Cobra (31 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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El Beech llevaba dos horas de vuelo, casi había agotado los depósitos de los tanques en las alas y el copiloto controlaba los mandos. Mucho más abajo, el Buccaneer se sacudió con el martillazo de los cohetes, se lanzó por la pista y se levantó con un rugido sobre el mar oscuro. Era una noche sin luna.

Sesenta minutos más tarde, el brasileño estaba en el punto de interceptación y volaba en círculos a trescientos nudos por hora. En algún lugar al sudoeste, invisible en la oscuridad, el King Air continuaba su vuelo, ahora con el combustible de los depósitos de reserva y con los dos peones bombeando detrás de la cubierta de vuelo.

—Suba a tres mil quinientos metros y continúe con la maniobra —comunicó la cálida voz de Nevada. Como la voz de la sirena Lorelei, era una voz dulce que atraía a los hombres a la muerte. La razón para esa orden era que
Sam
había comunicado que el King Air había subido para superar un banco de nubes.

Incluso sin luna, las estrellas sobre África brillaban con fuerza y las nubes eran como una sábana blanca que reflejaba la luz y mostraba las sombras contra la pálida superficie. El Buccaneer se situó a cinco millas detrás del King Air y a trescientos metros por encima. Mendoza observó la pálida llanura que tenía delante. No era completamente plana; había cumbres con altos cúmulos que sobresalían. Redujo la velocidad por miedo a sobrepasarlos demasiado rápido.

De repente, lo vio. Solo una sombra entre dos columnas de cúmulos que desfiguraban la línea de los estratos. Entonces desapareció, y reapareció de nuevo.

—Lo tengo —dijo—. ¿Ningún error?

—Negativo —respondió la voz en sus oídos—. No hay nada más en el cielo.

—Recibido. Contacto.

—Contacto recibido. Maniobra autorizada.

Movió un poco el acelerador y la distancia se acortó. Quitó el seguro. El objetivo se movía en la mira; la distancia de tiro se acortaba. Cuatrocientos metros.

Dos ráfagas de balas de cañón se unieron en la cola del Beech. La cola se fragmentó, pero las balas penetraron en el fuselaje, por el espacio que quedaba entre los depósitos de combustible y hacia la cubierta de vuelo. Los peones murieron en una décima de segundo, destrozados; los dos pilotos les hubiesen seguido, pero el combustible estalló inmediatamente. Como con el Transall, el Beech explotó, se hizo pedazos y los trozos en llamas cayeron a través de la capa de nubes.

—Objetivo abatido —comunicó Mendoza. Otra tonelada de cocaína que no llegaría a Europa.

—Vuelva a casa —dijo la voz—. Su rumbo es…

Alfredo Suárez no tuvo más alternativa que comunicarle al Don las malas noticias cuando este lo mandó llamar. El amo del cártel no habría sobrevivido tanto tiempo en uno de los más despiadados y crueles lugares de la tierra si no poseyera un sexto sentido para el peligro.

Tuvo que arrancarle las palabras al director de envíos para que este se lo contara todo. Dos barcos y ahora dos aviones perdidos antes de llegar a Guinea-Bissau; las dos planeadoras en el Caribe no habían llegado a su cita, y tampoco habían vuelto a verlas, ni a sus ocho tripulantes; el playboy había desaparecido con una tonelada de cocaína pura destinada a los valiosos clientes cubanos del sur de Florida. Y el desastre en Hamburgo.

Esperaba que don Diego estallase con una furia incontrolable. Pero ocurrió lo contrario. Al Don le habían enseñado desde niño a conservar la educación incluso cuando se estaba irritado por pequeñas cosas, así que los grandes desastres requerían la calma de un caballero. Invitó a Suárez a permanecer sentado. Encendió uno de sus delgados puros negros y salió a dar un paseo por el jardín.

Por dentro lo dominaba una furia homicida. Se juró que habría sangre. Habría gritos. Habría muertes. Pero primero, el análisis.

No se podía demostrar nada contra Roberto Cárdenas. Que hubiesen descubierto a uno de sus funcionarios en nómina en Hamburgo probablemente era mala suerte. Una coincidencia. Pero no el resto. No cinco barcos en el mar y dos aviones en el aire. No podían ser las fuerzas de la ley y el orden, ya que hubiesen celebrado conferencias de prensa y mostrado los fardos confiscados. Ya estaba acostumbrado a eso. Que disfrutasen con los restos. La industria de la cocaína daba un beneficio de trescientos mil millones de dólares al año. Más que el presupuesto de la mayoría de las naciones que no pertenecieran al G30.

Los beneficios eran tan grandes que no había el número suficiente de detenciones para parar a la legión de voluntarios que reclamaban a gritos ocupar el lugar de los muertos y encarcelados; los beneficios eran tan enormes que Gates y Buffet parecían vendedores ambulantes. La cocaína generaba cada año el equivalente a la suma de sus fortunas.

