—¿Tiene algún otro cargamento que salga pronto para África Occidental, Alfredo?
—Sí, don Diego. La semana próxima. Cinco toneladas que van por mar a Liberia.
—Cámbielo a Guinea-Bissau. ¿Tiene algún joven que sea muy inteligente?
—Álvaro, Álvaro Fuentes. Su padre fue alguien importante en el viejo cártel de Cali. Nació para este trabajo. Es muy leal.
—Entonces deberá acompañar ese cargamento. Se pondrá en contacto cada tres horas, noche y día, durante todo el trayecto. Con mensajes pregrabados en el ordenador y el móvil. Solo deberá pulsar un botón. Quiero a un escucha aquí. Permanentemente, organice turnos. ¿He hablado claro?
—Sí, don Diego. Así se hará.
El padre Eusebio nunca había visto nada como esto. Su parroquia era grande; abarcaba muchas aldeas, pero todas eran humildes, con personas muy trabajadoras y pobres. Las luces brillantes y los lujosos puertos deportivos de Barranquilla y Cartagena no eran para él. Pero sabía que lo que estaba anclado delante de la desembocadura del riachuelo que salía de los manglares al mar no pertenecía a aquel lugar.
Toda la aldea acudió al frágil muelle de madera, para mirar. Medía más de cincuenta metros de eslora, de un blanco resplandeciente, con lujosos camarotes en las tres cubiertas y latones que la tripulación había lustrado hasta que reluciesen como el oro. Nadie sabía quién era el propietario, y nadie de la tripulación desembarcó. ¿Por qué iban a hacerlo? No era más que una aldea con una única calle de tierra donde picoteaban las gallinas y con una sola bodega.
Lo que el buen sacerdote jesuita no podía saber era que la embarcación fondeada e invisible desde el océano por dos curvas del riachuelo era un lujoso yate transatlántico. Tenía seis suntuosos camarotes para el propietario y sus invitados, y llevaba una tripulación de diez hombres. Lo habían construido en un astillero holandés del grupo Feadship tres años antes, por encargo del propietario, y no hubiese aparecido en el catálogo de venta de Edmiston (donde por cierto no estaba) por menos de veinte millones de dólares.
Es curioso que la mayoría de las personas nazcan de noche y también mueran de noche. A las tres de la mañana, una llamada a su puerta despertó al padre Eusebio. Era una niña de una familia que conocía; le dijo que el abuelo escupía sangre y que mamá temía que no llegase a ver la mañana.
El padre Eusebio conocía a ese hombre. Tenía sesenta años, aparentaba noventa y había fumado el peor de los tabacos durante cincuenta años. Durante los últimos dos no había dejado de escupir flema y sangre. El párroco se puso la sotana, cogió la estola y el rosario y se apresuró a seguir a la niña.
La familia vivía cerca del agua, en una de las últimas casas de la aldea que daban al riachuelo. Ciertamente, el viejo se estaba muriendo. El padre Eusebio le dio los últimos sacramentos y permaneció con él hasta que se durmió en un sueño del que probablemente ya no despertaría. Antes de dormirse pidió un cigarrillo. El párroco se encogió de hombros y su hija se lo dio. No había nada que el párroco pudiese hacer. Al cabo de unos pocos días enterraría a su feligrés. Por el momento debía completar su noche de descanso.
Mientras se marchaba miró hacia el mar. En el agua, entre el muelle y el yate fondeado, vio una gran lancha que salía al mar. Había tres hombres a bordo y una pequeña cantidad de fardos en el centro. El yate de lujo tenía encendidas las luces de popa, donde varios tripulantes esperaban para recibir la carga. El padre Eusebio miró y escupió en el polvo. Pensó en la familia que había enterrado diez días antes.
De nuevo en su habitación se dispuso a reanudar el sueño interrumpido. Pero hizo una pausa, fue a la cómoda y sacó el artefacto. No sabía nada de mensajes de texto y no tenía móvil. Nunca lo había tenido. Pero sí tenía un pequeño trozo de papel donde había escrito la lista de las teclas que debía pulsar si quería utilizar el pequeño artilugio. Apretó las teclas una tras otra. El artefacto habló. Una voz de mujer dijo: «¿Oiga?». Él habló al móvil.
—¿Habla español? —preguntó.
—Claro, padre —respondió la mujer—. ¿Qué desea?
Él no sabía muy bien cómo explicarlo.
—Hay un barco muy grande fondeado en mi pueblo. Creo que está cargando una gran cantidad de polvo blanco.
—¿Tiene el nombre, padre?
—Sí, lo he visto en la parte de atrás. En letras doradas. Se llama
Orion Lady
.
De repente, perdió el valor y apagó el teléfono, para que nadie pudiese rastrearlo hasta él. La base de datos tardó cinco segundos en identificar el móvil, el usuario y su posición exacta. En otros diez había identificado al
Orion Lady
.
