«Empezaré hoy mismo», se prometió solemnemente.
La lona no tardó en empaparse, adoptando un color pardo, pero la lluvia fue cesando poco a poco, y a través de las capas de nubes grises empezó a asomar una luz transparente. El acero pulido de los cuchillos y las hachas reflejaba el intenso azul del cielo.
Fulguraban los filos y las etiquetas. Fabricado en China. Fabricado en China. Fabricado en China.
No tuvieron que esperar mucho. Los aborígenes no conocían las horas, vivían de la mañana a la noche, pero nunca llegaban tarde a un encuentro. El bosque era su casa. Naturalmente, sentían la presencia de extraños a una distancia de muchos kilómetros. Saveliy sintió de repente la mirada de muchos ojos atentos. De la selva verde emergieron unos cuerpos mojados semidesnudos. Cejas separadas, los pelos enmarañados hasta los hombros, unos trapos que colgaban de la cintura y las rodillas, los hombros y los codos llenos de arañazos.
Musa puso de repente una mano en el hombro de Saveliy.
—Algo no va bien —dijo en voz baja.
—¿En qué sentido? —preguntó Smirnov.
Mirándose las piernas, Musa habló intentando no mostrar preocupación:
—Son demasiados, unos treinta, tal vez más. Tienen rodeado todo el claro.
—Lo que faltaba —farfulló despectivamente Glybov—. Mermelada, cuchillos, hachas, chicas… Los comanches se han traído a todo el campamento. En cuanto nos larguemos se van a dar un buen banquete. Tienen mucho que repartir.
Mitiay el Joven parecía aún más divertido que el día anterior. La lluvia, evidentemente, no lo molestaba lo más mínimo.
—Buenos días —lo saludó Gosha con toda solemnidad.
—Y para ti también —respondió el salvaje echando un vistazo a los montones de regalos.
«Ahora va a preguntar por la ametralladora», pensó Saveliy.
La lluvia fastidiaba al ex jefe de redacción. Bajo la lluvia era mejor ser un tallo verde que una persona. El tallo se siente alegre bajo la lluvia, mientras que la persona se entristece y se agobia. Está bien ser persona si estás en una casa seca y cálida, pero en cuanto cruzas el dintel empiezas a envidiar a las fieras peludas y al tallo verde.
La lluvia le hizo recordar a Saveliy las ventajas de la existencia vegetal. El proceso de negociaciones no despertaba en él el más mínimo interés. Cuchillos, cajas de zinc para los cartuchos, envases con mermelada, sonrisas, las miradas encendidas de la gente del bosque, todo eso no eran más que tonterías y aburrimiento. Vanidad de los antropófagos. La lluvia es mucho más interesante. Pronto cesará y la estrella amarilla derramará felicidad y se elevará un vapor caliente, al principio desde las copas cuando empiecen a secarse, después desde el esmeralda monte bajo, y más tarde desde la tierra, cubierta con una alfombra de musgo y agujas de abeto. El aire se impregnará de agua, el mundo se volverá húmedo y de color verde intenso, como el prístino Edén antes de que hiciera su entrada el primer bípedo erecto.
En ese momento Mitiay entornaba sus vivarachos ojos probando con los dedos los filos que con antelación había afilado Gosha Degot hasta dejarlos como una hoja de afeitar.
—No es buen negocio.
—¿Qué dices? —replicó Gosha.
—Pocos cartuchos.
—A ti, Mitiay, siempre te parecen pocos.
—Da más cartuchos.
—No hay más.
—Mientes. Tienes.
—No me ofendas, ya me conoces. Nunca he mentido, ni miento ni mentiré. No hay cartuchos.
—Y el mechero, ¿me lo das?
—No te lo daré. Hace sólo ocho días que te di otro mechero.
—Ya no enciende.
—Ciertamente, Mitiay. Se ha acabado y no enciende. Tíralo.
—Mi viejo me enseñó a no tirar nunca nada.
—Te enseñó bien.
—Sí, él es jefe viejo. No dirá nunca nada malo.
