Cobra (30 page)

Read Cobra Online

Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
2.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero aquella semana de agosto encargó a Cal Dexter que comunicara las tristes noticias a tres autoridades gubernamentales con la condición, esperaba, de la máxima discreción.

En una dura semana de viajes y entrevistas, Cal Dexter informó a Estados Unidos de que se liaría una gorda en los muelles de San Francisco; los italianos se enteraron de que tenían a un alto funcionario de aduanas corrupto en Ostia; y los españoles tendrían que comenzar a vigilar a un oficial del puerto de Santander.

En cada caso rogó que se organizase una incautación accidental de un cargamento de cocaína que llevaría a una detención en ese lugar. Recibió las garantías de que así sería.

A Cobra no le importaban en absoluto las bandas callejeras de Estados Unidos y Europa. Aquella escoria no era su problema. Pero cada vez que uno de los pequeños ayudantes del cártel salía de escena, el promedio de interceptaciones aumentaba de forma exponencial. Además, si no se llevaba a cabo la entrega en los muelles, la pérdida iba a cuenta del cártel. Había que volver a colocar la mercancía. Y reemplazarla. Y eso no era posible.

Álvaro Fuentes no iba de ningún modo a cruzar el Atlántico hasta África en un maloliente pesquero como el
Belleza del Mar
. Como primer ayudante de Alfredo Suárez subió a bordo del
Arco Soledad
, un carguero de seis mil toneladas.

Era lo suficientemente grande como para tener un camarote principal, no muy amplio pero privado, y lo ocupó Fuentes. El pobre capitán tuvo que instalarse con el primer oficial, pero sabía cuál era su puesto y no protestó.

Tal como había exigido el Don, el
Arco Soledad
había sido redirigido de Monrovia, en Liberia, a Guinea-Bissau, donde parecía radicar el problema. Así y todo, llevaba cinco toneladas de cocaína pura.

Era uno de los barcos mercantes donde Juan Cortez había demostrado sus habilidades. Por debajo de la línea de flotación llevaba dos estabilizadores soldados al casco. Pero tenían una doble función. Aparte de estabilizar la nave para hacerla más navegable y facilitar a su tripulación un viaje más suave en tiempos de tormenta, eran huecos y cada uno contenía dos toneladas y media en paquetes de cocaína.

El problema principal con estos recipientes submarinos era que solo se podían cargar y vaciar si el barco estaba fuera del agua. Lo cual significaba o arriesgarse en un muelle seco, con la posibilidad de que hubiera testigos, o embarrancarlo hasta que bajase la marea, lo que suponía horas de espera.

Pero Cortez había equipado los grandes paneles de cada estabilizador con unos cierres casi invisibles que un buceador podía quitar fácilmente. Así los fardos, atados e impermeabilizados, podían soltarse y quedar flotando en la superficie, hasta que los recogiera la nave que los esperaba.

Por último, el
Arco Soledad
transportaba una carga legal de café en sus bodegas y la documentación demostraba que una compañía de comercio en Bissau la había pagado y la esperaba. Ahí era donde se acababan las buenas noticias.

La mala noticia era que, gracias a la descripción de Juan Cortez, el
Arco Soledad
había sido localizado y fotografiado desde las alturas hacía mucho tiempo. Mientras cruzaba el meridiano 35, el Global Hawk
Sam
captó su imagen, hizo la comparación, verificó la identidad e informó a la base Creech, en Nevada.

Nevada lo comunicó a Washington y el depósito en Anacostia se lo comunicó al MV
Balmoral
, que se puso en marcha para interceptarlo. Antes de que el comandante Pickering y sus buceadores se echasen al agua, sabrían con precisión qué buscaban, dónde estaba y cómo abrir los cierres ocultos.

Durante los primeros tres días en el mar, Álvaro Fuentes cumplió las instrucciones al pie de la letra. Cada tres horas, de noche o de día, enviaba un e-mail a su «esposa» que lo esperaba en Barranquilla. Eran tan banales y comunes en el mar que en cualquier otro momento la Agencia de Seguridad Nacional en Fort Meade, Maryland, no se hubiese preocupado por ellos. Pero, avisada de antemano, cada uno era rescatado del ciberespacio y enviado a Anacostia.

Cuando
Sam
, que volaba en círculos a doce mil metros de altitud, vio el
Arco Soledad
y el
Balmoral
separados por cuarenta millas, puso en marcha los interceptores de comunicaciones para el carguero y Fuentes entró en una zona muerta. Cuando vio que un helicóptero aparecía por encima del horizonte y que luego se dirigía hacia él, hizo una llamada de emergencia fuera de secuencia. No llegó a ninguna parte.

No tenía ningún sentido que la tripulación del
Arco Soledad
intentase resistirse a los comandos vestidos de negro cuando saltaron por la borda. El capitán, con una muy bien fingida indignación, mostró los documentos del barco, los manifiestos de carga y las copias del pedido de café desde Bissau. Los hombres de negro no le hicieron caso.

