Codigo negro (Identidad desconocida) (29 page)

Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso no sería propio de una persona con desorganización mental. No sería el proceder de alguien que está bajo la influencia de las drogas.

—Yo preferiría pensar que estaba drogado —dijo Marino con tono ominoso—. La alternativa es mucho peor, quiero decir, que es algo así como el Increíble Hulk. Desearía…

Calló y supe que estaba por decir que desearía que Benton estuviera con nosotros para que nos diera su opinión experimentada. Sin embargo, era tan fácil depender de otra persona cuando no todas las teorías requerían un experto. De cada escena y cada herida brotaba la emoción del crimen, y lo que este homicidio trasuntaba era locura, sexo y furia. Eso fue más evidente cuando encontré grandes zonas irregulares de contusión. Y cuando las observé a través de la lupa vi pequeñas marcas curvilíneas.

—Marcas de mordeduras —sentencié.

Marino se acercó a mirar.

—Lo que queda de ellas. Hechas con fuerza bruta —añadí.

Moví la luz, busqué más y encontré dos en un costado de la palma de su mano derecha, una en la parte de abajo del pie izquierdo y dos debajo del derecho.

—Dios —murmuró Marino con un tono de desaliento que nunca le había oído.

Miró las manos heridas y, después, los pies.

—¿A qué nos enfrentamos, Doc? —preguntó.

Todas las marcas de mordeduras estaban tan magulladas que sólo pude descubrir las abrasiones producidas por dientes, pero nada más. Las muescas necesarias para sacar un molde habían sido erradicadas. Nada nos ayudaría. Era tan poco lo que quedaba para comparar.

Traté de tomar una muestra de saliva y comencé a sacar fotografías, una por una, mientras intentaba imaginar qué podía significar para el que la había matado morderle las palmas de las manos y la planta de los pies. ¿La conocía él, después de todo? ¿Las manos y los pies de la víctima eran algo simbólico para él, un recordatorio de quién era ella, tal como lo había sido su cara?

—De manera que ese tipo no es un ignorante completo con respecto a las pruebas —dijo Marino.

—Parecería que sabe que las marcas de mordeduras pueden identificar a una persona —contesté y utilicé una manguera con atomizador para lavar el cuerpo.

—Brrr —se estremeció Marino—. Eso siempre me da frío.

—Ella no lo siente.

—Ojalá tampoco haya sentido nada de lo que le sucedió.

—Creo que cuando él empezó a hacerle todo esto, ya estaba muerta o próxima a morir. Por lo cual te agradezco, Señor —dije.

La autopsia reveló una cosa más para sumarse a ese horror. La bala que había entrado por el cuello de Kim y le había perforado la carótida, también le magulló la médula espinal entre el quinto y sexto disco cervical e instantáneamente la paralizó. Ella podía respirar y hablar, pero no moverse cuando él la arrastró por el local y su sangre barrió los estantes, y sus brazos inservibles se abrieron, incapaces de apretar la herida que tenía en el cuello. Mentalmente vi el terror en sus ojos. La oí gemir cuando se preguntó qué le haría él a continuación, al saber que moriría.

—¡Maldito hijo de puta! —exclamé.

—No sabes cuánto lamento que hayan cambiado la sentencia de muerte a una inyección letal —comentó Marino con una voz llena de odio—. Las ratas como ésta deberían freírse en la silla eléctrica. Deberían asfixiarse con gas de cianuro hasta que los ojos se les saltaran de las órbitas. En cambio, los mandamos a tomarse una siesta agradable.

Deslicé el escalpelo desde la clavícula al esternón y hacia abajo en dirección de la pelvis, en la habitual incisión en forma de Y. Marino calló un momento.

—¿Crees que podrías clavarle esa aguja en el brazo, Doc? ¿Te crees capaz de hacer salir el gas o de atarlo a la silla y mover el interruptor?

No contesté.