—¿Y sabe de nuestro acuerdo?
—Tú piensa que sabe. Si quieres, vete a verlo y le preguntas.
—No, Mitiay, no quiero ver al viejo. Mejor tratar contigo.
Gosha respondió un poco grosero, aunque servilmente, a las réplicas del salvaje. A Saveliy le dio la impresión de que exageraba su papel. Curioso, pero el salvaje también hacía en cierto modo el papel de hombre de las cavernas. Por las miradas que lanzaba de vez en cuando a sus peludos compañeros de armas, estaba claro que el sucio
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estaba utilizando su astucia y esperaba algo. Sus compañeros, unos con porras, otros con trabucos, se apoyaban en un pie y luego en el otro, se guiñaban el ojo entre ellos, pero mantenían a los colonos dentro de su campo de visión. Saveliy se quedó mirando a Musa. El viejo partisano siberiano estaba tenso y tenía el arma preparada.
La lluvia remitió un poco más. Glybov bostezó y empezó a mirarse las uñas.
No hablaron de la ametralladora. Y tampoco de Ilona. Esa mañana Musa la había sacado a las rastras de la cama mientras dormía dulcemente envuelta en un edredón, la había colocado en el maletero, y ahora seguía durmiendo.
El joven Mitiay sopesaba cada objeto en la mano, se lo lanzaba a uno de sus hombres, éste a otro, y así, al final, la cosa desaparecía sin dejar huella entre la maleza. La mermelada fue el último tema de conversación. Mitiay metió un dedo sucio en el bote, lo chupó y empezó a reírse. Hizo una señal, y desde los arbustos trajeron un bidón cubierto con una tapadera de aluminio aplastada.
—Alcohol local —dijo Gosha en voz muy baja—. Cada uno debe beber un trago.
—Lo que faltaba —dijo Glybov con cara de asco.
—No tengáis miedo. Es algo ecológicamente limpio. Os gustará.
En ese momento el joven jefe ya estaba sacando el aguamiel con un cucharón hecho con corteza de abedul. Se enderezó y echó una mirada a sus compañeros por encima del hombro.
—La tierra es mía —anunció con lentitud, y empezó a mirar intensamente a los ojos a cada uno de los delegados—. Todo lo que hay en ella es mío. Todo lo que hay dentro de ella también es mío. Cuando andes por ella, haz lo que tengas que hacer y recuerda de quién es la tierra en la que te encuentras. Si lo olvidas, vendrá el Alce Blanco y te coceará hasta matarte.
Bebió del cucharón y se lo pasó a Gosha. Éste, muy serio, probó un poco y se lo pasó al doctor, y éste a Musa.
Cuando Musa estiró la mano, salió disparada del bosque una jabalina que le dio en la espalda, entre los omóplatos, atravesándolo de lado a lado. Los huesos crujieron al romperse. Musa emitió un sonido gutural y cayó encima de la lona golpeándose la barbilla.
A su lado se desplomó Glybov.
A Gosha Degot lo derribaron tres jabalinas. Quizá tenían especial prisa por matarlo. Casi era su amigo, era uno de los suyos, pero al parecer a los suyos aquí no los compadecían.
Al médico desarmado le apuñaló Mitiay. Saltó sobre él con un cuchillo y se lo hundió en el abdomen. Como Saveliy, no tuvo tiempo de hacer nada, sólo lanzar un grito. Con la mano libre el salvaje le tapó la boca y después, acuclillándose un poco, con la fuerza del antebrazo levantó hacia arriba a la persona que tenía ensartada en la hoja para que ésta se hundiera más profundamente y fuera una muerte segura.