Pero no entregar la mercancía era peligroso. Había que alimentar al monstruo comprador. Si el cártel era violento y vengativo, también lo eran los mexicanos, italianos, cubanos, turcos, albaneses, españoles y el resto; sus bandas organizadas matarían por una palabra inoportuna.

Por lo tanto, si no era una coincidencia, y ya no era posible pensar que lo fuese, ¿quién estaba robando su producto, matando a sus tripulaciones, haciendo que sus embarcaciones desapareciesen en la nada?

Para el Don, aquello era una traición o un robo, que era otra forma de traición. Y para la traición solo había una respuesta posible. Identificar y castigar con una violencia desmedida. Quienesquiera que fuesen, tenían que aprender la lección. No era personal, pero nadie podía tratar al Don de esa manera.

Volvió al lado de su huésped tembloroso.

—Envíeme al Ejecutor —dijo.

C
APÍTULO
12

Paco Valdez, el Ejecutor, y sus dos compañeros volaron a Guinea-Bissau. El Don no estaba dispuesto a arriesgarse a más desapariciones en alta mar. Tampoco iba a facilitar las cosas a la DEA norteamericana haciendo que sus criaturas viajasen por líneas aéreas comerciales.

A finales de la primera década del tercer milenio, la vigilancia y el control de los pasajeros de los vuelos intercontinentales se había vuelto tan absoluta que era improbable que Valdez, con su aspecto poco habitual, no llamase la atención. Así que volaron en el Grumman G-4 privado del Don.

Don Diego tenía razón… hasta cierto punto. El lujoso bimotor debía volar de todos modos en una línea casi recta desde Bogotá a Guinea-Bissau, con lo cual quedaba dentro del amplio círculo de vigilancia del Global Hawk
Sam
. Así que el Grumman fue visto, registrado e identificado. Cuando se enteró de la noticia, Cobra sonrió satisfecho.

El jefe de operaciones del cártel en Guinea-Bissau, Ignacio Romero, recibió al Ejecutor en el aeropuerto de Bissau. A pesar de que lo superaba en rango, Romero se mostró muy cordial. En primer lugar, Valdez era el emisario personal del Don. En segundo lugar, su reputación inspiraba miedo en todo el negocio de la cocaína y, en tercer lugar, Romero debía informar que cuatro cargamentos grandes, dos por mar y dos por aire, no habían llegado.

Que las cargas se perdiesen formaba parte del factor de riesgo permanente al que se sometía el transporte. En muchas etapas del viaje, sobre todo en las rutas directas a América del Norte y Europa, dichas pérdidas podían rondar alrededor del quince por ciento, algo que el Don podía tolerar siempre y cuando las explicaciones fuesen lógicas y convincentes. Pero las pérdidas en la ruta a África Occidental, desde que Romero estaba en Guinea, prácticamente eran nulas; y por esa razón el porcentaje destinado a Europa que utilizaba la vía africana había aumentado en cinco años del veinte al setenta por ciento del total.

Romero estaba muy orgulloso de su porcentaje de «llegadas a salvo». Tenía una flotilla de barcas llevadas por bíjagos y varios falsos pesqueros muy rápidos a su disposición, todos equipados con localizadores GPS para asegurar con exactitud el punto de encuentro en el mar para la transferencia de la cocaína.

Además, tenía a todos los militares en el bolsillo. Los soldados del general Gomes hacían todo el trabajo pesado durante la descarga; el militar se llevaba su parte en forma de cocaína y hacía sus propios envíos a Europa en complicidad con los nigerianos. Se le pagaba a través de la legión de agentes financieros libaneses de África Occidental. Si el general ya era un hombre rico en términos mundiales, en términos locales era un Creso africano.

Y de repente… No solo había perdido cuatro cargas, sino que habían desaparecido sin dejar ninguna pista. Su cooperación con el emisario del Don estaba garantizada, pero se sintió más tranquilo porque alguien apodado el Animal se mostrase de tan buen humor e ingenioso con él. Tendría que haber recelado.

Como siempre que un pasaporte colombiano aparecía en el aeropuerto, las formalidades se evaporaban. Los tres tripulantes recibieron la orden de permanecer en el G4, de utilizar el lavabo de la cabina VIP y de no dejar nunca el avión sin que al menos se quedase uno a bordo. Después, en su lujoso todoterreno, Romero llevó a sus huéspedes a través de la ciudad destrozada por la guerra hasta su mansión en la playa, a quince kilómetros de la ciudad.

Valdez se había llevado con él a dos ayudantes. Uno era bajo pero muy fornido; el otro era alto, delgado y picado de viruela. Cada uno llevaba una maleta que nadie inspeccionó. Todos los expertos necesitan sus herramientas.

El Ejecutor parecía un hombre de trato fácil. Pidió un vehículo y que le aconsejara un buen restaurante fuera de la ciudad. Romero propuso el Mar Azul, a las orillas del río Mansoa, detrás de Quinhamel, por su famosa langosta. Se ofreció a llevar a sus invitados hasta allí en persona, pero Valdez rechazó la propuesta, cogió un mapa y dejó que su ayudante gordo condujese. Estuvieron ausentes casi todo el día.