El capitán, que no dejaba de gritar «¡Piratería!», la tripulación y Álvaro Fuentes fueron esposados, encapuchados y llevados a popa. En cuanto no pudieron ver nada, volvió a activarse la comunicación y el comandante Pickering llamó al
Balmoral
. Mientras navegaba hacia el carguero interceptado, los dos buceadores se pusieron a trabajar. Les llevó menos de una hora. No necesitaron a los perros; se quedaron a bordo del buque nodriza.

Antes de que el
Balmoral
llegara hasta el carguero ya había dos grupos de fardos atados flotando en el agua. Pesaban tanto que fue necesaria la grúa del
Arco Soledad
para subirlos a bordo. Después los trasladaron al
Balmoral
, que se encargaría de custodiarlos.

Fuentes, el capitán y los cinco tripulantes se habían quedado mudos. Incluso debajo de las capuchas oían los movimientos de la grúa y los pesados golpes de los paquetes que chorreaban agua mientras subían a bordo. Sabían de qué se trataba. Se acabaron las acusaciones de piratería.

Los colombianos siguieron a su carga al
Balmoral
. Se daban cuenta de que se encontraban en un barco mucho más grande, pero nunca podrían dar su nombre o describirlo. Desde la cubierta los llevaron a la bodega de proa y, sin las capuchas, entraron en el recinto que antes había ocupado la tripulación del
Belleza del Mar
.

Los hombres de las SBS fueron los últimos en subir; los buceadores chorreaban agua. En cualquier otra circunstancia, los submarinistas que habían trabajado en el
Arco Soledad
hubiesen colocado los paneles retirados pero, teniendo en cuenta dónde acabarían, dejaron que se llenasen de agua.

El artificiero fue el último en subir a bordo. Cuando hubo media milla entre los dos barcos apretó el detonador.

—Huelan el café —comentó mientras el
Arco Soledad
se estremecía, se inundaba y se hundía.

Era cierto; se apreció un leve olor a café tostado en la brisa marina cuando el explosivo alcanzó los cinco mil grados centígrados en un nanosegundo. Luego desapareció.

Una neumática que todavía permanecía en el agua fue hasta el lugar y recogió los pocos restos flotantes que algún observador con buena vista podría haber divisado. Los metieron en una red, los lastraron y los enviaron al fondo. El azul y tranquilo océano de finales de agosto volvía a estar como siempre: vacío.

Muy lejos, al otro lado del Atlántico, Alfredo Suárez no podía creer las noticias que le llegaban; no sabía cómo decírselo a don Diego y salvar la vida. Su brillante joven ayudante había dejado de transmitir desde hacía doce horas. Era una desobediencia que solo podía significar locura o desastre.

Había recibido un mensaje de sus clientes, los cubanos que controlaban la mayor parte del tráfico de cocaína del sur de Florida, según el cual el
Orion Lady
no había amarrado en Fort Lauderdale. También lo había estado esperando el capitán de puerto, que le reservaba uno de los amarres, tan difíciles de conseguir. Unas discretas investigaciones revelaron que él también había intentado comunicarse, sin éxito. Llevaba tres días de retraso y no respondía.

Se habían realizado algunas descargas de cocaína con éxito, pero la suma de las llegadas que habían fracasado por mar y aire y un gran golpe en la aduana de Hamburgo habían reducido el porcentaje de llegadas seguras sobre el tonelaje enviado en un cincuenta por ciento. Le había prometido al Don un mínimo de llegadas seguras del setenta y cinco por ciento. Por primera vez comenzó a temer que su estrategia de grandes pero poco numerosos cargamentos, lo opuesto a la táctica de su difunto predecesor, no estuviera funcionando. Aunque no era un hombre creyente, rezó para que no volviese a ocurrir nada malo. La prueba de que la oración no siempre funciona fue que vendrían cosas mucho peores.

Muy lejos, en la histórica ciudad de Alexandria junto a las orillas del Potomac, el hombre que pretendía crear lo peor estaba juzgando su campaña hasta ese momento.

Había establecido tres líneas de ataque. Una de ellas consistía en utilizar el conocimiento de todos los mercantes donde había trabajado Juan Cortez, para ayudar a las fuerzas regulares de la ley y el orden —las armadas, las aduanas y los guardacostas— a interceptar a esos gigantes en el mar, descubrir por accidente los escondites secretos y de esta manera confiscar la cocaína e incautarse del barco.

Debía hacerlo de este modo porque la mayor parte de los cargueros que aparecían en la lista de Lloyd’s eran demasiado grandes para hundirlos sin provocar la ira del mundo naviero, y que esta llevase a una intervención de los gobiernos. Las aseguradoras y los propietarios podían despreocuparse de las tripulaciones corruptas y pagar las multas mientras se declaraban inocentes; pero un barco entero era una pérdida demasiado grande.