El espacio alrededor del todoterreno quedó sembrado de figuras desnudas. A todos los yacientes les reventaron con saña la cabeza a base de garrotazos. Se inclinaban, miraban, —¿está muerto o todavía respira?— y volvían a golpear con fuerza. Entre el borboteo de la lluvia se oían a lo lejos unas tranquilas réplicas: «Aquí», «Tiempo», «Ahora». En el claro del bosque apenas había sitio para todos los guerreros, pero a Saveliy no lo tocaron, ni siquiera lo rozaron. Después sintió que se le doblaban las piernas, se sentó en suelo mojado y apoyó la espalda en una rueda del todoterreno. Vio cómo Mitiay limpiaba la hoja con un puñado de hierba y después levantó la mirada hacia él con sus intensos ojos azules.
Los demás habían empezado a desnudar a los muertos. Resultó que Glybov tenía un abdomen grasiento, y unas manchas verdes deformes en la espalda y los hombros. Estaban inclinados sobre él, observándolo atentamente.
—Podrido.
Los cuerpos desnudos de los hombres de la ciudad daban pena en contraste con los de los fuertes y musculosos aborígenes de grandes manos.
Mitiay se sentó al lado de Saveliy y le preguntó en tono divertido:
—¿Dónde está la mujer?
—No hay mujer —mintió Saveliy con voz ronca.
Sabía con certeza que los habitantes locales tenían miedo de entrar en el todoterreno. Ni siquiera eran capaces de imaginar cómo se abría la puerta. Lo más importante era que Ilona no gritara ni empezara a golpear las ventanillas desde dentro.
—No hay mujer —repitió—. Ella… está enferma.
—Ah. —El salvaje levantó el puñal y con un movimiento rapidísimo hizo un corte en la mejilla de Saveliy—. ¿No mientes?
—No —afirmó Saveliy, y por encima del hombro de Mitiay el Joven vio cómo traían en brazos a Mitiay el Viejo.
Envuelto en pieles, el anciano se desplazaba muy lentamente, apoyándose por ambos lados en dos súbditos barbudos. Plantaba con dificultad los pies, metidos en una enormes botas de lana medio comidas por la polilla. Los guerreros se callaron y en seguida le abrieron paso. De sus porras chorreaba en abundancia un líquido rojo desleído. El viejo observó atentamente los cuerpos ensangrentados, arqueó las cejas y se quedó mirando a su hijo. Éste sonreía con malicia. En ese momento saltaron sobre Saveliy, lo agarraron del pelo unos dedos de hierro, después lo pusieron en pie levantándolo por los codos. Empezó a gemir de dolor, pero entonces le golpearon el vientre, dejándolo sin respiración. Durante unos segundos estuvo jadeando con los ojos semicerrados, y cuando los abrió se encontró delante de sus narices con las botas de lana, e incluso llegó a percibir su olor ácido.
Mirándolo de arriba abajo, Mitiay el Viejo suspiró y declaró:
—A ti no te mataremos.
De repente Saveliy tomó la decisión de agarrarlo por las piernas, abatirlo y apretarle la garganta hasta asfixiarlo. Mientras a su espalda siguieran clavando puñales y rompiendo cabezas con los garrotes, le daría tiempo a acabar con el viejo, y de esa forma podría morir también él de una manera más digna. Pero luego recordó que su destino era convertirse en un tallo verde, y las plantas no vengan a sus camaradas.
—Siéntate en tu trineo verde —continuó el viejo—. Regresa con los tuyos, y cuéntales lo que aquí ha pasado. Y al que no lo entienda se lo vuelves a contar. Y transmite mis palabras. Que todos cuantos estáis aquí os vayáis. Aquí todo es nuestro, y vuestro no es nada. Ni lo será. Si no os vais, os mataremos a todos. Si os vais y regresáis, también os mataremos. ¿Me has entendido?
Una pierna envuelta en un cuero crudo hediondo empezó a golpear a Saveliy en la ingle. El viejo esperó pacientemente a que el prisionero dejara de gritar.