Era propiedad de Nelson Bianco de Nicaragua, un playboy multimillonario, jugador de polo y perfecto anfitrión. No aparecía en la lista de los barcos facilitada por Juan Cortez, el soldador. Pero los constructores les facilitaron el diseño de la cubierta y pudieron introducirlo en la memoria del Global Hawk
Michelle
, que lo encontró antes del amanecer cuando salía del riachuelo y ponía rumbo a mar abierto.
Las investigaciones realizadas durante la mañana, incluidas las consultas en las secciones de Sociedad, revelaron que el señor Bianco se dirigía a Fort Lauderdale para un campeonato de polo.
Mientras el
Orion Lady
navegaba con rumbo nornoroeste para rodear Cuba por el canal de Yucatán, el buque Q
Chesapeake
se movió para interceptarlo.
Había ciento diecisiete nombres en la lista de ratas. En ella constaban en nómina funcionarios públicos de dieciocho países. Dos de ellos estaban en Estados Unidos y Canadá, los otros dieciséis en Europa. Antes de plantearse liberar a la señorita Letizia Arenal, Cobra insistió en disponer de una última prueba, escogida al azar. Eligió a herr Eberhardt Milch, un inspector superior de Aduanas en el puerto de Hamburgo. Cal Dexter voló al puerto hanseático para transmitir la mala noticia.
La reunión que se realizó a petición del norteamericano en el cuartel general de la Dirección de Aduanas de Hamburgo en el Rödingsmarkt resultó un tanto extraña.
Dexter iba acompañado por el principal representante de la DEA en Alemania, a quien ya conocía la delegación alemana. Él a su vez estaba intrigado por el rango de aquel hombre de Washington del que nunca había oído hablar. Pero las órdenes que había recibido de Army Navy Drive, el cuartel general de la DEA, eran breves y escuetas. Él debía limitarse a cooperar.
Entre los reunidos había dos hombres llegados desde Berlín: uno de la ZKA, la Agencia de Policía Federal Aduanera alemana, y el otro de la Agencia de la Policía Criminal alemana, la BKA. El quinto y el sexto eran hombres locales, de la aduana del Estado y de la policía estatal. Estos dos últimos eran los anfitriones; se reunieron en su despacho. Pero fue Joachim Ziegler, de la División Criminal y Aduanas, quien ostentaba el mayor rango y por lo tanto se erigió en el interlocutor de Dexter.
Dexter no se alargó mucho. No había ninguna necesidad de dar explicaciones; todos ellos eran profesionales y los cuatro alemanes sabían que no les hubiesen pedido recibir a los dos norteamericanos a menos que algo fuese mal. Tampoco era necesaria la presencia de intérpretes.
Todo lo que Dexter podía decir, y se comprendió a la perfección, era que la DEA en Colombia había conseguido cierta información. La palabra «topo» flotaba tácitamente en el aire. Habían servido café, pero nadie lo bebía.
Dexter deslizó varias páginas de papel hacia Ziegler. Después de leerlas con mucha atención se las pasó a sus colegas. El hombre de la ZKA en Hamburgo silbó por lo bajo.
—Lo conozco —murmuró.
—¿Y? —preguntó Ziegler. Se sentía muy avergonzado. Alemania está muy orgullosa de su enorme y ultramoderna ciudad de Hamburgo. Que los norteamericanos le vinieran con aquello era horrible.
El hombre de Hamburgo se encogió de hombros.
—En la oficina de personal tendrán todos los detalles, por supuesto. Hasta donde puedo recordar, lleva toda una carrera en el servicio y le faltan unos pocos años para jubilarse. Nunca ha tenido ni una sola falta.
Ziegler movió los papeles delante de él.
—¿Y si está usted mal informado? ¿O incluso desinformado?
La respuesta de Dexter fue pasar otras pocas páginas por encima de la mesa. El broche final. Joachim Ziegler las leyó. Cuentas bancarias. De un pequeño banco privado en Gran Caimán. Lo más secreto que se podía conseguir. Si eran auténticas… cualquiera podía inventarse unas cuentas bancarias siempre que nadie las comprobase. Dexter habló.
—Caballeros, todos entendemos las reglas de «por razones técnicas». No somos principiantes en nuestro extraño oficio. Comprenderán ustedes que hay una fuente, pero debemos protegerla a cualquier precio. Además, ustedes no querrán efectuar una detención y encontrarse con un caso basado en alegaciones no confirmadas que ningún tribunal en Alemania aceptaría. ¿Puedo proponer una estratagema?
Lo que él proponía era una operación encubierta. Seguirían a Milch hasta que interviniese personalmente para facilitar las formalidades en la llegada de un contenedor o de una carga. Luego habría una inspección al azar, que llevaría a cabo un joven agente.
Si la información de Cobra era correcta, Milch tendría que intervenir para desautorizar a su subordinado. Entonces, también por casualidad, un agente de la ZKA que pasaba por allí interrumpiría la discusión. La autoridad de la División Criminal prevalecería. Se abriría el cargamento. Si no había nada, los norteamericanos estarían equivocados y se disculparían. No se habría hecho ningún daño. Pero el teléfono y el móvil de Milch aún seguirían pinchados durante unas semanas.