—Yo pienso mucho en eso —continuó Marino.

—Yo que tú no lo pensaría demasiado —dije.

—Sé que podrías hacerlo —insistió él—. Y, ¿sabes qué? Creo que te gustaría, sólo que no quieres admitirlo, ni siquiera ante ti misma. A veces realmente quisiera matar a algunas personas.

Levanté la cabeza y lo miré con manchas de sangre en mi capuchón con visor y en las mangas largas de mi bata.

—Ahora realmente empiezas a preocuparme —dije, y era en serio.

—Verás, estoy convencido de que muchas personas lo sienten pero no quieren reconocerlo.

El corazón y los pulmones de la muchacha estaban dentro de los límites normales.

—Yo, en cambio, creo que la mayoría de las personas no sienten nada de eso.

Marino se estaba poniendo más beligerante, como si su furia por lo que le habían hecho a Kim Luong lo hiciera sentir tan impotente como se había sentido ella.

—Creo que Lucy siente eso —afirmó.

Lo miré y me negué a creerlo.

—Creo que ella sólo espera una oportunidad. Y que si no consigue sacarse eso de adentro, terminará sirviendo mesas.

—Cállate, Marino.

—La verdad duele, ¿no? Al menos yo lo confieso. Toma por ejemplo al gusano que hizo esto. Yo quisiera atarlo con esposas a una silla, sujetarle las piernas con grilletes, ponerle el cañón de mi pistola en la boca y preguntarle si tiene un especialista en ortodoncia, porque lo va a necesitar.

El bazo, los riñones y el hígado de la muchacha estaban dentro de los límites normales.

—Entonces le clavaría el arma contra un ojo, le pediría que mirara y me avisara si era necesario limpiar el interior del cañón.

En el interior del estómago había lo que parecían ser restos de pollo, arroz y vegetales, y pensé entonces en el envase y el tenedor que se habían encontrado dentro de una bolsa de papel, cerca de su billetera y su saco.

—Demonios, también creo que me gustaría estar en un polígono de tiro y usarlo como blanco, para ver cómo le gustaría…

—¡Basta! —dije.

Él se calló.

—Por Dios, Marino. ¿Qué te pasa? —pregunté, con el escalpelo en una mano y fórceps en la otra.

Él siguió callado un rato, y nuestro silencio fue pesado mientras yo trabajaba y lo mantenía ocupado con distintas tareas.

Después, agregó:

—La mujer que anoche corrió hacia la ambulancia es una amiga de Kim, trabaja de camarera en Shoney's y estudiaba de noche. Las dos vivían juntas. Así que la amiga llega a su casa de la clase. No tiene la menor idea de lo ocurrido y de pronto suena el teléfono y el tarado del periodista le dice: « ¿Cuál fue su reacción al enterarse de lo sucedido?».

Marino hizo una pausa. Lo miré y él clavó la vista en ese cuerpo abierto, en la cavidad torácica vacía y con un brillo rojo, las costillas pálidas que se abrían con gracia desde una columna vertebral perfectamente derecha. Conecté la sierra.

—Según la amiga, no hay ningún indicio de que la muchacha conociera a alguien que a ella le pareciera raro. Nadie que hubiera entrado a la tienda y la hubiera molestado o asustado. A principios de la semana, el martes, hubo una falsa alarma. La misma puerta de atrás, parece que sucede a menudo. La gente olvida que tiene la alarma activada —prosiguió Marino, la mirada distante—. Es como si, de pronto, él hubiera surgido del infierno.

Comencé a serruchar el cráneo, con todas sus fracturas conminutas y zonas en las que se había estrellado una o varias herramientas que no pude identificar. Por el aire flotó un polvo caliente de hueso.

26

Temprano por la tarde, el hielo de los caminos se había derretido bastante como para que otros científicos forenses pudieran ir a su trabajo. Decidí hacer mis rondas porque me sentía terriblemente ansiosa.