A Romero le pareció divertido. No se les veía interesados en sus procedimientos a prueba de fallos para recibir la carga y enviarla por las rutas de tránsito a África del Norte y Europa.

El segundo día, Valdez comentó que el almuerzo junto al río había sido tan espléndido que los cuatro deberían repetir la salida. Subió al todoterreno junto al corpulento que había reemplazado al chófer habitual de Romero. Este y el flacucho ocuparon los asientos de atrás.

Parecía que los recién llegados conocían la ruta muy bien. Apenas consultaron el mapa y condujeron sin equivocarse por Quinhamel, la capital oficial de la tribu papel. Los papel habían perdido su influencia desde que el presidente Veira, que era uno de ellos, había sido despedazado con machetes por el ejército un año atrás. Desde entonces el general Gomes, un balanta, era el dictador.

Pasada la ciudad, una señal en la carretera indicaba que el restaurante quedaba a la izquierda de la carretera principal, pero había que seguir por una pista de tierra durante otros nueve kilómetros. A medio camino, Valdez torció la cabeza hacia un lado y el gordo se metió por una pista todavía más estrecha hacia una vieja granja abandonada. En ese momento Romero comenzó a suplicar.

—Cállese, señor —dijo el Ejecutor en voz baja.

En vista de que no dejaba de proclamar su inocencia, el delgado sacó un largo puñal y lo sostuvo debajo de su barbilla. Romero comenzó a llorar.

La granja no era más que una chabola, pero había algo parecido a una silla. Romero estaba demasiado angustiado para advertir que alguien había atornillado las patas al suelo para que no se moviese.

Los interrogadores del jefe de zona mostraban la actitud de un operario que cumple con su tarea. Valdez no hizo nada, aparte de mirar con su rostro de querubín los anacardos crecidos y sin recolectar. Sus ayudantes sacaron a Romero del todoterreno, lo llevaron a la granja, lo desnudaron hasta la cintura y lo ataron a la silla. Lo que siguió duró una hora.

El Animal comenzó el interrogatorio, porque disfrutaba hasta que su víctima perdía el conocimiento; entonces dejaba su lugar a los demás. Sus acólitos utilizaron sales aromáticas para devolverle la conciencia y después, Valdez volvió a repetir la pregunta. Solo era una. ¿Qué había hecho Romero con las cargas robadas?

Una hora más tarde casi había terminado. El hombre en la silla había dejado de gritar. Sus labios destrozados solo gimieron un «Nooooo» cuando, después de una breve pausa, los dos torturadores comenzaron de nuevo. El gordo era el que pegaba, el delgado el que cortaba. Era lo que hacían mejor.

Hacia el final, Romero era irreconocible. No tenía orejas, ni ojos ni nariz. Le habían aplastado todos los nudillos y le habían arrancado las uñas. Había un charco de sangre debajo de la silla.

Valdez notó algo a sus pies, se agachó y lo arrojó fuera, al sol cegador del exterior. Al cabo de unos segundos se acercó un perro esquelético. Tenía un rastro de saliva blanca alrededor de las mandíbulas. Estaba rabioso.

El Ejecutor sacó una pistola automática, la martilló, apuntó y disparó una vez. La bala atravesó las dos caderas del animal. La criatura, que parecía un zorro, soltó un ladrido agudo y cayó; sus patas delanteras rascaban el suelo, las dos traseras ya eran inútiles. Valdez se volvió y guardó la pistola.

—Rematadle —dijo con voz suave—. Él no lo hizo.

Lo que quedaba de Romero murió de una sola puñalada en el corazón.

Los tres hombres de Bogotá no intentaron ocultar lo que habían hecho. Se encargaría de ello el ayudante de Romero, Carlos Sonora. Limpiar aquello le serviría de aviso y garantizaría su futura lealtad.

Los tres se quitaron los impermeables de plástico manchados y los enrollaron. Estaban bañados en sudor. Al salir tuvieron cuidado de mantenerse bien apartados del morro espumeante del perro moribundo. Mordía el aire, todavía a un metro del trozo que lo había sacado de su guarida. Era una nariz humana.

Escoltado por Sonora, Paco Valdez hizo una visita de cortesía al general Jalo Gomes, que los recibió en su despacho en el cuartel general del ejército. Tras explicarle que se trataba de una costumbre de su gente, Valdez entregó un regalo personal de don Diego Esteban a su estimado colega africano. Era un jarrón de artesanía nativa pintado a mano.

—Para las flores —dijo Valdez—, así cuando las mire recordará nuestra beneficiosa y amigable relación.

Sonora tradujo al portugués. El delgaducho fue a buscar agua al baño. El gordo llevaba un ramo de flores. Quedaría un adorno muy bonito. El general sonrió complacido. Nadie se fijó en que el jarrón tenía capacidad para muy poca agua y que los tallos de las flores eran un tanto cortos. Valdez tomó nota del número del teléfono que estaba sobre la mesa, uno de los pocos en la ciudad que funcionaban.

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