—Mi padre me dijo —continuó— que lejos de aquí se levanta una ciudad grande donde hay de todo. Sé que vosotros vinisteis de allí, de la ciudad donde hay de todo. Para qué vinisteis, no lo sé, y no te lo voy a preguntar. De todos modos no me lo dirás, porque ni tú mismo lo sabes. Lo veo en tus ojos. Pero aquí no vais a poder vivir. Sois malos y depravados. Sois capaces de entregar a vuestras mujeres a unos extraños para remediar vuestras desgracias. Por eso mismo os va a picar bien fuerte el Gallo Enjuto en el trasero. Se dice, y con razón, que cuanto más tiene uno, más quiere. Vete a tu aldea, diles las palabras del viejo Mitiay y de su hijo: ojalá el Gallo Enjuto os mande a todos de vuelta. Allí donde hay de todo menos provecho. Y no llores por tus amigos. El Alce Blanco los ha pisoteado, como debía ser. Y tu mujer blanca no se la des a nadie, quédate con ella.
Las botas de lana quedaron fuera de su campo visual. Para cuando Saveliy logró ponerse de pie, el claro estaba ya vacío. Solamente quedaba en el centro un montón formado por cuatro cuerpos desnudos, sangre roja y hierba verde. El médico estaba de espaldas, con el cráneo aplastado, pero sin un solo arañazo en la cara, y sus ojos abiertos tenían una expresión de calma. Los cuerpos de Gosha Degot y Glybov estaban tan desfigurados que era imposible reconocerlos. Musa tenía cortes por todas partes.
Los aborígenes se habían llevado hasta la lona impermeabilizada.
«Cavar una fosa —se dijo mentalmente Saveliy—. Enterrarlos. No, es mejor montarlos en el todoterreno y llevarlos a la comuna, y preparar un destacamento para volver y castigarlos. Pero ¿para qué? Yo no soy un castigador. Ni siquiera soy una persona. Volveré, dejaré de tomar las pastillas milagrosas y me convertiré en tallo. Echaré raíces, me estiraré hacia el sol. Me convertiré en una bardana, o en un racimo de grosella, en cualquier cosa.»
La lluvia cesó, y por encima del claro ya sobrevolaban en círculos cada vez más cerrados unas aves de ala ancha, de las que no tienen escrúpulos en desgarrar la carne aún caliente.
Saveliy miró a su alrededor. Se metió en el todoterreno y debajo del asiento encontró lo que buscaba: el otro rifle automático que pertenecía a Smirnov. Comprobó el cargador. Estaba lleno. Abrió la puerta trasera y vio que Ilona seguía durmiendo, envuelta en el edredón y con las manos recogidas en las rodillas. No había visto nada, ni había oído los sollozos de agonía antes de morir, ni cómo crujían los huesos. «¡Qué bien! —pensó Saveliy—. ¡Qué bien que está durmiendo! No tendré que cargar los cuerpos. Llevaré a la chica a la colonia, cogeré a Mediomuerto y dos o tres más y regresaré. No le diré nada a Ilona. No diré nada a nadie, será lo más humano.»
Arrancó el todoterreno y se ajustó el volante. El potente vehículo chino avanzaba aplastando los matorrales con una facilidad inesperada.
«Mejor dicho, se lo diré pero no inmediatamente, y no a todos. Ahora me es imposible convertirme en tallo. No hay tiempo para eso. Todos los que dirigían la vida de la colonia están muertos. Hay que armar a los demás, organizar un sistema de defensa armada. Si se les antoja a esos salvajes, pueden descuartizar a los delicados colonos en cuestión de minutos. Y más ahora, que tienen una ametralladora. Hay que organizar la evacuación y regresar a Moscú, a la ciudad donde hay de todo, aunque no quede ya casi nada. Hay que poner a un vigilante armado cerca del helicóptero, tranquilizar a los alarmistas, emplear los recursos que tenemos. Tal vez evacuar primero a las mujeres y los niños, después a los que están en la cámara de infectados. En el primer vuelo tengo que mandar una nota a Garri Godunov, que venga a toda prisa a ayudar. Y después, cuando todos estén a salvo, cuando esté terminado el trabajo, quedará tiempo para transformarme en tallo. Para olvidarme de la venganza. Porque no soy un vengador, lo único que soy es un ex periodista, un herbívoro en proceso de despersonalización.»