Se tardó una semana en organizarlo todo y otra antes de poder poner el plan en marcha. El contenedor en cuestión era uno de los centenares que había descargado un enorme carguero de Venezuela. Solo un hombre se fijó en dos pequeños círculos, uno dentro del otro, y en la cruz de Malta dentro del más pequeño. El inspector jefe Milch autorizó en persona que lo cargaran en un semirremolque que esperaba antes de partir tierra adentro.
El conductor, un albanés, estaba en la última barrera, ya levantada, cuando de repente bajó de nuevo. Un joven agente aduanero de mejillas sonrosadas hizo un gesto para que el camión se apartase a un lado.
—Inspección rutinaria —dijo—. La documentación, por favor.
El albanés pareció asombrado. Los documentos de salida estaban firmados y sellados. Obedeció e hizo una rápida llamada con el móvil. En el interior de su cabina pronunció unas pocas frases en albanés que nadie pudo oír.
La aduana de Hamburgo normalmente aplica dos niveles de vigilancia al azar para los camiones y las cargas. La habitual se limita a una inspección con rayos X; la otra es «abrir la carga». El joven aduanero era en realidad un agente de la ZKA, y por esa razón parecía un novato en el trabajo. Indicó al camión que fuese a la zona reservada para las inspecciones a fondo. Pero, en ese momento, un oficial de un rango muy superior llegó corriendo desde el centro de control.
Un joven, nuevo y poco experimentado inspector no discute jamás con un veterano
oberinspektor
. Pero este lo hizo. Se mantuvo firme en su decisión. El hombre mayor replicó. Él mismo había autorizado la salida de ese camión después de inspeccionarlo. No había ninguna necesidad de una doble inspección. Estaban perdiendo el tiempo. No vio el coche pequeño que aparcaba detrás de ellos. Dos agentes de paisano de la ZKA se apearon del coche y mostraron sus placas.
—
Was ist los da
? —preguntó uno de ellos, cordialmente.
El rango es muy importante en la burocracia alemana. Los hombres en la ZKA tenían el mismo rango que Milch, pero al ser de la División Criminal tenían prioridad. Se abrió el contenedor. Llegaron los perros. Descargaron el contenido. Los animales no hicieron caso de la carga, pero comenzaron a oler y a aullar al fondo del interior. Se midió el vehículo. El interior era más corto que el exterior. Se llevaron el camión a un taller con todos los equipos necesarios. El grupo de aduaneros fue con él. Los tres hombres de la ZKA, dos al descubierto y el joven encubierto, estaban haciendo su primera captura real, pero mantenían una expresión jovial.
Un hombre con un soplete cortó el falso fondo. Cuando pesaron los paquetes que había detrás resultaron ser dos toneladas de cocaína colombiana pura. El albanés ya estaba esposado. Comentaron que los cuatro, Milch incluido, habían tenido un enorme golpe de suerte a pesar del primero y comprensible error de Milch. Después de todo, la compañía importadora era una respetable empresa de café de Düsseldorf. Mientras tomaban un café para celebrarlo, Milch se disculpó, fue al baño e hizo una llamada.
Un error. Estaba pinchado. En una furgoneta a medio kilómetro de distancia alguien oía cada una de sus palabras. Uno de los hombres sentados a la mesa recibió la llamada en su propio móvil. Cuando Milch salió del lavabo fue detenido.
Sus protestas comenzaron en cuanto se sentó en la sala de interrogatorios. No se mencionó ninguna cuenta bancaria en Gran Caimán, ya que Dexter temía que hubiese denunciado al informante en Colombia. Pero también proporcionaba a Milch una defensa excelente. Podría haber alegado que «todos cometemos errores». Hubiese sido difícil demostrar que lo llevaba haciendo desde hacía años. O que se retiraría como un hombre muy rico. Un buen abogado lo hubiese sacado bajo fianza antes del anochecer y habría quedado absuelto en un juicio, si se hubiese llegado a eso. Las palabras en la llamada interceptada eran un código; una inocente referencia a llegar tarde a casa. El número marcado no era el de su esposa, sino el de un móvil que desaparecería de inmediato. Pero todos marcamos números equivocados.
El jefe inspector Ziegler, que aparte de una carrera en aduanas también era abogado, sabía que el caso era muy débil. Pero quería evitar que entraran dos toneladas de cocaína en Alemania y lo había conseguido.
El albanés, duro como el acero, no soltaba prenda; únicamente decía que era un vulgar camionero. La policía de Düsseldorf estaba realizando una operación en el depósito de café; los perros se estaban volviendo locos con el aroma de la cocaína, ya que estaban entrenados para distinguirla del café, que a menudo se utilizaba para enmascarar el olor de la droga.
Entonces, Ziegler, que era un policía experimentado, se echó un farol. Milch no hablaba albanés. En realidad, casi nadie lo hacía, excepto los albaneses. Sentó a Milch detrás de un espejo de una sola dirección, aunque podía oír el sonido del cuarto de interrogatorios contiguo. De ese modo veía cómo interrogaban al albanés.