Mi primera parada fue en la Sección de Biología Forense, un sector de tres mil metros cuadrados al que sólo unos pocos tenían acceso mediante tarjetas electrónicas que abrían las cerraduras. La gente no pasaba por allí con el fin de conversar. Atravesaban el corredor y observaban a los científicos de guardapolvo blanco trabajar con intensidad a través de un vidrio, pero rara vez lograban acercarse más a ellos.

Oprimí el botón del intercomunicador para comprobar si Jamie Kuhn estaba.

—Lo buscaré —me contestó una voz.

En el instante en que abrió la puerta, Kuhn me entregó un guardapolvo blanco, largo y limpio, guantes y barbijo. La contaminación era enemiga del ADN, en especial en una zona en que cada pipeta, micrótomo, guante, refrigeradora y hasta lapicera utilizada para escribir los rótulos puede ser cuestionada en un juzgado. El grado en que se debían tomar precauciones de laboratorio se había vuelto tan estricto como en los procedimientos de esterilización que se realizan en un quirófano.

—Detesto hacerte esto, Jamie —me disculpé.

—Siempre dice lo mismo —dijo él—. Vamos, entre.

Para pasar, había tres juegos de puertas, y guardapolvos limpios colgados en cada espacio hermético al aire para asegurarse de que uno cambiara el que llevaba puesto por otro. El papel pegajoso que había sobre el piso era para las suelas de los zapatos. El proceso se repetía dos veces más para asegurar que nadie llevara sustancias contaminantes de un sector a otro.

El área de trabajo de los investigadores era una habitación abierta y bien iluminada con mesadas negras, computadoras, baños de agua y una serie de otros aparatos. En las estaciones de trabajo individuales había aceite mineral, pipetas, tubos de polipropileno y sus soportes. Los reactivos se preparaban en grandes cantidades a partir de sustancias químicas moleculares. Se les asignaban números de identificación únicos y se los almacenaba en pequeña alícuotas lejos de las sustancias químicas de uso general.

La contaminación se manejaba básicamente con la serialización, la desnaturalización por calor, la digestión enzimática, los análisis repetidos, la radiación ultravioleta, el empleo de controles y muestras tomadas de un voluntario sano. Si todo lo demás fallaba, el investigador se daba por vencido después de algunas muestras. Tal vez hacía un nuevo intento varios meses más tarde. Quizá no.

La reacción polimérica en cadena, o RPC, había hecho posible obtener resultados con respecto al ADN en días en lugar de en semanas. Ahora, los adelantos tecnológicos hacían teóricamente posible que Kuhn lograra resultados en el día. Es decir, siempre y cuando hubiera tejido celular para las pruebas, y en el caso del pelo claro del hombre no identificado hallado en el contenedor, no lo había.

—Es una verdadera lástima —dije—. Porque creo que encontré más. Esta vez, adherido al cuerpo de una mujer asesinada anoche en Quik Cary.

—Aguarde un minuto. ¿Oí bien? ¿El pelo que había en la ropa del hombre del contenedor es igual al pelo que encontró sobre esa mujer?

—Eso parece. Así que entiendes mi urgencia.

—Su urgencia está a punto de ser más urgente —dijo él—. Porque el pelo no pertenece a un gato ni a un perro. No es pelo animal. Es humano.

—No puede ser.

—Pues sí lo es.

Kuhn era un hombre joven y atlético que no solía demostrar entusiasmo muy seguido. Yo no recordaba cuándo había sido la última vez que vi que sus ojos se iluminaban.

—Fino, no pigmentado, rudimentario —prosiguió—. Pelo de bebé. Supuse que el tipo tenía un bebé en su casa. Pero, ahora, ¿dos casos? ¿Quizás el mismo pelo en la mujer asesinada?

—Los bebés no tienen pelo de dieciocho o veinte centímetros de largo —lo contradije—, como el que recogí del cuerpo de ella.

