento del micelio. Quizá existe alguna conexión entre los tallos adultos y los herbívoros infectados. Por así decirlo, a un nivel sutil… Así que, amigo mío, para ti todavía no está todo perdido.
—¿Y para los que están en el pabellón de infectados?
—No lo sé. Pero tenemos intención de sacarlos a todos. Cueste lo que cueste.
—Oiga, doctor, usted siempre habla en plural cuando se refiere a usted mismo. Desde que lo conozco siempre se comporta como si detrás de usted hubiera alguna fuerza. Como una orden secreta. ¿Quién es usted? ¿Un templario? ¿Un masón?
—¿Masón? —repitió Smirnov riéndose—. No soy un masón, Saveliy. Pertenezco a otra orden, mucho más numerosa y noble. Es la más grande e influyente organización no oficial en la historia de la humanidad. Somos más astutos y fuertes, e invencibles… —El médico adoptó un aire de tristeza. Era evidente que su propia invencibilidad no lo alegraba—. Somos mucho más fuertes que todos los rosacruces y masones. En comparación con nosotros, los masones no son más que una pequeña secta decorativa. Nuestras proporciones son enormes. Nuestra historia hunde sus raíces en la profundidad de los siglos. Nosotros tenemos poder sobre las mentes. Nosotros creamos la historia, la política y la cultura. Nosotros castigamos a los zares, organizamos revoluciones, fabricamos cohetes, bombas y medicamentos para todas las enfermedades. Estamos en todas partes y somos omnipotentes.
—Entonces, ¿quién es usted?
—Yo soy un intelectual ruso —respondió Smirnov—. Como tú. Así que, créeme, Saveliy. Y no sólo a mí. Cree en ti, cree en tu esposa, en tus compañeros. Cree. Cuando me refiero a mí hablo en plural para que tú creas que hay muchos como yo… Todo el mundo debe recordar esto: si nos sucede alguna desgracia, alguien vendrá en nuestro socorro. Y vendrán muchos. Esto es muy importante: creer que vendrán MUCHOS. En general hay más gente buena de lo que nos parece. Tú también eres una buena persona, Saveliy. Créetelo.
—Lo intentaré.
—Si te soy sincero, estoy un poco enfadado contigo. Desde el primer día que llegaste aquí te veo abatido. Y yo contaba contigo. En Moscú dirigías una revista, eras el líder. Aquí espero lo mismo de ti. Olvídate del abatimiento. Somos personas, y nos vamos a alimentar unos a otros de fe y esperanza. Yo creo y espero, y haré todo lo posible para que tú también tengas fe y esperanza. De lo contrario, ¿qué clase de personas seríamos?
Saveliy asintió y en seguida comprendió que parecía más abatido que nunca.
—Gosha Degot, tu compañero, dice que te has rendido —continuó el doctor—, y que vas diciéndole a todo el mundo que eres medio tallo. Eso no se debe hacer. Tú eres una persona. Siempre lo has sido, y lo seguirás siendo mientras te quede un porcentaje de humanidad. La punta de una uña. Y ahora, vete, y no pienses en qué fase estás ahora. Busca a tu compañero Gosha y ayúdalo a calmar a esa banda de borrachos. Si pasa algo, me llamas.
Llevaba lloviendo desde la noche anterior. De madrugada remitió un poco, pero no cesó. Parecía estar sembrando. Después de media hora de marcha bosque a través, el todoterreno estaba cubierto hasta el techo de ramas de pino, hojas húmedas y pegotes de arcilla. Desde fuera tenía un aspecto imponente, como si fuera la prueba de la omnipotencia de la civilización tecnológica.
La espesura del bosque ululaba. Las ramas de los abetos se doblaban bajo el peso del agua. De las ramas se desprendían gotas gruesas que les caían encima de la cabeza y de los hombros. Saveliy se empapó en seguida. Como persona le resultaba desagradable, pero era sólo medio persona. Como tallo novato disfrutaba de la abundancia de humedad y miraba con aire de superioridad a sus compañeros.
Musa y Gosha Degot no prestaban ninguna atención a las condiciones climáticas, pero Glybov inspiraba pena con su barba mojada. Sin haber dormido por la noche, con aspecto tétrico, el millonario olía fuertemente a agua de colonia y bebía a cada minuto de una botella de Baikal Double Premium Lux. Sin duda se había olvidado de la riña y los disparos del día anterior y también de su ataque de histeria. Por supuesto no llevaba los ojos tapados, pero ni una sola vez miró a Saveliy. Como persona, a Saveliy le importaba un carajo, y como tallo, más todavía.
El antiguo redactor jefe aguzaba atentamente el oído, intentaba percibir todos los detalles relacionados con la llegada de la segunda fase de despersonalización. Mientras ayudaba a Gosha y a Smirnov a arrancar la hierba en medio de los claros, mientras extendía la lona impermeabilizada, pensaba en que, a juzgar por lo que sabía, él era el único periodista del planeta que estaba experimentando una mutación, el único
homo florus
capaz de juntar palabras para componer una frase, y que su deber era escribir todo este proceso con detalle con moraleja añadida. Mientras la cabeza le funcionara, mientras los brazos no se le convirtieran en ramas.