Interceptar en el mar de manera oficial también frustraba la táctica habitual de coger la cocaína a bordo de un barco pesquero y pasarla a otro antes de amarrar. Aquella estrategia no podía durar para siempre; ni siquiera mucho tiempo. Pese a que, supuestamente, Juan Cortez no era más que un cuerpo calcinado en una tumba en Cartagena, muy pronto sería obvio que alguien sabía demasiado sobre los escondites que había creado. Y por mucho que fingieran que era casualidad que encontraran estos compartimientos, algún día tenía que acabar.

En cualquier caso, los triunfos de las autoridades nunca se ocultaban. Y en cuanto se hacían públicos, llegaban hasta el cártel.

La segunda línea de ataque era provocar una serie de accidentes irregulares y sin ningún patrón aparente en diversos puertos y aeropuertos de dos continentes, en los que, por azar, se descubriría un cargamento de cocaína e incluso llevaría a la detención del funcionario sobornado que había dado su permiso. Estos tampoco podían justificarse eternamente.

En tanto que contraespía de toda la vida, se quitaba el sombrero ante Cal Dexter, por haber conseguido la lista de ratas. Nunca había preguntado quién podía ser el topo dentro del cártel, aunque estaba claro que la familia de la chica colombiana acusada en Nueva York estaba relacionada.

Sin embargo, esperaba que aquel topo pudiese cavar un agujero más profundo, porque no podía dejar que los funcionarios que permitían el paso de la cocaína permaneciesen en libertad durante demasiado tiempo. A medida que aumentara el número de operaciones fracasadas en los puertos norteamericanos y europeos quedaría claro que alguien había filtrado los nombres y las funciones.

La buena noticia, para alguien que sabía algo acerca de los interrogatorios y había roto a Aldrich Ames, era que estos funcionarios, aunque codiciosos, no estaban acostumbrados a las leyes del hampa. El alemán detenido no dejaba de soltar nombres como una máquina. También lo harían los demás. Esos llorones iniciarían una reacción en cadena de detenciones y cierres. Sin la ayuda de los corruptos, el número de futuras interceptaciones subiría hasta las nubes. Esa era una parte del plan.

Pero su as era la tercera línea, a la que había dedicado más tiempo, esmero y gran parte del presupuesto durante el período de preparación.

Lo llamaba el factor desconcertante y lo había utilizado durante años en aquel mundo del espionaje que James Jesus Angleton, su predecesor en la CIA, había bautizado como «el juego del humo y los espejos». Consistía en que desaparecieran, sin ninguna explicación, un barco tras otro, una carga tras otra.

Mientras tanto, iría soltando con toda discreción los nombres y las características de otras cuatro ratas. En una semana, a mediados de septiembre, Cal Dexter viajó a Atenas, Lisboa, París y Amsterdam. En cada ocasión sus revelaciones causaron asombro y horror, pero también recibió garantías de que cada detención iría precedida de una «casualidad» perfectamente preparada y relacionada con una carga de cocaína que entraba. Describió el golpe de Hamburgo y lo propuso como modelo a seguir.

Lo que pudo decir a sus colegas europeos era que había un funcionario de aduanas corrupto en el Pireo, el puerto de Atenas; los portugueses tenían a alguien sobornado en el pequeño pero muy activo puerto de Faro, en el Algarve; en Francia había una rata bastante grande en Marsella, y los holandeses tenían un problema en el mayor puerto de destino de Europa, el Europoort, en Rotterdam.

Francisco Pons se jubilaba y estaba muy contento de que así fuese. Había hecho las paces con su regordeta esposa Victoria, e incluso había encontrado un comprador para su Beech King Air. Se lo había explicado al hombre para quien volaba a través del Atlántico, un tal señor Suárez, que había aceptado sus motivos, la edad y el reuma, y había acordado que ese septiembre realizaría su último viaje para el cártel. Pero no habría ningún problema, le dijo al señor Suárez; su entusiasta joven copiloto estaba deseando convertirse en capitán y recibir un salario como tal. De todas maneras necesitaba un avión nuevo y mejor. Así que encaró la pista en Boavista y despegó. Muy arriba, el escáner del radar de amplio espectro del Global Hawk
Sam
detectó el diminuto punto en movimiento y lo introdujo en la base de datos.

El banco de datos hizo el resto. Identificó el punto en movimiento como un King Air que había salido del rancho Boavista, estableció que un Beech King Air no podía cruzar el Atlántico sin grandes depósitos de combustible suplementarios y que iba con rumbo nordeste hacia el meridiano 35. Más allá, solo estaba África. Alguien en Nevada avisó al comandante João Mendoza y a su tripulación de tierra que se preparasen para volar.

Other books

TRACELESS by HELEN KAY DIMON,
Green Grass by Raffaella Barker
The Passenger by Lisa Lutz
The Sweetest Thing by Christina Mandelski
Way of the Gun (9781101597804) by West, Charles G.
Jolene 1 by Sarina Adem
Goblins by Philip Reeve
Linda Goodman's Sun Signs by Linda Goodman