—A lo mejor crece más largo en Bélgica —me cortó él secamente.

—Hablemos primero del hombre no identificado del contenedor. ¿Por qué habría de tener pelo de bebé encima? —pregunté—. Aunque tuviera un bebé en su casa. Y aunque fuera posible que un bebé tuviera el pelo de ese largo.

—No todos los pelos tienen ese largo. Algunos son extremadamente cortos. Como los de barba apenas crecida cuando uno se afeita.

—¿Algunos de los pelos fueron arrancados a la fuerza? —pregunté.

—No veo raíces con tejido folicular adherido. Más bien las raíces con forma de bulbo que uno asocia al pelo que se cae en forma natural. Y ésa es la razón por la que no puedo obtener el ADN.

—¿Pero algunos fueron cortados o afeitados? —pensé en voz alta.

—Correcto. Algunos fueron cortados; otros, no. Como en esos estilos raros de peinado. Usted los ha visto: cortos arriba y largos a los costados.

—No los he visto en bebés —respondí.

—¿Y si el tipo tenía trillizos, quintillizos o sextillizos, porque su mujer se trataba con drogas de fertilidad? —sugirió Kuhn—. Entonces el pelo sería el mismo pero si procediera de diferentes chicos, ello explicaría la diferencia de largo. El ADN sería el mismo también, siempre y cuando tuviéramos con qué hacer las pruebas.

En los mellizos, trillizos y sextillizos idénticos, el ADN es idéntico; sólo las huellas dactilares son diferentes.

—Doctora Scarpetta —resumió Kuhn—, lo único que puedo decirle es que, visualmente, los pelos son similares. En otras palabras, su morfología es la misma.

—Bueno, los pelos que recogí de esta mujer son también parecidos visualmente.

—¿Algunos son cortos, como si hubieran sido cortados?

—No —respondí.

—Lamento no tener más para decirle —dijo él.

—Créeme, Jamie, me has dicho mucho —comenté—. Es sólo que no sé qué significa todo eso.

—Trate de averiguarlo —me alentó— y juntos escribiremos un trabajo sobre ese tema.

Pasé entonces al laboratorio de micropruebas y ni siquiera me molesté en saludar a Larry Posner. En ese momento, él examinaba algo por un microscopio que probablemente estaba más enfocado de lo que lo estaba él cuando levantó la vista y me miró.

—Larry —dije—. Todo se va al tacho.

—Vaya novedad.

—¿Qué me puedes decir de nuestro muerto no identificado? ¿Algo? —pregunté—. Porque te advierto que yo ya no sé qué hacer.

—Qué alivio. Creí que había venido a preguntarme sobre la mujer de abajo —contestó—. En ese caso, tendría que darle la terrible noticia de que yo no soy Mercurio con pies alados.

—Puede haber una conexión entre los dos casos. En los cuerpos se encontró la misma clase de pelo extraño. Pelo humano, Larry.

Él se quedó pensando un momento.

—No entiendo —dijo por último—. Y detesto tener que decírselo, pero no tengo nada tan espectacular para informarle.

—¿No puedes decirme nada en absoluto? —pregunté.

—Empecemos por las muestras de tierra y suciedad del contenedor. El MLP encontró lo habitual —dijo, refiriéndose al microscopio de luz polarizada—. Cuarzo, arena, diatomita, pedernal y elementos como hierro y aluminio. Mucha basura. Vidrio, restos de pintura descascarada, desechos vegetales, pelos de roedores. No se puede ni empezar a imaginar todas las porquerías que hay dentro de un contenedor de carga como ése.

Other books

A Witch In Winter by Ruth Warburton
Alaskan Summer by Marilou Flinkman
Tales From Firozsha Baag by Rohinton Mistry
Ricochet by Sandra Sookoo
The Billionaire's Toy by Cox, Kendall
Rylin's Fire by Michelle Howard